Pueblo amodorrado

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Pueblo amodorrado[editar]

Cien años han pasado, desde la toma de posesión definitiva del suelo por Garay.

En los inmensos dominios pampeanos del poderoso propietario colonial, quedan agrupados en un solo punto, atados al yugo y laboriosos a la fuerza, los indios sometidos y los negros esclavos; y diseminados en la llanura, viven los criollos, despreciados y temidos a la vez por el amo español, que sólo los ocupa en la salvaje faena de la cuereada, medio nómadas, pobres, haraposos, manteniéndose de los animales que roban, si robar se puede llamar el tomar su parte de bienes proporcionados al hombre por la naturaleza, en demasía tal que no sabe que hacer con ellos.

Independientes y altaneros, se ven, con impaciencia creciente, excluídos de la posesión de la tierra en la cual han nacido y donde no les es permitido tener más que una miserable choza, tan inestable como el toldo del indio.

Y pasan los tiempos; y setenta años más han transcurrido, desde aquellos brumosos albores de la conquista, cuando los descendientes del rudo aventurero de ultramar sienten la imperiosa necesidad de afirmar organizándolo, su dominio sobre el suelo, cuya propiedad legitiman, más y más, los años que pasan, agregando el peso de la duración al derecho del primer ocupante; y también sobre sus habitantes, indios sometidos, negros esclavos y gauchos independientes.

Es menester, antes que todo, formar un centro de población, en el cual se junten y se arraiguen las familias diseminadas en el campo, vasallos errantes e inseguros; y por esto fue que se fundó, allá por los 1750, el pueblo que todavía hoy existe, edificándose primero una capilla y algunas casas, trazándose calles, nombrándose autoridades, sometidas estas a la voluntad suprema del amo poderoso y rapaz.

Y sobre la pequeña población, así formada en medio de la Pampa, ha pasado siglo y medio, lleno de revoluciones inauditas, en las ideas y en los hechos. El edificio vetusto del coloniaje se derrumbó, dejando sólo vestigios que, poco a poco, van deshaciéndose, cayendo en polvo y desapareciendo bajo la vegetación hermosa de la civilización invasora.

La tierra pampeana, explotada por los españoles como mera conquista que, para ellos, era, vino a ser saludada, un día, por los criollos, del nombre de patria; retumbó en ella el fragor de las batallas, hubo luchas intestinas y guerras civiles, crueldades y tiranías, hundimientos de potentados efímeros, sacudimientos terribles, gritos hermosos de entusiasmo y lágrimas de desolación, y, se sucedieron las generaciones, y con ellas, los progresos.

El pueblito ha dejado pasar todo esto en medio de la mayor calma, casi con indiferencia; perdido en la llanura, se ha hecho el dormido, protegido por su ancha faja de grandes propiedades que, a pesar de algunas particiones, han quedado todavía tan extensas y tan despobladas.

La misma llegada del ferrocarril no lo ha despertado. Como respetuoso de su sueño, la vía lo ha dejado a tres kilómetros, y sus habitantes, que apenas perciben el lejano silbido de la locomotora, todavía no piensan en aprovechar las facilidades de transporte que les viene a ofrecer, para empuñar el arado y cambiar en trigales y alfalfares sus campos incultos. No dejan de ser orgullosos de la feracidad natural de su suelo, pero no ha nacido en ellos la ambición de hacerlo más fecundo por el trabajo.

Las calles, en ciento cincuenta años, apenas se han alargado; la capilla se ha vuelto iglesia, pero de modestísima arquitectura; los árboles de la plaza han crecido; pero las veredas denotan una dejadez enteramente colonial; las calles son apenas transitables, y ningún jardinero cuida de embellecer la plaza. En 1875, recién se acordó una municipalidad patriota, de que, en 1810, había habido un cambio de gobierno digno de ser conmemorado, y mandó edificar una pirámide adornada con una estatua de la Libertad.

No habiendo agricultura, sino sólo ganadería, en los establecimientos que rodean al pueblo, el comercio carece de alimento; no hay casi tráfico en las calles silenciosas. El mate en la mano, parados en el umbral de la puerta, los vecinos miran a la calle, esperando que pase gente, para curiosear, pero nadie pasa. ¿Quién va a pasar? ¿para ir a dónde? Se habían abierto dos humildes fondas; una tuvo que cerrar pronto sus puertas, pues, con la otra, sobra.

No hay movimiento alguno de edificación; casas viejas, destruidas y musgosas, y tapiales medio derrumbados bajan de la loma en que se levanta el pueblo, como majada de ovejas sarnosas. Donde no hay fortunas, no puede haber casas lujosas; y ¿quién haría fortuna en medio de semejante inacción? Los propietarios ricos de los alrededores, sucesores aristocráticos, aunque criollos, de los desdeñosos españoles de la conquista, viven en la capital, y se acuerdan lo menos posible del triste pueblito, adormecido en medio de sus latifundia inertes, dejándolo envuelto en su fastidiosa quietud, apenas turbada por las politiquerías de caudillos imbéciles, y los cantos alegres de los gorriones, en los árboles de la plaza...

Se acabó la siesta larga; de la casa parroquial sale un presbítero; es el señor el cura. Con gestos amplios y majestuosos de su fina y elegante mano manca, de ocioso profesional, indica a los obreros ocupados en blanquear las paredes de la iglesia, lo que deben hacer.

Es español; y su actitud imperativa, llena de orgullo sacerdotal, en este ambiente de aspecto tan anticuado, por un momento, evoca el recuerdo de aquellos tiempos en que los clérigos de ultramar eran omnipotentes, en esas buenas tierras indianas, creadas por Dios, al parecer, para ser estrujadas eternamente por los parásitos de la metrópoli.