Pipá: 02

De Wikisource, la biblioteca libre.
Ir a la navegación Ir a la búsqueda
Pipá de Leopoldo Alas
Capítulo II


Pipá era maniqueo. Creía en un diablo todopoderoso, que había llenado la ciudad de dolores, de castigos, de persecuciones; el mundo era de la fuerza, y la fuerza era mala enemiga: aquel dios o diablo unas veces se vestía de polizonte, y en las noches frías, húmedas, oscuras, aparecíasele a Pipá envuelto en ancho capote con negra capucha, cruzado de brazos, y alargaba un pie descomunal y le hería sin piedad, arrojándole del quicio de una puerta, del medio de la acera, de los soportales o de cualquier otro refugio al aire libre de los que la casualidad le daba al pillete por guarida de una noche. Otras veces el dios malo era su padre que volvía a casa borracho, su padre, cuyas caricias aún recordaba Pipá, porque cuando era él muy niño algunas le había hecho: cuando venía con la mona venía en rigor con el diablo; la mona era el diablo, era el dolor que hacía reír a los demás, y a Pipá y a su madre llorar y sufrir palizas, hambres, terrores, noches de insomnio, de escándalo y discordia. Otras veces el diablo era la bruja que se sienta a la puerta de la iglesia, y el sacristán que le arrojaba del templo, y el pillastre de más edad y más fuertes puños que sin motivo ni pretexto de razón le maltrataba; era el dios malo también el mancebo de la botica que para curarle al mísero pilluelo dolores de muelas, sin piedad le daba a beber un agua que le arrancaba las entrañas con el asco que le producía; era el demonio fuerte, en forma más cruda, pero menos odiosa, el terrible frío de las noches sin cama, el hambre de tantos días, la lluvia y la nieve; y era la forma más repugnante, más odiada de aquel espíritu del mal invencible, la sórdida miseria que se le pegaba al cuerpo, los parásitos de sus andrajos, las ratas del desván que era su casa; y por último, la burla, el desprecio, la indiferencia universal, especie de ambiente en que Pipá se movía, parecíanle leyes del mundo, naturales obstáculos de la ambición legítima del poder vivir. Todos sus conciudadanos maltrataban a Pipá siempre que podían, cada cual a su modo, según su carácter y sus facultades; pero todos indefectiblemente, como obedeciendo a una ley, como inspirados por el gran poder enemigo, incógnito, al cual Pipá ni daba un nombre siquiera, pero en el que sin cesar pensaba, figurándoselo en todas estas formas, y tan real como el dolor que de tantas maneras le hacía sentir un día y otro día.

También existía el dios bueno, pero este era más débil y aparecíase a Pipá menos veces. Del dios bueno recordaba el pillastre vagamente que le hablaba su madre cuando era él muy pequeño y dormía con ella; se llamaba papa-dios y tenía reservada una gran ración de confites para los niños buenos allá en el cielo; aquí en la tierra sólo comían los dulces los niños ricos, pero en cambio no los comerían en el cielo; allí serían para los niños pobres que fueran buenos. Pipá recordaba también que estas creencias que había admitido en un principio sin suficiente examen, se habían ido desvaneciendo con las contrariedades del mundo; pero en formas muy distintas había seguido sintiendo al dios bueno. Cuando en la misa de Gloria, el día de Pascua de Resurrección, sentía el placer de estar lavado y peinado, pues su madre, sin falta, en semejante día cuidaba con esmero del tocado del pillete; y sentía sobre su cuerpo el fresco lino de la camisa limpia; y en la catedral, al pie de un altar del crucero, tenía en la mano la resonante campanilla sujeta a una cadena como forzado al grillete; cuando oía los acordes del órgano, los cánticos de los niños de coro, y aspiraba el olor picante y dulce de las flores frescas, de las yerbas bien olientes esparcidas sobre el pavimento, y el olor del incienso, que subía en nubes a la bóveda; cuando allí, tranquilo, sin que el sacristán ni acólito de órdenes menores ni ínfimas se atreviese a coartarle su derecho a empuñar la campanilla, saboreaba el placer inmenso de esperar el instante, la señal que le decía: «Tañe, tañe, toca a vuelo, aturde al mundo, que ha resucitado Dios...» ¡ah!, entonces, en tan sublimes momentos, Pipá, hermoso como un ángel que sale de una crápula y con un solo aleteo por el aire puro, se regenera y purifica, con la nariz hinchada, la boca entreabierta, los ojos pasmados, soñadores, llenos de lágrimas, sentía los pasos del dios bueno, del dios de la alegría, del desorden, del ruido, de la confianza, de la orgía inocente... y tocaba, tocaba la campanilla del altar con frenesí, con el vértigo con que las bacantes agitaban los tirsos y hacían resonar los rústicos instrumentos. Por todo el templo el mismo campanilleo: ¡qué alegría para el pillastre! Él no se explicaba bien aquella irrupción de la pillería en la iglesia, en día semejante; no sabía cómo encontrar razones para la locura de aquellos sacristanes que en el resto del año (hecha excepción de los días de tinieblas) les arrojaban sistemáticamente de la casa de Dios a él y a los perros, y que en el día de Pascua le consentían a él y a los demás granujas interrumpir el majestuoso silencio de la iglesia con tamaño repique. «Esto -pensaba Pipá-, debe de ser que hoy vence el dios bueno, el dios alegre, el dios de los confites del cielo, al dios triste, regañón, oscuro y soso de los demás días»; y fuese lo que fuese, Pipá tocaba a gloria furioso; como, si hubiera llegado a viejo, en cualquier revolución hubiese tocado a rebato y hubiese prendido fuego al templo del dios triste, en nombre del dios alegre, del dios alborotador y bonachón y repartidor de dulces para los pobres.

Otra forma que solía tomar el dios compasivo, el dios dulce, era la música; en la guitarra y en la voz quejumbrosa y ronca del ciego de la calle de Extremeños y en la voz de la niña que le acompañaba, oía Pipá la dulcísima melodía con que canta el dios de que le habló su madre; sobre todo en la voz de la niña y en el bordón majestuoso y lento. ¡Cuántas horas de muchos días tristes y oscuros y lluviosos de invierno, mientras los transeúntes pasaban sin mirar siquiera al señor Pablo ni a la Pistañina, su nieta, Pipá permanecía en pie, con las manos en el lugar que debieran ocupar los bolsillos de los pantalones, la gorra sin visera echada hacia la nuca, saboreando aquella armonía inenarrable de los ayes del bordón y de la voz flautada, temblorosa y penetrante de la Pistañina! ¡Qué serio se ponía Pipá oyendo aquella música! Olvidábase de sus picardías, de sus bromas pesadas y del papel de bufón público que ordinariamente desempeñaba por una especie de pacto tácito con la ciudad entera. Iba a oír a la Pistañina como Triboulet iba a ver a su hija; allí los cascabeles callaban, perdían sus lenguas de metal, y sonaba el cascabel que el bufón lleva dentro del pecho, el latir de su corazón. Pipá veía en la Pistañina y en Pablo el ciego, cuando tañían y cantaban, encarnaciones del dios bueno, pero ahora no vencedor, sino vencido, débil y triste; llegábanle al alma aquellos cantares, y su monótono ritmo, lento y suave, era como arrullo de la cuna, de aquella cuna de que la precocidad de la miseria había arrojado tan pronto a Pipá para hacerle correr las aventuras del mundo.