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II — El Huerto de las Hesperides

Ni hay allí arenosas playas ní serranías; todo lo entapiza el césped relentecido por blanda niebla, meciendo, entre el bejuco de doblegadizas trenzas, la desmelenada palmera sus azucaradas támaras.


Enriscándose, ramonea la cabra un olmo sustancioso, desde el borde de un peñasco que pende sobre el río; y en fraternal ademán agrúpanse los bisontes á la regalada sombra de limoneros y manglares.


Gigantes ciervos cimbrean sus astas de alto ramaje, que el ave toma por árboles de magnitud excelsa, el silvático mastodonte azora las gacelas, y el corpulento mamut atemoriza los mastodontes.


El Pirineo y el Atlas, titánicos valladares con que Dios muró dos continentes fronteros, allí entroncan hermanados sus cordilleras, dando al condor encumbrada nieve, y al ruiseñor verjeles.


Parecía que, celosas Libia y Europa, diesen, cual pequeñuelas, la mano á la heredera del mundo, y que ésta, del genia á los fulgores, astro que brilla en su frente, las guiase al subir por la escala de los siglos.