tana, donde, furiosos y espada en mano, requirieron á el comandante virase en redondo. Sus mismos marineros, sus pilotos, los oficiales de la corona y hasta el sobrino de su mujer se unieron á los conjurados, dejándole solo contra todos. Sus argumentos, sus persuasiones, todo se habia apurado ya precedentemente, y no le quedaba en este aprieto ni el socorro de una nueva objecion, porque el miedo ni escucha ni razona. Y sin embargo, logró amansar la cólera, tranquilizar el pánico y someter á aquellas furias, á las cuales el instinto de la conservacion impulsaba al crímen; y no tan solo no cedió á sus mandatos, sino que hasta se atrevió á prohibirles las protestas y las súplicas, diciéndoles con tono de autoridad, al terminar su amonestacion: "Que por demas era quejarse, pues que él habia venido á las Indias y habia de proseguir hasta hallarlas con ayuda de nuestro señor."[1]
¿Cómo fué que esta exasperación de los espíritus, esta animosidad, acrecida por el indomable instinto de la conservacion, se disipó repentinamente á presencia de un estranjero aislado y maldecido, cuyas órdenes no se obedecian, á cuyo grado y autoridad no se respetaba, y que invocaba en vano el nombre de los reyes? Hé aquí lo que ningun marino, lo que ningun filósofo, ni ningun hombre, aun el mismo Colon, podrian esplicar humanamente. Así es que, él no atribuyó este triunfo sobre los revoltosos, á quienes obligó á doblar la frente, sino á quien debia atribuirlo, pues reconoció que, cuando "sus marineros y toda su jente estaba resuelta de comun acuerdo á volverse, y se revolucionaba contra él, olvidándose de su deber hasta amenazarle, el eterno padre le dió fuerzas y valor contra todos."[2]
Esta tempestad, desencadenada con las sombras de la noche, se disipó antes que ella.