bonito Valle de México—el más bonito, nos pareció, que nuestros ojos nunca habían visto. El grande y viejo bosque, con sus inmensos árboles cubiertos de musgo largo y gris, colgando como un paño mortuorio de funeral y la sinuosa carretera que conduce al castillo, estaba a nuestros pies. Sobre la ladera hacia la parte posterior del Castillo, donde atacaron las victoriosas tropas estadounidenses, en el memorable día cuando cayó el último baluarte de la desafortunada República. Todo alrededor del Palacio o Castillo, estaban los hermosos jardines, llenas de flores en floración que Maximiliano y Carlota—nunca oí llamarla "pobre Carlota" en México—habían plantado.
Afuera por el portón se encuentra un árbol con cicatrices y ennegrecido, a cuyos pies—que dice la tradición y probablemente dice la verdad—Cuauhtémoc, "heroico en la defensa de su imperio y sublime en su martirio" (como dice el letrero del monumento recién hecho por orden del Ayuntamiento de México en honor de su memoria, a orillas del gran canal donde se produjo su derrota final) fue cruelmente torturado por despiadados españoles, en el vano esfuerzo para obligarlo a revelarles el escondite de los tesoros , para los cuales siguen escar-
