Paragolpes delantero y faro piloto

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​Paragolpes delantero y faro piloto​ de Gervasio Guillot Muñoz

     Un bloc de cemento armado, un cuadrado de asfalto calentado por los neumáticos, una extensión de rieles castigada por las ruedas de fierro, y en el cruce geométrico de todas estas potencias mecánicas vibra y se levanta la calidad lírica de Alfredo Ferreiro. Una especie de soltura deportiva hecha de agilidad, despreocupación y arranca eléctrico; una sonrisa de hombre que está de vuelta; un dinamismo orgánico, inagotable y flagelante, todo eso se ha fundido para perfilar la marca poética de Ferreiro. Temple fuerte de armazón de acero con llanta de goma; poesía de la energética y del hormigueo urbano; vibración afinada que circula dentro de las estrofas y toques de humorismo que salta derecho con el klacson, esos son los rasgos vitales de EL HOMBRE QUE SE COMIO UN AUTOBUS.
     Alfredo anda por la calle y todo lo repara, lo desintegra y lo ordena según el sistema que él prefiere, como si el mundo que lo rodea fuera una maquinaria antigualla y dormida que precisara tornillos, bielas y movimiento.
    Cuando habla, su palabra tiene tal agilidad que cuesta trabajo saber a donde llega. Su conversación se arquea de tal modo y hace virajes tan rápidos que marea al que no tenga el hábito de la velocidad. Una ocurrencia de Ferreiro hace tanto viento al correr que puede quitar todo el polvo de una vitrina y voltear los sombreros de los hombres que se acercan a mirarla.
     Alfredo es alto y estirado como una chimenea, tiene la espalda recta y dos cicatrices que le cortan la cara. El gesto se le escapa de las manos para alcanzar no sé qué bestia mecánica que rueda en un cuestabajo.
    Pero la broma de Ferreiro tiene buen andar. Un acurdo perfecto del chassis, los elásticos y el pavimento la hace deslizar con acabada gentileza sin que las frenadas y contramarchas hagan perder su línea de desplazamiento.
     Pocas veces se puede encontrar una correspondencia tan aguda entre el dinamismo interno y vital de una conciencia y la movilidad mecánica y resonante de lo que la rodea. La intimidad lírica de este poeta se toca con la ferocidad automática de la urbe y crea, por disposición milagrera, una zona única por donde corre, desatado, un autobús y por donde suben el entendimiento estético, la ligereza mental y la curva aceleradora. Alfredo Ferreiro y el medio frenético y cambiante que lo envuelve para mecerlo forma una integración, de tal modo el vaivén nervioso del poeta refleja la andanza de las calles y reproduce el ritmo civilizado de un motor a explosión.
     Con una previsión polilateral que le hace adivinar todos los matices de la trepidación lejana; con una antenación segura y registradora que le hace percibir la pulsación íntima de los rodajes y del hormigón, Alfredo Ferreiro anda por el mundo, optimista y risueño, seguro de conocer todas las piezas y todos los resortes de la creación. El campo y la ciudad, la lluvia y el buen tiempo, el sol y los faros todo es desarmado y desquiciado por el ingenio mecánico de este poeta.
     EL HOMBRE QUE SE COMIO UN AUTOBUS es un libro de humorismo, de poesía y de movimiento. Su autor es un poeta que corre muy ligero y que no choca nunca. El brillo insolente de sus paradojas causa el horror de las lechuzas, de las beatas y de los empresarios de exhibiciones.
     Ferreiro, civilizado y hedonista de especie nueva, conoce la delectación de la vida moderna. El cambión, la moto, el Packard, el charleston con hélice de aeroplano, la Ortofónica, la radio, el ajedrez aplastado por un jazz, la máquina de escribir debajo de un ventilador y un elefante de marfil, made in Japan, son pequeños juegos que le alargan el paso y le prolongan la sonrisa.