Pilatos

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​Pilatos​ de Emilia Pardo Bazán


Siempre será deprimente el espectáculo de una casa de locos, aunque no falta quien las visite «para distraerse». De éstos era mi amigo Lucio Gris, y en el viaje que realizamos juntos por algunas provincias españolas, él planeando y yo recogiendo apuntes y bocetos, se empeñó en incluir entre lo que «debe verse» los manicomios.

Hubo que complacerle, y desfilaron ante nuestra sensibilidad los furiosos pasionales, los perseguidos, las histéricas sobreagudas, los inventores del movimiento continuo y de barcos submarinos perfectos, los megalómanos que se creen emperadores y archimillonarios, y las delirantes que se jactan de que las pretende el rey...

Al pronto, me aburría melancólicamente el cuadro; por último, como mi naturaleza es adaptable y hay algo de atractivo para un pintor en lo extraño, empezó a interesarme la locura, y un día llegué a dudar si ciertos locos son por verdadera lesión cerebral o sólo por inadaptación a la locura colectiva de sus contemporáneos.

El manicomio donde me planteé esta interrogación fue el de una ciudad no muy populosa, cobijada en la falda de una sierra. El firmamento, que se extiende como regio pabellón sobre esta ciudad devorada de sol y polvo, es color de añil, y adquiere al anochecer una magnificencia transparente, de piedra preciosa, contrastando con la tierra, que es reseca y anaranjada, árida y dura. Los picachos montañosos que la dominan imponen al ánimo, y por sus quebradas abruptas trepa una vegetación semiafricana sin lozanía, a pesar de los vivos riachuelos que desatan sus aguas cristalinas entre escuetos riscos.

-¿Ve usted -me dijo el director del manicomio, médico joven y de trazas de vividor- el pico más alto, el que llamamos Peña del Centinela? En su base existe una cueva antigua, donde se refugiarían, ¡vaya usted a saber!, pastores o bandoleros, y en esa cueva oraba el alienado que hará unos días hemos recogido aquí. Le tenemos recluso, temiendo si se le deja suelto que se escape a su guarida otra vez. Fuera de eso no hará daño ninguno. Al contrario, le tengo por altamente inofensivo, y a usted, señor artista, le hará gracia.

Diciendo así, abrió la puerta de la celda y vimos a un hombre alto y flaco, arrodillado, que se incorporó y se volvió. Al rayo solar que cruzaba los hierros de la reja le vimos perfectamente. El envejecimiento prematuro de los locos obliga siempre a descontar diez años de los que parecen tener; calculé que en vez de cuarenta o más que representaba, sólo contaría treinta y tres o treinta y cuatro. Lo primero que admiré fue su barba y su cabellera. Luengas, negrísimas, con algunos hilos canosos, brillantes y finos, caían sobre el pecho desnudo y las espaldas tostadas, enjutas, envolviendo casi el torso. Aquel tusón color de endrina, aquellas vélidas barbazas de solitario, hacían resaltar los grandes ojos morunos, hermosísimos, y la delicadeza de las facciones, de tipo semítico puro. Mi primera involuntaria exclamación fue:

-¡Qué modelo para un Cristo en el desierto, después del ayuno de los cuarenta días!

¿El loco oyó? ¿Entendió? Lo que sé es que giró hacia nosotros sus pupilas amplias, y nos echó una mirada reposada, serena, distante, en que creí ver algo de piedad y de reconvención amorosa...

-¿Está contento aquí? -le preguntamos maquinalmente.

Tendió las manos, largas y exquisitas, aunque curtidas como el resto de su tez, y respondió apacible:

-Donde Él quiera que esté, contento estoy. Yo me había retirado a la sierra, porque era la voluntad de mi Padre. ¡La sierra es muy hermosa! Hay en ella pájaros, ovejas, árboles, fuentes, y el vivir allí no bastaría para penitencia. ¡Por eso valdrá más estar aquí!

Una nube de melancolía veló los ojos vastos y profundos, que se dirigieron hacia la ventana, hacia el sol y la libertad.

-¿Qué vida hacía en la sierra? -pregunté, no sé si a él o al director.

Fue éste el que contestó. El loco había caído en ensimismamiento, y callaba, contemplándonos fijamente.

-Según parece, ¿verdad, amigo Manuel?, en la sierra rezaba muchas horas. Otras, se las pasaba en meditación, al pie de una encina o al lado de un manantial, oyendo correr el agua. Los pastores le daban de limosna un poco de leche, o queso duro, o cecina de carnero, o un mendruguillo. Jamás quiso admitir moneda. ¿Digo bien?

El loco afirmó gravemente:

-Moneda, no.

-Cuando había enfermos en las majadas, bajaba de su risco a exhortarlos. ¿Qué les decía?

-Les decía -declaró el demente- la verdad: que el vivir no importa nada; que la vida más larga dura poco, y la más feliz es amarga; que este mundo es el destierro, y que muriesen contentos, porque verían la cara del Padre.

-¿Y... no salía usted nunca de la sierra sino para visitar a los pastores? -insistí.

-Sí, ha salido... -pronunció benignamente el director-. Si no acierta a salir, no sabríamos nada acerca de él. Pero es el caso que, en esta Semana Santa, tuvo el capricho de visitarnos... ¿Verdad, Manuel, que quiso usted darnos una sorpresa?

El loco afirmaba con la cabeza que sí. Y su acento grave, parecido a las hermosas voces de bajo que a veces se oyen en los coros de las catedrales, declaró:

-Vine por orden del Padre.

-Naturalmente...

Y el director nos hizo un guiño que indicaba que cortásemos la conversación y nos despidiésemos. Ya en el patio, donde nos abanicaban las ramas de una acacia, sentados en un banco, comentamos al loco.

-Parece -el director tiene la palabra- que es un antiguo seminarista... Monomanía religiosa... Imagínense el alboroto cuando se apareció por las calles, medio desnudo, con una cruz muy pesada de madera tosca, a cuestas... No, y crea usted que la escena hubiese seducido a un pintor como usted. Era justamente la tarde del Jueves Santo, y la procesión se tropieza al bueno de Manuel porteando su cruz, y se para. Él parecía otra efigie, otra escultura española, así quieto, mirando como arrebatado al Nazareno que se alzaba sobre las andas, y no sé si de propósito o casualmente, imitando su actitud y hasta la expresión de su rostro. La gente estaba asombrada, emocionada: pero los señores que alumbraban en la procesión, indignados de la parodia. Allí mismo se le detuvo y dieron con él en la cárcel; luego se cayó en la cuenta, y nos lo remitieron aquí. Asegura que él bajó al pueblo para que la gente se acordase del Padre y del Hijo, a quienes tenemos, según dice, completamente olvidados. Había que ver la cara del alcalde, que es un fabricante de conservas, al reprender a Manuel: «¡Se había usted propuesto alterar el orden!». Yo sentía una inquietud infinita. De buena gana hubiese dado de puntapiés a la puerta de la celda y sacado a Manuel, enviándole a su sierra libre y luminosa, después de darle un abrazo fraternal. ¿Qué opina usted del demente? -insistió el director, que iba a permitirse el lujo de fumar un cigarro, descansando un momento de sus deberes profesionales.

-¡Yo -declaré en tono significativo- no hallo culpa en este hombre!

El médico me miró, comprendiendo.

-Se me figura lo mismo... Pero lavo mis manos. ¡Qué quiere usted!