Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha: Capítulo XXXIII

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Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha de Alonso Fernández de Avellaneda
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Tomo II, Parte VII
Capítulo XXXIII

Capítulo XXXIII

En que se continúan las hazañas de nuestro don Quijote y la batalla que su animoso Sancho tuvo con el escudero negro del rey de Chipre, y juntamente la visita que Bárbara hizo al Archipámpano


Quedaron con Sancho contentísimos aquella noche el Archipámpano y su mujer, porque dijo donosas simplicidades; y no fue la menor decir, cuando vio subir la cena y que le mandaban asentar en una mesilla pequeña, junto a la de los señores, en la cual estaba una niña muy hermosa, hija dellos:

-Pues, ¡cuerpo non de Dios!, ¿por qué han de sentar a esa rapaza, tamaña como el puño, en esa mesa tan grande y la ponen delante esos platos, mayores que la artesa de Mari Gutiérrez, dejándome a mí en esa mesilla menor que un harnero, siendo yo tamaño como la tarasca de Toledo y teniendo tantas barbas como Adam y Eva? Pues si lo hacen por la paga, tan buenos son los dos reales y medio que tengo en la faltriquera para pagar lo que cenare, como cuantos tenga el rey y los que dieron por Jesucristo los judíos a Judas; y, si no, mírenlos.

Y, diciendo esto, se levantó y sacó hasta tres reales de cuartos, sucios y untados, y echólos sobre la servilleta de la señora; pero apenas lo hubo hecho, cuando, viendo que ella los iba a dar con la mano, pensando él que los quería tomar, los volvió a coger con furia, diciendo:

-Por Dios, no los dará golpe su merced que no haya yo muy bien cenado. A fe que le habían ya hinchido el ojo, como a la otra gordona moza gallega de la venta, a quien mi señor llamaba princesa. Y si no fuera porque no traía ella tan buenos vestidos como vuesa merced, ni esa rueda de molino que trae al gaznate, jurara a Dios y a esta cruz que era vuesa merced ella propria.

Solenizaron mucho la ledanía de simplicidades que había ensartado; y diciéndole el maestresala:

-Callá, Sancho, que para que cenéis más a vuestro placer os hemos puesto esa mesa aparte.

-Cuanto mayor fuere la que me tocare desos avechuchos -replicó Sancho-, más a mi placer cenaré.

-Pues empezad por este plato dellos -le dijo luego, dándole un buen plato de palominos con sopa dorada.

Comió ése y los demás que le dieron, tan sin escrúpulo de conciencia, que era bendición de Dios y entretenimiento de los circunstantes; y, viendo acabada la cena y que la señora aflojaba la gorguera o arandela, le dijo:

-¿No me dirá, por vida de quien la malparió, a qué fin trae esas carlancas al cuello, que no parecen sino las que traen los mastines de los pastores de mi tierra? Pero tal deben de molestarla todos estos podencos de casa, para que no sea menester eso y más para defenderse dellos.

Dicho esto, sacó otra vez el dinero, diciendo:

-Tome vuesa merced ahora, y páguese lo que fuere la cena; que no quiero irme acostar sin rematar cuentas; que así lo hacíamos siempre por el camino mi señor don Quijote y yo. Que esto, me decía el cura, mandan los mandamientos de la Iglesia, cuando mandan pagar diezmos y primicias.

Tomólos el señor, diciendo:

-Yo me doy por satisfecho, con lo que hay aquí, de lo que debéis de cena y cama, y aun mañana os daré también de comer a mediodía por ello, sin más paga.

-Yo le beso las manos por la merced -respondió Sancho-; que para esas cosas con hilo de arambre me harán estar más quedo que una veleta de tejado; y mire que le tomo la palabra; que, aunque sé que hago harta falta a mi señor, yo me disculparé con él, diciendo que no acerté la casa; cuanto y más que, cuando el hombre lleve media docena de palos por una buena comida, no es tanta la costa que no le salga demasiado de barato, y otras veces nos los han dado a mí y a él de balde y sin comida alguna.

Dieron orden en que le llevasen a acostar, haciendo lo mismo ellos, como también lo hicieron, después de bien cenados en su casa, el titular, don Carlos, don Álvaro, don Quijote y Bárbara; si bien sobremesa tuvieron su pedazo de pendencia, porque, diciéndole a ella el titular se aprestase para ir a visitar el día siguiente al Archipámpano y Archipampanesa, que la aguardaban, respondió ella escusándose no la mandasen salir en público delante personas; que era correrla demasiado y darla mucha prisa; que bien se conocía y sabía era, como les había dicho, una triste mondonguera, Bárbara en nombre y en cosas de policía; y que les suplicaba se diesen por satisfechos de la paciencia con que hasta allí había pasado con las pesadas burlas y fisgas que el señor don Quijote hacía y quería hiciesen todos della. No hubo oído esto él, cuando le dijo:

-Por cuanto puede suceder en el mundo, no niegue vuesa majestad, le suplico, señora reina Zenobia, su grandeza, ni la encubra diciendo una blasfemia tan grande como la que agora ha dicho; que ya estoy cansado de oírsela repetir otras veces, y no tomemos en la boca eso de mondonguera; que aun para mí sé yo claramente quién es y su valor, con todo, es necesario la conozca todo el mundo. Vaya Vuesa Alteza a hablar con quien el señor príncipe Perianeo y estos caballeros la ruegan; que entre damas tales cual la Archipampanesa y la infanta, su hija, ha de campear su beldad, pues yo salgo fiador que, en viéndola, la estimen y respeten en lo que merece y todos deseamos.

No se hizo, como cuerda, de rogar más, conociendo lo que debía a don Quijote, y que hasta entonces no le había ido sino bien en condecender con sus locuras, de que se llevaba, por lo menos, el pasar buena vida; y así, ofreció el ir. Venida la mañana, el Archipámpano salió a misa, llevando consigo a Sancho, al cual preguntó por el camino si sabía ayudar a misa, y respondió diciendo:

-Sí, señor; aunque es verdad que de unos días a esta parte, como andamos metidos tanto en este demonio de aventuras, se me ha volado de la testa la confesión y todo lo demás, y sólo me ha quedado de memoria el encender las candelas y el escurrir las ampollas; y aun a fe que solía yo tañer invisiblemente los órganos por detrás en mi pueblo divinamente, y, en no estando yo en ellos, todo el pueblo me echaba menos.

Riéronlo de gana, y, acabada la misa, volvieron a casa a comer y, después de haberlo hecho no sin muy buenos ratos que pasaron con Sancho, le dijo el Archipámpano:

-Yo, en resolución, quiero, señor Sancho, que de aquí adelante os quedéis en mi casa y me sirváis, ofreciéndome a daros más salario del que os da el Caballero Desamorado; que también soy yo caballero andante como él y he menester servirme de un escudero tal cual vos en las aventuras que se me ofrecieren; y así, para obligaros desde luego, os mando un buen vestido por principio de paga. Pero decidme, ¿cuánto es lo que os da por año el señor don Quijote?

A esto respondió Sancho:

-Señor, mi amo me da nueve reales cada mes y de comer, y unos zapatos cada año; y fuera deso me tiene prometido todos los despojos de las guerras y batallas que venciéremos; aunque hasta agora, por bien sea, los despojos que habernos llevado no han sido otros que muy gentiles garrotazos, como nos los dieron los meloneros de Ateca. Mas, con todo eso, aunque vuesa merced me añadiese un real más por mes, no dejaría al Caballero Desamorado, porque a fe que es muy valiente, a lo menos según le oigo decir cada día; y lo mejor que tiene es ser esforzado sin perjuicio ni daño de nadie, pues hasta agora no le he visto matar una mosca.

Replicó el Archipámpano diciendo:

-¿Es posible, Sancho, que si yo os regalase más que vuestro amo y os diese cada mes un vestido y un par de zapatos y juntamente un ducado de salario, no me serviríades?

Respondió él:

-No es eso malo; pero con todo, no le serviría sino con condición que me comprase un gentil rucio para ir por esos caminos; que sepa que soy muy mal caminante de a pie; y más, que habíamos de llevar muy buena maleta con dineros, porque no nos viésemos en los desafortunios que agora un año nos vimos por aquellas ventas de la Mancha; tras que, juntamente vuesa merced me había de jurar y prometer hacerme por sus tiempos rey o almirante de alguna ínsula o península, como mi señor don Quijote me tiene prometido desde el primer día que le sirvo. Que, aunque no tengo muy buen expediente para gobernar, todavía sabríamos Mari Gutiérrez y yo juntos deslindar los desaforismos que en aquellas islas se hiciesen. Verdad es que ella también es un poco ruda; pero creo que, desde que ando por acá, no dejará de saber algo más.

-Pues, Sancho -dijo el fingido Archipámpano-, yo me obligo a cumpliros todas esas condiciones con que quedéis en mi casa y traigáis a ella juntamente vuestra mujer para que sirva a la gran Archipampanesa, que me dicen sabe lindamente ensartar aljófar.

-Ensartar azumbres, dijera vuesa merced mejor; que a fe que los enhila tan bien como la reina Segovia, que no lo puedo más encarecer.

Pusieron en esto los señores fin a la plática por sestear un rato, habiendo dado aviso a algunos señores amigos para que acudiesen aquella tarde a gozar del entretenimiento que se les esperaba con el caballero andante, su dama y su escudero. La misma prevención hicieron don Carlos, el titular, su cuñado, y don Álvaro. Llegada, pues, la hora y aprestados los coches, se metieron en ellos con Bárbara, a la cual quiso llevar don Quijote a su lado; y con este entremés y no poca risa de los que los vían en el coche, llegaron a casa del Archipámpano; y subidos a ella y ocupando los ordinarios asientos los caballeros y las damas, entró por la sala don Quijote, armado de todas piezas, trayendo con gentil continente a la reina Zenobia de la mano. En viéndolos entrar, don Álvaro Tarfe se levantó y, postrado delante del Archipámpano, le dijo:

-El Caballero Desamorado, poderoso señor, y la sin par reina Zenobia vienen a visitar a Vuesa Alteza.

Apenas oyó Sancho el nombre de su amo, cuando se levantó del suelo, en que estaba asentado, y, corriendo para su amo, arrodillándose delante dél, le dijo:

-Sea mi señor muy bien venido, y gracias a Dios que acá estamos todos; mas, dígame vuesa merced, ¿acordóse de echar de comer al rucio la noche pasada? Que estará el pobre de asno con gran pena por no haberme visto de ayer acá; y así, le suplico le diga de mi parte cuando le vea, que les beso las manos muchas veces a él y a mi buen amigo Rocinante; y que por haber sido esta noche convidado a cenar y dormir, y hoy a comer, por solos dos reales y medio (¡ahorcado sea tal barato, plegue a la madre de Dios!), del señor Arcapámpanos, no los he ido a ver, pero que aquí en el seno les tengo guardadas para cuando vaya un par de piernas de ciertos mochuelos reales.

No hizo caso don Quijote de estos disparates, sino que fue caminando con gravedad, de la suerte que había entrado, con la reina Zenobia, hasta ponerse en presencia del Archipámpano, do, presentado, dijo:

-Poderoso señor y temido monarca; aquí en vuestra presencia está el Caballero Desamorado, con la excelentísima reina Zenobia, cuyas virtudes, gracias y hermosura, con vuestra buena licencia, tengo de defender desde mañana a la tarde en pública plaza contra todos los caballeros, por rara y sin par.

Con esto, la soltó de la mano, y mientras los circunstantes, admirados entre sí, celebraban unos con otros la locura dél y fealdad della, se volvió el amo al escudero a preguntarle cómo le había ido aquella noche con el Archipámpano y qué le había dicho de su buen brío, fortaleza y postura. En esto, se llegó Bárbara, llamada a donde los caballeros y damas estaban, do, puesta de rodillas, callaba vergonzosísima, aguardando a ver lo que dirían; los cuales tenían tanto que hacer en admirarse de la fealdad que en ella miraban, y más viéndola vestida de colorado, que no acertaban a hablarla palabra de pura risa; con todo, mortificándola cuanto pudo, le dijo el Archipámpano:

-Levantaos, señora reina Zenobia, que agora echo de ver el buen gusto del Caballero Desamorado que os trae, porque, siendo él desamorado y aborreciendo tanto a las mujeres como dicen que las aborrece, con razón os trae a vos consigo, para que, mirándoos a la cara, con mayor facilidad consiga su pretensión, si bien se podría decir por él el refrán de que qui amat ranam, credit se amare Dianam; pero, con todo, estoy en opinión de que, si fueran cual vos todas las mujeres del mundo, todos los caballeros dél aborrecerían su amor en sumo grado.

El que estaba más cerca de su esposa le preguntó qué le parecía de la señora reina Zenobia, que el Caballero Desamorado traía consigo por dechado de hermosura.

-Yo aseguro -respondió ella- que le den pocas ocasiones de pendencias los competidores de su beldad.

En esto, prosiguió el Archipámpano la conversación con la reina, preguntándole de su vida; y enterado de su boca de como se llamaba Bárbara y de lo demás tocante a su estado y su oficio y de la ocasión por que seguía al loco de don Quijote, le dijo él si se atrevería a quedar por camarera de su mujer, que necesitaba de quien le acallase una niña que le criaban, oficio que le parecía que ninguno le haría mejor que ella; la cual, escusándose con su poca capacidad y experiencia en cosas de palacio, tuvo luego al lado por abogado a Sancho, el cual salió a la causa diciendo:

-No tiene, señor, vuesa merced que pescudarla; que no saldrá el diablo de la reina del camino carretero de aderezar un vientre de carnero y cocer unas manecillas de vaca, pues no sabe otra cosa.

Y, llegándose a ella y tirándola de la saya colorada, que le venía más de palmo y medio corta, dijo:

-Abaje, señora Segovia, esa saya con todos los satanases, que se le parecen las piernas hasta cerca de las rodillas. ¿Cómo, dígame, quiere que la tengan por reina tan hermosa si descubre esas piernas y zancajos, con las calzas coloradas llenas de lodo?

Y, volviéndose al Archipámpano, le dijo:

-¿Por qué piensa vuesa merced que mi amo ha mandado a la reina Segovia que traiga las sayas altas y descubra los pies? Ha de saber que lo hace porque, como ve que tiene tan mala catadura, y por otra parte trae aquel borrón en el rostro, que la toma todo el mostacho derecho, quiere con esa invención hacer un noverint universi que declare a cuantos la miraren a la cara como no es diablo, pues no tiene pies de gallo, sino de persona, de que se podrán desengañar mirándole los pies, pues por la bondad de Dios los trae harto a la vergüenza, y aun con todo, Dios y ayuda.

Don Quijote le dijo:

-Yo apostaré, Sancho, que tienes bien llena la barriga y cargado el estómago, según hablas. Guarda no se me suba la mostaza a las narices y te cargue otro tanto a las espaldas, por igualar la sangre.

Respondió Sancho:

-Si tengo lleno el estómago, buenos dos reales y medio me cuesta.

Llegó a la que estaban en estos dares y tomares don Álvaro, y haciendo apartar a Sancho y a don Quijote a un lado, dijo al Archipámpano, haciéndole un grande acatamiento a la puerta de la real sala:

-Aquí está, excelso monarca, un escudero negro, criado del rey de Chipre Bramidán de Tajayunque, el cual trae una embajada a vuesa alteza y viene a hacer no sé qué desafío con el escudero del Caballero Desamorado.

En oyéndolo, respondió aprisa Sancho, perdido el color:

-Pues díganle luego, por las entrañas de Jesucristo, que no estoy aquí y que no me hallo agora para hacer pelea... Pero, ¡cuerpo del ánima de Antecristo!, vayan y díganle que entre; que aquí estoy aguardándole, y que venga mucho de noramala él y la puta negra de su madre; que yo, si me ayudan mi amo y el señor don Carlos, que me quiere del alma, me atrevo a hacerle que se acuerde de mí y del día en que el negro de su padre le engendró, mientras viva.

Hase de advertir aquí que don Álvaro y don Carlos habían dado orden a su secretario se tiznase el rostro, como lo hizo en Zaragoza, y entrase en la sala a presentarse a Sancho de la suerte que allá se le presentó a él y a su amo, continuando el embuste del desafío. Entró, pues, dicho secretario, tiznada la cara y las manos, y vestido una larga ropa de terciopelo negro, con una grande cadena de oro en el cuello, trayendo juntamente muchos anillos en los dedos y gruesos zarcillos atados a las orejas. En viéndole Sancho, como ya le conocía de Zaragoza, le dijo:

-Seáis muy bien venido, monte de humo; ¿qué es lo que queréis?, que aquí estamos mi señor y yo; y guardaos del diablo, y mirad cómo habláis; que, por vida de mi rucio, que no parecéis sino uno de los montes de pez que hay en el Toboso para empegar las tinajas.

El secretario se puso en medio de la sala y, sin hacer cortesía a nadie, volviéndose a don Quijote, después de haber estado un rato callando, dijo desta manera:

-Caballero Desamorado, el gigante Bramidán de Tajayunque, rey de Chipre y señor mío, me manda venir a ti para que le digas cuándo quieres acabar la batalla que con él tienes aplazada en esta corte, porque él acaba de llegar ahora de Valladolid, de dar cima a una peligrosa aventura, en que ha muerto él solo más de docientos caballeros, sin más armas que una maza que trae de acero colado. Por tanto, mandadme dar luego la respuesta, para que vuelva con ella al gigante, mi señor.

Antes que don Quijote respondiese, se llegó don Carlos a su negro y disfrazado secretario, diciéndole:

-Señor escudero, con licencia del señor don Quijote, os quiero responder como persona a quien también toca ser vengado de las soberbias palabras de vuestro amo; y así, digo por ambos, que la batalla se haga el domingo en la tarde en el puesto que Sus Altezas señalen, en cuya presencia se ha de hacer; y sea de la suerte y con las armas que vinieren a él más a propósito; y con esto os podéis ir con Dios, si otra cosa no se os ofrece.

El secretario respondió diciendo:

-Pues, antes que me vaya, quiero tomar luego en esta sala venganza de un soberbio y descomunal escudero del Caballero Desamorado, llamado Sancho Panza, el cual se ha dejado decir que es mejor y más valiente que yo. Por tanto, si está entre vosotros, salga aquí, para que, haciéndole con los dientes menudísimas tajadas, le eche a las aves de rapiña para que se lo coman.

Todos callaron, y, viendo Sancho tan general silencio, dijo:

-¿No hay un diablo que, ahora que es menester, hable por mí, en agradecimiento y pago de lo mucho que yo otras veces hablo por todos?

Y, llegándose al secretario, le dijo:

-Señor escudero negro, Sancho Panza, que soy yo, no está aquí por agora; pero hallarle heis a la Puerta del Sol, en casa de un pastelero, do está dando cabo y cimo a una grande y peligrosa aventura de una hornada de pasteles. Id, por tanto, a decille de mi parte que digo yo que venga luego a la hora de hacer batalla con vos.

-¿Pues cómo -replicó el secretario- siendo vos Sancho Panza, mi contrario, decís que no está aquí? Vos sois una gran gallina.

-Y vos un gran gallo -respondió Sancho-, porque queréis que yo esté aquí a pesar mío, no queriendo estar, por más que sea Sancho Panza, escudero del Caballero Desamorado y marido de Mari Gutiérrez; y si niego lo que soy, más honrado era san Pedro y negó a Jesucristo, que era mejor que vos y la puta que os parió, mal que os pese; y si no, decid al contrario.

No pudieron detener la risa los circunstantes del disparate, y, cobrando nuevo ánimo, prosiguió:

-Y sabed, si no lo sabéis, que estoy aguardando poco a poco a que me venga la cólera para reñir con vos; y creed bien y claramente que si deseáis con esa cara de cocinero del infierno hacerme menudísimas tajadas con los dientes para echarme a los gorriones, que yo, con la mía de Pascua, deseo haceros entre estas uñas rebanadas de melón para daros a los puercos a que os coman. Por tanto, manos a la labor; pero ¿de qué manera queréis que se haga la pelea?

-¿De qué manera se ha de hacer -replicó el secretario-, sino con nuestras cortadoras espadas?

-¡Oxte, puto! -dijo Sancho-, eso no, porque el diablo es sutil, y, donde no se piensa, puede suceder fácilmente una desgracia; y podría ser darnos con la punta de alguna espada en el ojo, sin quererlo hacer, y tener qué curar para muchos días. Lo que se podrá hacer, si os parece, será hacer nuestra pelea a puros caperuzazos, vos con ese colorado bonete que traéis en la cabeza y yo con mi caperuza, que al fin son cosas blandas, y cuando hombre la tire y dé al otro, no le puede hacer mucho daño; y si no, hagamos la batalla a mojicones; y si no, aguardemos al invierno que haya nieve, y a puras pelladas nos podemos combatir hasta tente bonete desde tiro de mosquete.

-Soy contento -dijo el secretario- de que se haga la batalla en esta sala a mojicones, como me decís.

-Pues aguardaos un poco -respondió Sancho-, que sois demasiado de súpito, y aún no estoy del todo determinado de reñir con vos.

Enfadóse don Quijote, y díjole:

-Por cierto, Sancho, que me parece tienes sobrado temor a ese negro, y así entiendo es imposible salgas bien desta hecha.

-¡Oh, mal haya quien me parió -replicó Sancho- y aun quien me mete en guerreaciones con nadie! ¿Vuesa merced no sabe que yo no vengo en su compañía para hacer batallas con hombres ni mujeres, sino sólo para servirle y echar de comer a Rocinante y a mi asno, por lo cual me da el salario que tenemos concertado? Tanto me hará que dé a Judas las peleas, y aun a quien acá me trajo. ¡Mirad qué cuerpo non de tal con vuesa merced! Estáse ahí el señor Arcapámpanos y su mujer con todo su abolorio, y el príncipe Perianeo y el señor don Carlos y don Álvaro con los demás, desquijarándose de risa, y vuesa merced, armado como un San Jorge, contemplándose a su reina Segovia, y no quiere que tenga temor estando delante de mi enemigo con la candela en la mano, como dicen. Igual fuera que se pusieran de por medio todos y nos compusieran, pues saben fuera hacer las siete obras de misericordia.

-Bien dices, Sancho -dijo don Álvaro-; y así, por mi respeto, señor escudero, habéis de hacer paces con él y desistir de vuestra pretensión y desafío, pues basta el que tiene hecho vuestro amo con el suyo, para que, en virtud dél, quede por vencido el escudero del señor que lo fuere de su contrario.

-A mí se me hace -respondió el secretario- muy grande merced en eso; porque, si va a decir verdad, ya me bamboleaba el ánima dentro las carnes de miedo del valeroso Sancho, y -replicó el secretario- no terné las treguas por firmes si juntamente no nos damos los pies.

-Los pies -dijo Sancho- y cuanto tengo os daré a trueque de no veros de mis ojos.

Y diciendo esto levantó el pie para dársele; pero, apenas lo hubo hecho, cuando lo tuvo asido el secretario dél, de suerte que le hizo dar una grande caída. Rieron todos, y salióse corriendo el secretario; tras lo cual se llegó don Quijote a levantar a Sancho, diciéndole:

-Mucho siento tu desgracia, Sancho, pero puédeste alabar de que quedas vencedor y de que a traición y sobre treguas, y lo que peor es, huyendo, ha hecho tu contrario esta alevosía. Pero si quieres te le traiga aquí para que te vengues, dilo, que iré por él hecho un rayo.

-No, ¡cuerpo de tal! -dijo Sancho-, pues peor librara si peleáramos mano a mano; y, como vuesa merced dice, al enemigo que huye, la puente de plata.

Avisaron tras esto que ya era hora de la cena, porque se les había pasado el tiempo sin sentir en oír y ver estos y otra infinidad de disparates; y, obligando el Archipámpano a todos que se quedasen a cenar con él, lo hicieron con mucho gusto, pasando graciosísimos chistes en la cena. Tras la cual, se fueron todos a reposar, unos a sus cuartos y otros a sus casas; solo Sancho, que se hubo de quedar en la del Archipámpano, medio mal de su grado.