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CAPITULO IV.


I.


En aquellos tiempos, á media legua de Palos, en la cumbre de un cerro situado en la orilla del mar, asomaba por un bosquecillo de pinos el blanco campanario de Santa Maria de la Rábida, como el cuello de un cisne entre los juncos. Levantada sobre las ruinas de un templo de jentiles, agrandada en diversas épocas, sin cuidarse de la simetría, y embadurnada de cal á la usanza de los árabes, contenia en su recinto dos claustros, una capilla con portada gótica, y un jardin en el cual, á los lados de una parra, y apoyados en limoneros, crecían jazmines, reales.

En Julio de 1485 fue nombrado guardián de este convento un hombre, con quien pecaron de ingratos sus contemporáneos; pero que nosotros no podemos olvidar en nuestra historia.

Fiel observante de la regla de su instituto, daba este relijioso á su comunidad el ejemplo del discípulo perfecto de san Francisco, y no hacia uso de sus prerogativas de superior, mas que para prolongar sus horas de estudio y de meditacion. La fama de su piedad y de su virtud voló por España. Le llamaron á la corte, cuando menos lo esperaba, y la reyna despues de consultarle varias veces, llegó á tenerlo en tanta estimacion, que lo hizo su confesor. Y no solo le apreciaba Isabel por su espíritu evanjélico y eminentemente relijioso, como director de su conciencia y teólogo consumado, sino