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Raquel Camaña

Carlota amaba. Ella quería a "ese Roberto", pero su orgullo patricio le hacía ocultar ese amor como se oculta un crimen: no midió la profundidad de sus sentimientos, ni imaginó que de ella estribaba la salvación del Discípulo. Venciéndose, después de larga lucha, pretextó razones de salud y, dejando a sus padres, se trasladó a París.

El amor sano, puro, había realizado en Roberto el milagro de vencer su idea fija. Mentida era esa impotencia de salir de su yo si una idea neta no lo guiaba. El amor había descentralizado su personalidad. Amando, no sólo había "salido de su yo', sino que se había fusionado con el yo amado, asimilándolo a sí mismo, dándole lo menos innoble que en en sí tenía: su poderosa imaginación; mientras que él, por su parte, había asimilado de ese otro yo algo de su ingénita bondad hasta llegar, él, el Discípulo, a renunciar a esa vivisección en el momento que triunfaba, a horrorizarse por haberla emprendido.

Pero Carlota, al abandonarlo, llevóse con ella la atmósfera de juventud, de pureza y de bondad que envolvía a Roberto. El Discípulo renació con nuevos bríos. Replegóse sobre sí mismo, decidido a proseguir esa vivisección, sin amor, con encono, tan sólo por adornar su yo con nuevas sensaciones.

Un resto de la nobleza que Carlota despertara en él le hizo preguntarse: "Tengo derecho a seducirla?" Pero ya el antiguo Discípulo estaba armado con todas sus armas y pronto para contestar, con Spinoza: "Nuestro derecho limita con nuestro poder".

Y escribió a Carlota simulando un amor ferviente y desinteresado. Actor y espectador a la vez, si yo subjetivo llegó a interesarse con esta comedia. Y el amor, un amor impotente, lleno de rabiosos celos, estalló de nuevo en el Discípulo cuando el Marqués le comunicó que su hija Carlota se casaba en París