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LA GRAN PEREGRINACIÓN ANUAL.

cosa común ver a una hermosa joven India, con un suficiente toque de sangre española en sus venas con sus mejillas florecer como el lado soleado de un albaricoque amarillo, penosamente caminar con un perrito mascota en sus brazos, llevándolo a probar las santas aguas del milagroso manantial de Guadalupe.

Un ferrocarril ahora corre a lo largo del camino de los penitentes, y los peregrinos rara vez se ven arrastrándose en las manos y rodillas como antaño. Fui allí un Domingo, el 12 de diciembre, en el santo aniversario. Todo el camino desde la puerta norte hasta Guadalupe, estaba tan bloqueado con carros de bueyes, carros de mula, caballos ensillado, y carruajes, todos con visitantes al santuario, que difícilmente podíamos forzar nuestro carro a avanzar; y la multitud a pie, levantaba tanto polvo que casi nos sofoca. Solo vimos a una persona—una pobre anciana—arrastrándose sobre las rodillas, a un lado del camino; el resto caminaba o viajaba, directo. Los coches iban cargados. La mayoría de la gente en los carruajes de mejor clase, y en los coches, eran total o parcialmente de sangre Europea; pero todas las personas a pie o en carretas, eran indios. Los primeros parecían ir a ver lo que se podía ver; los últimos iban, sin lugar a dudas, a adorar.

Llegamos a un cuarto de milla de la Iglesia, y dejando el carro, caminamos con dificultad a través de la multitud mixta en la plaza frente a la Iglesia. Había allí probablemente entre veinticinvo y treinta mil personas, de todas las edades, sexos y condiciones, e iban y venian todo el tiempo.

Todas las campanas en los campanarios de la Iglesia—unas veinte—comenzaron a repicar a la vez, y el aire se llenó con su melodía. Esos viejos padres espa-