Relato del ciudadano colombiano Vicente Holguín

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Muy cerca lo he visto, puesto que de Lima a los campos de los últimos combates en La Rinconada (9 de enero), en San Juan y Chorrillos (13 del mismo) y en Miraflores y en otros puntos de la extrema derecha (15 del mismo), la distancia es tal que jefes, oficiales y soldados, cubiertos no de laureles sino de polvo, llegaban a esta ciudad cuando aún se oía los cañones del combate. Como complemento se hizo uso de la moderna y terrible invención de las minas y bombas automáticas, de las que se hallaban sembrados los .contornos de los principales fuertes como San Juan y El Solar.

Estas bombas, ocultas en la tierra, estallaban al sufrir presión y producían el formidable efecto de una mina. El inmediato y costoso descubrimiento que hicieron los chilenos de este medio de defensa no les arredró en las cargas, y a la bayoneta tomaron las alturas. Pero esas funestas bombas estaban destinadas a hacer inmensa la desgracia de los infelices heridos que quedaron en el campo, pues a causa del terror inspirado por las explosiones súbitas que destrozaron hombres y mujeres en busca de sus deudos, nadie se atrevió a recorrer esos parajes en donde los heridos agonizaban al lado de los cadáveres horrorosamente fétidos, que ni perros ni gallinazos fueron a devorar.

Episodio de horror indescriptible han tenido lugar con esos pobres heridos, abandonados con la más fría crueldad a dos leguas de una ciudad populosa, entre cuyos habitantes hubo millares excusados del servicio militar con la insignia de las ambulancias.

Los acontecimientos siguieron un curso rapidísimo. La noche aumentó con sus sombras la ansiedad del día. Las calles de Lima estaban silenciosas; el gas iluminaba una ciudad que parecía abandonada. Algún transeúnte apresurado, algún disperso rezagado o herido levemente, alguna camilla de ambulancia, era lo que de vez en cuando mostraban las calles o plazas silenciosas. Al mirar desde los techos hacia el campamento, el resplandor del incendio de Chorrillos contristaba el espíritu y esas llamas devoradoras de las suntuosas habitaciones de la aristocracia limeña —medida de guerra atroz, pero no inusitada— hubieran mantenido siempre en la memoria de todos un recuerdo execrado del vencedor, si las llamas que se levantaron después en Lima para consumar un crimen sin ejemplo, no hubieran hecho desear en la capital la presencia del mismo vencedor.

El 14 por la mañana la mayor parte de los extranjeros organizados en ambulancias se dirigían al palacio de la Exposición, en donde desde la víspera prestaban importantes servicios a los heridos que llegaban en el ferrocarril. Un movimiento general y un sordo rumor agitaban la multitud ahí reunida cuando el pito anunciaba desde lejos la llegada del tren de Miraflores, y las colonias tomaban sus camillas para recibir a los heridos o salían a buscarlos a los barrios apartados de la ciudad.

El 15 por la mañana, los ánimos presentían algo. Poco después del mediodía oyéronse cañonazos en el campamento. La ansiedad comenzó de nuevo, las carreras se multiplicaron, el temor general se pintaba en los semblantes. Miraflores, centro del combate, dista de Lima apenas dos leguas, razón más para que desde las tres de la tarde fueran numerosos los individuos del Ejército que entraban en la capital. Todos decían estar triunfantes.

El sol del 15 de enero se había hundido en el ocaso y con él la esperanza de cuantos dieron y recibieron abrazos por la prisión de Baquedano. Vino la noche y vinieron con ella los gruesos pelotones dispersos y los catorce batallones de la reserva, cuyos comandantes recibieron la orden de su jefe de Estado Mayor, coronel don Julio Tenand, de concentrarlos en la ciudad y disolverlos, sin haber disparado un solo tiro sobre el enemigo. El coronel Piérola no entró con ellos: era mucho lo que se había ofrecido a la capital y a las tropas y el triste resultado final estaba muy lejos de corresponder a tan pomposas promesas.

De las relaciones sobre los acontecimientos de esa tarde resulta que el inesperado combate se trabó porque los peruanos situados en los reductos de Miraflores violaron el armisticio. El combate apenas duró una hora.

En la mañana del domingo 16 se conocía perfectamente el desastre y se medía su magnitud. El recio y sangriento ataque de Miraflores, embestido por los chilenos furiosos por la inefidencia cometida, fue apenas medianamente sostenido por tres o cuatro batallones de la reserva y algunos restos del cuerpo de línea.

Si los ejércitos peruanos habían desaparecido como el humo de los combates, no así los peligros para la capital que abrigaba en su seno esos ejércitos desbandados, indisciplinados y con armas, y un populacho heterogéneo e híbrido de la peor especie. Para contrarrestar a semejantes elementos existía sólo un alcalde municipal nombrado a última hora; como si dijiéramos, a la grupa del dictador cuando éste trepaba hacia la sierra.

Hubiérase creído, en vista del considerable y variado número de banderas que ondeaban los techos, miradores, balcones, puertas y ventanas, que Lima engalanada se preparaba como en los días de sus frecuentes festivales a entregarse gozosa y aturdida a los placeres que la han enervado. Todas las banderas del mundo comercial flotaban en la capital peruana, menos las de Chile, Bolivia y el Perú... En los hospitales de sangre ondeaba la bandera de la Cruz Roja, y en los de caridad, casas de asilo, orfelinatos y demás establecimientos de beneficencia desplegábanse al viento grandes banderas blancas con una imagen de la Inmaculada Concepción.

El saqueo de tiendas, zapaterías y depósitos empezó muy temprano en algunas calles. En la muy extensa de Malambo, donde abundan negros y mulatos, hubo violencia desde las tres de la tarde; en el centro de la ciudad, desde las 5. Los depósitos de víveres robados fueron muy pocos: de chinos muy pobres, de algunos italianos. Los ricos almacenes de mercaderías asiáticas de las calles de Espaderos, Melchor Malo y Bodegones; algunos establecimientos europeos de ropa hecha y todas las tiendas y casas ricas de préstamos asiáticas de Zavala, Albaquitas, Paz-Soldán, Capón, Hoyos, Mercedarias y otras, fueron atacadas en la noche, antes de que las colonias extranjeras pudieran organizarse y prestar importantes servicios que salvaron la capital.

Los ladrones invadían las calles por todas partes y en grupos que vitoreaban al Perú y a Piérola, sin acordarse para nada de los chilenos, se dirigían a las calles escogidas que eran designadas a gritos por la turba. A las 8 de la noche un tiroteo nutridísimo se oía en toda la ciudad. Al principio fueron disparos hechos contra las cerraduras para forzar las puertas, o lanzados en todas direcciones como medio de intimidación. Pero desde las 10 se trabó combate que, en distintas partes, defendían las puertas de sus casas y tiendas desde los techos.

Pero aún no había llegado el momento solemne del incendio con que los malvados apoyaron la perpetración de sus crímenes. Ese pueblo de Lima, tan encomiado por su prensa, «cuyos pechos y cadáveres —decía— formarían una valla infranqueable para el invasor»; esos soldados que habían huido ante el enemigo, entraron a la capital a incendiar, a robar y a asesinar en sus hogares a los más laboriosos e indefensos de sus confiados huéspedes.

Muy laudables fueron los esfuerzos y la abnegación con la que la mayor parte de los extranjeros salvaron Lima. Las bombas francesa, inglesas e italianas, servidas por sus respectivas colonias y apoyadas por las demás, luchaban contra el incendio bajo el fuego de los que huyeron ante los chilenos.

Nada más horroroso que el siniestro cuadro que Lima ofrecía esa noche, y nada más propio para explicar y comprender los problemas de ese pueblo, que de tiempo atrás ha estado ocultando úlceras profundas con las lujosas galas en que ha derrochado sus ingentes riquezas.

Ahí estaba Lima incendiada por sus propios hijos; ahí estaba esa ciudad que hasta la víspera lanzaba a los cuatro vientos el denuesto contra sus enemigos, clamando porque entraran y la salvaran de una destrucción más vilipendiosa que el vencimiento y el perdón.

En la tarde del lunes 17 entraron a Lima los primeros batallones chilenos, que la salvaron ocupándola, y cuya actitud digna, circunspecta y grave, obra de la disciplina y de la contingencia de su fuerza, ha debido ser uno de los más severos castigos infligidos al Perú por el Supremo Juez de las Naciones.

El ejército de Chile hizo su entrada con una moderación que ponía de manifiesto la disciplina de los soldados y la sensatez de sus jefes, así como sus triunfos habían atestiguado su bien dirigida bravura. Los peruanos, mal de su grado, debieron sentir la superioridad de un enemigo que después de vencerlos les devolvía la seguridad de sus hogares, sin insultarlos siquiera con la risa burlona o la mirada compasiva de los fatuos.

¡Cuán diverso habría sido este cuadro final, si los sucesos de la guerra hubieran abierto las puertas de Santiago a caudillos y periodistas que proclamaban guerra sin tregua ni cuartel, y a batallones como los que, desbandados, incendiaron a Lima!

(Centro de Estudios Bicentenario. «Relato del ciudadano colombiano Vicente Holguín». Documentos históricos. (PHP). www.bicentenariochile.cl)