Ropa de abrigo

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Ropa de abrigo[editar]

Tiritando de frío, saltó del mancarrón el muchacho, con su botella en una mano y el pañuelo de algodón en la otra; pasó la rienda por la punta del poste, y, sacando el miserable cuerito de carnero que le servía de recado, entró con él en la pulpería, de miedo que se lo robasen.

Tenía los pies desnudos; la cabeza envuelta en un pañuelo descolorido, un sombrero todo deformado y agujereado, y en las espaldas, un ponchito miserable; una camisita rota y sucia y un pantalón corto completaban el ajuar, capaz de dar frío con su sola vista.

Colocó la botella en el mostrador, y recostándose en él, llamó con fiereza:

-¡Mozo!

Y repasaba con la mirada los estantes llenos de frazadas de algodón y de lana, de ponchos vistosos, de capas de paño azul y negro, de bombachas, pantalones y sacos de todas calidades, tamaños y colores.

¿Les tendría envidia a los que tenían bastantes pesitos para vestirse de los pies a la cabeza con tanta cosa de lujo? ¿Soñaría él en tener, algún día, un sombrero nuevo, un par de botas, medias de color, un chiripá grueso y un poncho de paño con forro de bayeta, elegante, abrochado sobre un saco de rico casimir?

En los ojos, no se le veía pintada más que indiferencia, al recorrer los estantes.

¿Para qué pensar en lo que no se puede conseguir?

El mozo, mientras tanto, muy ocupado en despachar copas de caña y de ginebra a media docena de reseros que acababan de hacer irrupción en la pulpería, no se apuraba en venir a despacharlo.

-¡Mozo! -volvió a gritar más fuerte el muchacho, golpeando el mostrador con una pieza de dos centavos.

Se dieron vuelta para mirarlo los gauchos y sonrieron.

Bien emponchados venían, como gente que viaja, la cabeza envuelta en pañuelos, unos de seda, otros de algodón; algunos con botas, los más con alpargatas, y zapateando de cuando en cuando, para quitarse el frío.

Un vecino de por ahí, paisano viejo, los acompañaba; llevaba -recuerdo de algún viaje al pueblo, seguramente, o regalo de su patrón- un sobretodo, ropa muy extraña en aquellos parajes. Muy cansado, el sobretodo, muy usado, con botones de diferentes parroquias; el género, antiguamente negro, al parecer, había de haber sido, después, verdoso, para lograr, al fin, su color actual: amarillento. En partes, llevaba remiendos de otros géneros, de colores más o menos aproximados al primitivo. El viejo tenía la cara risueña, y por la barba, muy blanca después de haber sido negra, en los mismos años muy lejanos, que el sobretodo también era negro, probablemente, se conocía que juntos habían envejecido y cambiado de color.

El muchacho era conocido suyo: lo saludó afectuosamente, y como había convidado con la copa a todos los reseros, agregó:

-¡Servite algo, muchacho!

Este lo miró un rato, medio serio, y repasando otra vez con la vista los repletos estantes de la tienda, dijo:

-¡Mozo, a ver una tricota!

-Qué tricota, ni qué tricota -contestó éste-: ¿tienes plata?

-¡Si me convidó el señor! -y todos se echaron a reír por la gracia del chicuelo.

¡Y qué bien le hubiera venido la dichosa tricota para guarecer sus pobres huesitos de la mordedura del pampero!

Le despacharon algunos centavos de aceite, media libra de yerba y media de azúcar: arregló todo en el pañuelo, se lo ató en la cintura y volvió a saltar en el petizo, alegre y sin tiritar ya, pues el sol de agosto, ya de regular fuerza, había derretido la helada, y con sus rayos le calentaba las espaldas, como la mejor ropa de abrigo.


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Nota de WS[editar]

Este cuento forma parte de los libros: