Puesto en el burro... aguantar los azotes

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Tradiciones peruanas
Tercera serie (1894) de Ricardo Palma
Puesto en el burro... aguantar los azotes


El padre Calancha y otros cronistas dan como acaecido en Potosí por los años de 1550 un suceso idéntico al que voy a referir; pero entre los cuzqueños hay tradición popular de que la ciudad del Sol sirvió de teatro al acontecimiento. Sea de ello lo que fuere, es peccata minuta lo del lugar de la acción, y bástame que el hecho sea auténtico para que me lance sin escrúpulo a llenar con él algunas cuartillas de papel.


I[editar]

Fue Mancio Sierra de Leguízamo, natural de Pinto, a inmediaciones de Madrid, un guapo soldado con todos los vicios y virtudes de su época, pero con un admirable fondo de rectitud.

Cuando Pizarro se dirigió a Cajamarca para apoderarse traidoramente de la persona de Atahualpa, quedó Leguízamo en Piura entre los pocos hombres de la guarnición. Por eso no figura su nombre en la repartición que el 17 de junio de 1533 se hizo del rescate del inca.

Al apoderarse los españoles del Cuzco y saquear el templo sagrado, cúpole a Leguízamo ser dueño del famoso sol de oro; pero tal era el desenfreno de esa soldadesca, que aquella misma noche jugó y perdió a un golpe de dados la valiosísima alhaja. Desde entonces quedó como refrán esta frase que se aplica a los incorregibles: Es capaz de jugar el sol por salir.

Sin embargo, siempre que el cabildo del Cuzco le honraba con una vara de regidor, olvidaba su pasión por el juego. En punto a moralidad, Mancio Sierra podía entonces ser citado como ejemplo; pero cuando dejaba de ser autoridad, volvía a manosear la baraja y a dar rienda suelta a su antiguo vicio.

Leguízamo evitó comprometerse en las contiendas civiles, y a esta conducta mañosa y prescindente debió acaso ser el único de los conquistadores que no tuvo fin trágico. Como él mismo lo dice en su testamento, fechado en el Cuzco el 13 de septiembre de 1559, con él moría el último de los compañeros de Pizarro. En ese curioso documento, que corre en la Crónica agustina y del que Prescott publica un trozo, Leguízamo enaltece el gobierno patriarcal de los incas y las virtudes del pueblo peruano, dejando muy malparada la moralidad de los conquistadores.

Leguízamo murió de médicos (o de enfermedad, que da lo mismo) y tan devotamente como cumplía a un cristiano rancio; pues la Parca cargó con él cuando contaba ochenta eneros, largos de talle.

Mancio Sierra de Leguízamo, según aparece del primer libro del cabildo o ayuntamiento del Cuzco, fue uno de los cuarenta vecinos que en 4 de agosto de 1534 hicieron a la corona un donativo de treinta mil pesos en oro y trescientos mil marcos de plata. Consignamos esta circunstancia para que el lector se forme idea de la riqueza y posición a que había alcanzado en breve el hombre que un año antes jugaba el sol por salir.

En la distribución de terrenos o solares, consta asimismo de una acta que existe en el citado libro del cabildo que a Leguízamo le asignaron uno de los mejores lotes.

Personaje de tanto fuste tuvo por querida nada menos que a una ñusta o princesa de la familia del inca Huáscar; y de estas relaciones naciole, entra otros, un hijo, cristianado con el nombre de Gabriel, al cual mancebo estaba reservado ser, como su padre, el creador de otro refrán1.


II[editar]

Había en el Cuzco por los años de 1591 una gentil muchacha, llamada Mencía, por cuyos pedazos bebían los vientos, no sólo los mancebos ligeros de cascos, sino hasta los hombres de seso y suposición. Natural era que el joven don Gabriel de Leguízamo fuera una de las moscas que revolotearan tras la miel, y tuvo la buena o mala estrella de que, para con él, Mencigüela no fuese de piedra de cantería.

Pero era el caso que don Cosme García de Santolalla, caballero de Calatrava y a la sazón teniente gobernador del Cuzco, era el amante titular de la muchacha, gastándose con ella el oro y el moro para satisfacer sus caprichos y fantasías.

Con razón dice el romance:


 «El amor es una cosa
 (Dios nos libre y Dios nos guarde)
 que hace perder los sentidos
 al que los tiene cabales».


No faltó oficioso que tomara a empeño quitar a don Cosme la venda que le impedía ver, y no fue poca la rabia que le acometió al convencerse de que tenía adjunto o coadjutor en sus escandalosos amores.

Paseaba una tarde el señor de Santolalla, seguido de alguaciles, por la plaza del Cuzco, cuando don Gabriel, al doblar una esquina, se dio con su señoría sin haber manera de esquivar el importuno encuentro. Sonriose burlonamente el joven y, haciéndose el distraído, pasó calle adelante sin siquiera llevar la mano al ala del chambergo. A don Cosme se le subió la mostaza a las narices, y gritó;

-¡Párese ahí el insolente, y dese preso!

Y a la vez los corchetes, gente brava cuando no hay peligro que correr se echaron sobre el indefenso joven diciéndole:

-¡Date, chirrichote, date!

Don Gabriel alborotó y protestó hasta la pared del frente; pero sabida cosa es que; antaño como hogaño, protestar es perder el tiempo y malgastar saliva, y que el que tiene en sus manos un cacho de poder, hará mangas y capirotes de los que no nacimos para ser gobierno, sino para ser gobernados.

No hubo santo que lo valiese, y el mancebo fue a la cárcel.

¿Les parece a ustedes que su delito era poca garambaina?

«¡Cómo! ¿Así no más se pasa un mozalbete por la calle, muy cuellierguido y sin quitarse el sombrero ante la autoridad? ¡Qué! ¿No hay clases, ni privilegios, ni fueros y todos somos unos?». Tal era el raciocinio que para su capa hacía el de Santolalla.

Aquel desacato clamaba por ejemplar castigo. Dejarlo impune habría sido democratizarse antes de tiempo.

Los poderosos de esa época eran muy expeditivos para sus fallos. A la mañana siguiente sabíase en todo el Cuzco que al mediodía iba a salir don Gabriel, caballero en un burro y con las espaldas desnudas, para recibir por mano del verdugo una docena de azotes, en el mismo sitio de la plaza donde la víspera había tenido la desdicha de tropezar con su rival y la desvergüenza de no saludarlo.

Los amigos del difunto Mancio Sierra se interesaron por el hijo, y llegó la hora fatal y nada alcanzaban los empeños, porque don Cosme seguía erre que erre en llevar adelante el feroz y cobarde castigo.

Don Gabriel estaba ya en la calle, montado en un burro semitísico y acompañado de verdugo, pregonero y ministriles, cuando llegó un escribano con orden superior aplazando la azotaina para el siguiente día. Era cuanto los amigos habían podido obtener del irritado gobernador.

El joven Leguízamo, al informarse de lo que pasaba, dijo con calma:

-Ya me han sacado a la vergüenza, y lo que falta no vale la pena de volver a empezar. El mal trago pasarlo pronto. Puesto en el burro... aguantar los azotes. ¡Arre, pollino!

Y espoleando al animal con los talones, llegó al sitio donde el verdugo debía dar cumplimiento a la sentencia.


III[editar]

Tal es el origen del refrán que algunos cambian con este otro: Puesto en el borrico, igual da ciento que ciento y pico.

Tres meses después, pasando al mediodía don Cosme García de Santolalla por el sitio donde fue azotado don Gabriel, éste, que se hallaba en acecho tras de una puerta, lo acometió de improviso, dándolo muerte a puñaladas.

Los vecinos del Cuzco auxiliaron al joven para que fugase a Lima, donde encontró en la ilustre doña Teresa de Castro, esposa del virrey marqués de Cañete, la más decidida protección. Merced a ella y a sus influencias en la corte, vino una real cédula de Felipe II, dando a don Gabriel por bueno y honrado y declarando, aindamáis, que en su derecho estuvo, como hidalgo y bien nacido, al dar muerte a su ofensor.