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III — Los Atlantes

Mas él, cual por entre endebles cañizares, se abre paso blandiendo la clava de terrible manejo, que, sedienta de sangre, incendio y lágrimas, sentía agitarse en su espalda, férrea como ella.


¿No habéis visto el huracán, al barrer tierra y cielos cómo arrebata al Pirineo su nieve, su maleza y sus peñascos, y, al arramblar con ellos, revueltos con picachos de sierra, cómo hace refluir hasta sus orígenes las aguas de los ríos?


Tal al romper el héroe aquella armipotente marejada, engólfase en el olaje, golpeando con el despiadado hierro; y, firme é inquebrantable, á ajeno embate opone su embate, como nave que en el abordaje se presenta al descubierto.


Allí, donde más libre macear puede, desata sus iras; empuja, tala y arrastra cual despeñado torrente; los adalides de cuatro en cuatro caen; la chusma, como espigas, ciento á ciento.


Así con cercenadora guadaña tiende la Muerte su mies; á cada golpe hay un puñado menos; con sangre de sus hijos la Atlántida se abreva, y, al rumor de los tajos, tumbos y lamentos, treme desde el uno al otro cabo.