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MÉXICO.

cabeza asentía, pero su palma abierta y extendida descansaba sobre su rodilla—¡una caja permanente de dinero!

Aunque exhibiciones como ésta son suficientes para cerrar el corazón en un país donde la tierra se da casi por pedir, todavía hay casos de miseria que no apelan en vano.

Un pobre pequeño niño mendigo atrajo mi atención en la puerta de la Gran Sociedad. Lo notamos primero viendo algo enrollado en la esquina del portal, que parecía un cachorro sucio, temblando de frío. Lentamente, sin embargo, al acercarnos, se desenrolló en la guarida y un pobre niño corrió hacia nosotros con la mirada más lánguida y horrible que nunca contemplé y los más bellos ojos negros que nunca hicieron un pedido de caridad. Era la personificación del pobre Oliver Twist—un perfecto pequeño emaciado. Le dimos un real, y se fue encantado; sin embargo sus débiles extremidades, en las que apenas había ropa, se negaron a llevarlo veinte pasos: trastabilló y cayó contra la pared a la que se agarraba por apoyo. Fui a él nuevamente: " me muero de escalofríos, señor," dijo, en su poca voz, casi inarticulada por el dolor, acompañado por ese lento movimiento de la cabeza de lado a lado indicativo de sufrimiento.

Pusimos una pequeña cobija sobre él, le dimos, zapatos y comida y así lo fortalecimos y calentamos, gradualmente llegó a casa.

Al día siguiente que hizo su aparición de nuevo, sin zapatos, camisa o manta y con ninguna cobertura pero sus pantalones desiguales de algodón, amarrados a sus hombros con un pedazo de cordeles y un pañuelo antiguo sobre su cuello. Se decidió que era un mendigo profesional, y sus dolores su capital de actuación.

No lo creo, sin embargo; y mientras otros rápidamente le rechazaron, yo decidí satisfacerme de que un ser humano voluntariamente no come hasta que los huesos se asoman a través de la piel disminuida, antes de negarle al que sufre la comodidad de un bocado diario. Averiguando, encontré que su historia era verdad: que él era el único hijo de una madre en cama, limitada con reumatismo en un petate extendido en el piso de barro de un tugurio en el suburbio, que había sido incapaz de proporcionar alimentos para ella o su hijo durante más de un mes. Además de esto, el niño había vendido los zapatos y la manta que le habíamos dado para comprar pan para su madre.

Después fue un cliente regular y su madre se recuperó. La última vez que lo vi fue en la Alameda, a la que se había arrastrado, diciendo que el "sol se sentía muy cómodo, y que en su amplio caminar él ya no sufrió mucho de los "fríos."

Durante un largo periodo, después de esto, no vi al niño y no supe lo que le había pasado; hasta una tarde al pasar el muro del convento de Santa Clara, vi a un hombre trotar con el habitual andar indio, con una bandeja en su cabeza que parecía estar cubierto con rosas. Detrás de él fue iba una andrajosa lépera, llorando, con el pelo largo y negro colgando sobre sus hombros. Cuando el hombre paso cerca, miré en la bandeja y vi que contenía un cadáver. Era de un niño que había muerto consu –