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HONRANDO EL UNIFORME.

puso medio dólar en el bolsillo de su chaqueta, y con la más amable y aire de conocedor imaginable, me ofreció la otra pieza de cincuenta centavos en su mano abierta que yo tomara, al pasarme en la puerta. Quería hacer negocios, y repartir con justicia. De lo que yo había dicho, me tomó por el hombre financiero del grupo, y supuso, desde luego, que yo era—perdón por el Californianismo—"haciéndola" igual que el mismo. Mi natural e inconquistable modestia, junto con el hecho de que llevaba el uniforme que me sentía obligado a honrar en una tierra extranjera, me indujo a rechazar el dinero, y le susurré a él que se lo quedara como un regalo. ¡Él se lo quedó!

Los sirvientes dados al grupo del Sr. Seward por el gobierno mexicano durante nuestra estancia en México, sin duda se compararían favorablemente con cualquiera que he visto, siendo atento y eficiente, y por lo menos, tan honesto como seria el promedio en cualquier lugar. De un lado del continente al otro, nuestra ropa y otro artículos de equipaje estuvieron a su merced, y no perdimos nada. De hecho, encontramos imposible tratar de perder algunas cosas que con gusto hubiéramos dejado detrás de nosotros.

En un momento en nuestro camino, algún amigo desconsiderado le regaló al Sr. Seward con una enorme petrificación de alguna cantera de piedra. Esto resultó ser un elefante fosilizado perfecto, y después de que las espinillas del grupo entero habían sufrido, lo olvidamos—desde luego por accidente—en Puebla. Al día siguiente nos felicitábamos por la pérdida, cuando Pedro, uno de los sirvientes que nos acompañaron por todo el continente, llegó sonriente hasta la puerta del carro, con la monstruosidad cuidadosamente envuelta en un trapo—él la había cargado así toda la distancia, y estaba orgullosamente consciente de