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habla, quedó como recuerdo imperecedero de una fiesta sin igual por su ostentación imponderable.

Pero es de advertir que, como siempre acontece, entre aquellos puntos de admiración, producidos cuando la en- cantadora novia se presentara á la solemnidad religiosa, hecha un ascua por el brillo de las piedras preciosas que adornaban su persona, no faltó quien «soto voce,» por su- puesto, criticara tanta superabundancia fabulosa, impro- pia de los méritos y aun de la fortuna del novio, por más crecida que fuera la de su familia.

Y tan gran pábulo tomaron esas censuras, que llega- ron por conducto de viejas amigas, que nunca faltan, hasta el hogar paterno, en donde la anciana viuda del ajusticiado don Martín tuvo ocasión de repetirselas á su hijo Francisco, el que, con la altanería ingénita horedada de su padre, replicó despreciativo:

—¡Déjelas usted que hablen esas malas lenguas, déje- las usted!..

—Pero es que...—repuso la noble señora, como si no se atreviera á seguir disgustando á su hijo.

—¿Qué, madre? Diga usted todo lo que quiera decirme sin temor ninguno.

—Que me parece no están del todo equivocadas las lenguas que tales cosas dicen.

—¡Usted también!..

—S1, hijo; tienen razón.

— ¡Razón esas gentes!..

—Si, Francisco; has gastado y hecho gastar á nuestras relaciones, á las que tendrás que contribuir, cuando llegue el caso, gran parte de la herencia que te dejó tu desgra- ciado padre...

—¿Y acaso lo he hecho con lo que no es mío?

—Nadie te lo discute, Francisco; pero ¿y después?

—¿Después? Veremos.

—No, hay que ver desde ya.

—¿Qué afán tiene usted, madre mia, en enturbiar el cielo de mi dicha?

-—En manera alguna, hijo mío.