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CARTA II.
VERACRUZ

Me quedé con la tierra a la vista de—en sondeos—con el pico de Orizaba, a la vista, y aunque presumimos muy probable que llegaríamos al puerto antes de la noche, fuimos decepcionados. El viento llegó desconcertante hacia el mediodía y a pesar de nuestro capitán era un hombre valiente y experimentado marino, determinó, al anochecer, para evitar acercarse a la costa y por lo tanto, "esperar por luz de día. Nada podría ser más provocador; la ciudad estaba a no más de diez millas de distancia, y las luces en las casas eran claramente visibles sobre el nivel mar.

Sin embargo, con la primera racha de amanecer, todo era bullicio en cubierta con las velas extendidas a la brisa de la mañana. El día rompió gloriosamente sobre el mar; nuestras banderas se subieron; el barco se dirigió al puerto; y cuando estábamos a una milla o dos del castillo, un piloto nos abordó. Nuestra primera pregunta fue sobre la fiebre amarilla—la siguiente, sobre la revolución. De la primera no había rastros de la enfermedad, y la última había terminado en la muerte política de Bustamante.

A las 8 amarramos bajo los muros del Castillo de San Juan de Ulúa; y una hora después, con sombrillas extendidas para protegernos del sol abrasador de noviembre, desembarcamos en el muelle que por tantos años ha sacado la riqueza de México.

Veracruz se encuentra en una costa baja y arenosa, extendiéndose por millas a lo largo de la costa. No entraré en detalles de la historia de esta ciudad, famosa por ser el lugar donde miles han llegado ha morir de vomito—o, para hacer fortuna (si sobrevive el cierto ataque de esa enfermedad,) y regresar con constituciones destrozadas a climas más fríos, con dolor en memoria del calor soportado al servicio de Mammon, dios de la codicia.

Desembarcando en la moleta, lo primero que me llamó la atención fue un grupo de más de cien esclavos de galera, encadenados y trabajando al caliente sol, cortando y transportando piedra para reparar el muelle roto. El segundo fue los techos de las iglesias, que parecen estar cubiertos de luto, supongo por algún prelado fallecido. El duelo resultó, sin embargo, nada más que miles de zopilotes, el jefe de los cuales usualmente esta encaramado en el pico de la cruz de la iglesia más elevada—¡un centinela de presas! Estas dos clases de gente, a saber: los esclavos de galera y zopilotes, constituyen una gran parte


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