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Nuestra Señora de Paris.

Pero no fue largo este momento. La misma voz de mujer que habia interrumpido el baile de la gitana vino á interrumpir su canto.

— ¡Cuando callarás, cigarra del infierno!—gritó desde el mismo rincon oscuro dela plaza.

Calló la pobre cigarra, y Gringoire se tapó las orejas exclamando.

— ¡Oh! ¡maldita sierra mellada que viene á romper la lira!

Todos los espectadores murmuraban como él:—¡Al diablo la reclusa!—gritaba mas de una voz. Y la invisible aguafiestas hubiera podido arrepentirse de sus agresiones contra la gitana, si no hubiera distraido al publico en aquel momento la procesion del papa de los locos, que, después de haber recorrido mil calles y callejuelas, desembocaba en la plaza de Gréve, con todas sus hachas y su tumulto.

Esta procesion, que nuestros lectores vieron salir del palacio, se organizó durante el camino, reclutando cuantos pillos, ladrones, desocupados y vagabundos disponibles habia en Paris á la sazon, de modo que cuando llegó á la plaza de Gréve presentaba un aspecto respetable.

A su frente marchaba el Egipto, precedido por el duque de Egipto á caballo, rodeado de sus condes que iban á pié, llevándole la brida y el estribo; detras de ellos los egipcios y las egipcias formando un batiburrillo con la chiquilleria gritadora y llorona; y todos, duques, condes, gente menuda, cubiertos de andrajos y de oropeles. Seguia inmediatamente despues el reino de la Gemiania, es decir, todos los ladrones de Francia, formados por órden de dignidad, siendo los mas humildes los primeros. Destilaban asi de cuatro en cuatro con las diversas insignias de sus grados en aquella singular facultad, unos estropeados, otros cojos, otros mancos, los rateros, los peregrinos, los bellacos, los tumbones, los inválidos, los pillos, los hampones, los desechados, los capones, los andrajosos, los tunos, los huérfanos, los archipámpanos, los huraños; enumeracion capaz de cansar al mismo Homero. En el centro del conclave de los huraños y de los archipámpanos, distinguiase á duras penas el rey de la germania, el gran sacerdote acurrucado en un carreton tirado por dos perrazos. Despues del reino de los hampones, venia el imperio de Galilea, Guillermo Soussean, emperador del imperio de Galilea, marchaba majestuosamente envuelto en su ropon de púrpura manchado de vino, precedido de saltimbánquis que iban alborotando y bailando danzas pírricas, rodeado de sus moceros, de sus secuaces y de los escribientes del tribunal de cuentas. Y cerraba la marcha la Basoche, con sus manos coronadas de flores, sus manteos negros, su música ratonera, y sus hachones de cera amarilla. En el centro de aquella muchedumbre, los altos dignatarios de la cofradia de los locos llevaban sobre los hombros unas angarillas mas cargadas de velas que la urna de Sta. Genoveva en tiumpo de peste; y sobre aquellas angarillas resplandecia, con báculo, mitra y capa pluvial, el nuevo papa de los locos, el campanero de la catedral, Quasimodo el jorobado.

Cada una de las secciones de aquella grotesca procesion tenia su música particular. Los egipcios desentonaban sus panderas y sus tamboriles africanos; los hampones, raza muy poco musical, no habian pasado aun de la viola, de la corneta y de la gótica zambamba del siglo doce. Tampoco estaba mas adelantado el imperio de Galilea, en cuya música apénas se distinguia algun miserable rabel de la infancia del arte, no daria aprisionado en el re—la—mi. Pero en torno del papa de los locos, es donde se desplegaban en una maguitica cacofonia todas las riquezas musicales de la época: tiples, contraltos, bajos de rabel sin contar las flautas y las cornetas y serpentones. Pero ahora nuestros lectores recordarán que aquella era la orquesta de Gringoire.

Dificil seria formarse una idea del grado du espansion orgullosa y feliz á que habia llegado durante el tránsito del palacio á la Gréve, el triste y feo semblante de Quasimodo. Era aquella la primera satisfaccion de amor propio que gozó jamas; hasta entónces no habia conocido mas que la humillacion, el desden á su clase, el ódio á su persona, y por eso, sordo y todo como lo era, saboreaba, cual verdadero papa, las aclamaciones de aquella turba á quien aborrecia porque ella le aborrecia á él, y porque él lo sabia. Que su pueblo fuera una cálila de locos, de lisiados, de ladrones, de mendigos, ¿qué importa? siempre era un pueblo, siempre él era un soberano. Con mucha formalidad recibía todos aquellos aplausos irónicos, todas aquellas atenciones burlescas, á las cuales justo será decir que mezclaba la gente cierta dósis de respeto real y positivo; porque el jorobado era robusto, porque el patituerto era ágil, porque el sordo era malo, tres calidades que templan el ridiculo.

Por lo demas lejos estamos de creer, que el nuevo papa de los locos se formase una idea clara así de las impresiones que recibia, como de los sentimientos que inspiraba. El entendimiento que se albergaba en aquel cuerpo disforme, debia tener tambien por su parte algo de incompleto y de sordo; de modo, que lo que sentia en aquel momento era para él absolutamente vago, incomprensible y confuso; pero en aquella mezcla de sentimientos, brillaba la alegria, dominaba el orgullo. Aquella sombria y triste figura centelleaba radiante en derredor.

Causó por eso grande sorpresa y no poco espanto ver de repente á un hombre, en el momento mismo en que Quasimodo, sumergido en aquella especie de vaga enagenacion pasaba en triunfo por delante de la casa de los Pilares, salir de entre el gentio y arrancarle colérico de entre las manos su báculo dé palo dorado, insignia de su loca dignidad.

Este hombre, este temerario era el personaje calvo que, un momento ántes, mezclado ai grupo que rodeaba á la gitana, habia helado de terror á la pobre niña con sus palabras de amenaza y de ódio. Iba vestido de eclesiástico, y apénas salió de entre el gentio, Gringoire, que hasta entónces no habia reparado en él, exclamó al reconocerle:—¡Calla! ¡si es mi maestro en Hermes D. Claudio Frollo, el arcediano! ¿Quien diablos le mete con ese picaro tuerto? ¡Le va á devorar!

Alzóse en efecto un grito de terror: el formidable Quasimodo acababa de precipitarse de su alto asiento, y las mujeres apartaron los ojos para no verle devorar al pobre arcediano.

Dió un salto hasta el sacerdote, le miró y cayó de rodillas.

El sacerdote le arrancó su tiara, le rompió el báculo y le hizo pedazos su capa de relumbron.

Quasimodo permaneció de rodillas, bajó la cabeza y cruzó las manos.

Establecióse luego entre ellos un diálogo singular de gestos y de aspavientos, porque ni uno ni otro hablaban palabra. Él sacerdote en pié, irritado, amenazante, imperioso; Quasimodo prosternado, humilde, suplicante. Y sin embargo es seguro que Quasimodo hubiera podido hundir al sacerdote con un solo dedo.

En fin, el arcediano sacudiendo con aspereza la espalda fornida de Quasimodo, hízole señal de que se levantára y le siguiera.

Quasimodo se puso en pié.

Y entónces la cofradia de los locos, pasado el primer estupor, quiso defender á su papa tan bruscamente destronado: los gitanos, los hampones y toda la estudiantina empezaron á ladrar enderredor del sacerdote.

Colocóse Quasimodo delante de él, puso en movimientos los músculos de sus atléticos puños, y miro