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LUIS PIRANDELLO

puesto o no ha deliberado una originalidad chocante, presuntuosa, sólo de epígrafes y vacía de texto, como tantos otros en quienes descubrimos ruínas de ideas asomando por los entresijos de unas palabras que serían bellas como hallazgo filológico, si no sirvieran para embadurnar, ya que no barnizar, de nuevo, la flaca y avejentada imagen de su decadencia. Y cuenta que, para la crítica, que es la dama del pensamiento de todo escritor que se estima, nada hay tan fácil (va siéndolo, también, para el público) como esa distinción entre los escritores, sequerizos y jadeantes minadores de frases, y estos otros creadores de espíritu, sin más retoricismos ni filigranas que los que fluyen de la vida misma, que también los da con exuberancia, y sanos, cuando no se rebuscan las ideas en la gramática o en el artificio. Nada está tan lejos del arte de Pirandello, como la vanidad de un éxito fácil. Y si alguna vez, en el gran escritor, alentase la tentación del aplauso, sin duda alguna lo buscaría más en quienes un aplauso es un sacrificio, que en los que lo ofrendan casi involuntariamente.

Cuando el asunto que mueve la pluma de Pirandello no es sino una página de dolor, las lágrimas acuden a nuestros ojos como subiendo de la emoción más ingénua y franca. Porque este gran humorista no hace de la vida un juego de escarnios, ni una feria de burlas. ¿Por qué ir a la caza de inverosimilitudes y rarezas, ni divagar por lo peregrino o absurdo, si es la misma humanidad la que, cotidianamente, con maña y discurso que maravillan, ofrece realidades que parecerían mixtificaciones y burlas y paradojas, si no fuera porque ya es cosa averiguada que el artista no es sino un cautivo en el alma laberíntica de la vida misma?

Tampoco hay en las obras de Pirandello una crueldad meditada como un delito, ni una manifestación de sensibilidad de enfermo, tortuosa, ni una especulación sobre