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50 Margarita Eyherabide

Así habías dejado ¡ay! de acariciar la voz de mi recuerdo...

Doña Jova hizo leve movimiento de impaciencia; temerosa, se adelantó gallardamente á don Alvaro y Amir y haciendo ante ellos la reverencia más diplomática se expresó con mayor diplomacia: — ¿Sabe usted, amigo mío, que no le he traído aquí, para que discurra... como un hombre sabio?

Y, suave como el arrullo de la calandria, brotó su risa.

Don Alvaro sonrió tambien, contemplándola en- ternecido y un instante pareció que la diosa fugaz y voluble de la juventud posaba en él los vuelos ya lejanos de su irradiación.

-—¡Qué agradable y tibio está el jardin! — ¡Qué lozanas las flores! — En rica exuberancia de hojas, se alza el recio tronco de la enredadera y como corona de ensueños, su cabellera blanca parece titilante florón de atracciones. Se mecen los jaz- raines en tremante abandono, acojinados en la es- meralda que les brinda, sin celo, el admirable marco en que descuellan. Abajo, protegiendo el concierto del conjunto y sin anular la casta poesía de las guirnaldas que se besan, chocándose en rítmica hamaca, tiéndese el acolchado y cómodo asiento en que se reclina el amable enfermo. A su lado, tran- quila y sublime como una madona, recrea doña Jova su mirada en el paisaje que sella con su primorosa uniformidad, la ingenua satisfacción que se pinta en el semblante adelgazado de don Alvaro. — Y, en un taburetito, sentado á los pies de ambos, Amir deja extender por su fisonomía atrayente, dulce y eandorosa melancolía.

Doña Jova cogió la mano de su esposo.