Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha: Capítulo XXXIV

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Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha de Alonso Fernández de Avellaneda
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Tomo II, Parte VII
Capítulo XXXIV

Capítulo XXXIV

Del fin que tuvo la batalla aplazada entre don Quijote y Bramidán de Tajayunque, rey de Chipre, y de cómo Bárbara fue recogida en las Arrepentidas


Muchos y buenos días tuvieron no sólo aquellos señores, con don Quijote, Sancho y Bárbara, sino otros muchos a quien dieron parte de sus buenos humores y de los dislates del uno y simplicidades del otro; y llegó el negocio a término que ya eran universal entretenimiento de la corte. El Archipámpano, para mayor recreación, hizo hacer un gracioso vestido a Sancho, con unas calzas atacadas, que él llamaba zaragüelles de las Indias, con que parecía estremadamente de bien, y más, puesto con espada al lado y caperuza nueva; siendo menester, para persuadirle se la ciñiese, decirle le armaban caballero andante una tarde, por la vitoria que había alcanzado del escudero negro, dándole el orden de caballería con mucho regocijo y fiesta. Pero iba empeorando tan por la posta don Quijote con el aplauso que vía celebrar sus hazañas a gente noble, y más desque vio armado caballero a su escudero, que, movidos de escrúpulo, se vieron obligados el Archipámpano y príncipe Perianeo a cesar de darle prisa y a dar orden en que se curase de propósito, apartándole de la compañía de Bárbara y de conversaciones públicas; que Sancho, aunque simple, no peligraba en el juicio.

Comunicaron esta determinación con don Álvaro, y, pareciéndole bien su resolución, les dijo que él se encargaba, con industria del secretario de don Carlos, cuando dentro de ocho días se volviese a Córdoba, donde ya sus compañeros estarían, por haberse ido allá por Valencia, de llevársela en su compañía hasta Toledo, y dejar muy encargada y pagada allí en Casa del Nuncio su cura, pues no le faltaban amigos en aquella ciudad, a quien encomendarle. Añadió que se obligaba a ello por lo que tenía escrúpulo de haber sido causa de que saliese del Argamesilla para Zaragoza, por haberle dado parte de las justas que allí se hacían y haberle dejado sus armas y alabado su valentía; pero que era de parecer no se le tratase nada sin dejarle salir a la batalla de Tajayunque, porque, según la tenía en la cabeza, le parecía imposible persuadirle nueva aventura, no rematada aquella que tan desvanecido le traía; y que lo que se podía hacer era dar orden en que se aplazase y fuese el día siguiente, y para más aplauso, en la Casa del Campo donde se podría cenar para más recreación, convidando muchos amigos, pues tenía por cierto sería graciosísimo el remate de la aventura, que no esperaba menos del ingenio del secretario.

Agradóles a todos el voto de don Álvaro, y más el Archipámpano, el cual tomó a su cargo el proveer la cena y prevenir el puesto; sólo rogó a don Carlos le hiciese placer de procurar persuadir a Sancho se quedase en su casa y de traer juntamente a Mari Gutiérrez; que él se encargaba de ampararles y valerles mientras viviesen, porque gustaba mucho él, y su mujer, del natural de Sancho y estaban certificados que no era de menos gusto el de Mari Gutiérrez. Y, por que ninguno de los valedores de don Quijote y su compañía quedase sin cargo en orden a procurar su bien, le dio al príncipe Perianeo de que procurase con Bárbara aceptase el recogimiento que le quería procurar en una casa de mujeres recogidas, pues él también se obligaba a darle la dote y renta necesaria para vivir honradamente en ella.

Encargados, pues, todos y cada uno de por sí de hacer cuanto pudiese en el personaje que se le encomendaba, llegado el plazo señalado para la batalla de Bramidán, se fueron los dichos señores con otros muchos de su propia calidad a la Casa del Campo, do estaban ya otros haciendo estrado a las damas que con la mujer del Archipámpano habían ido a tomar puesto. Lleváronse los señores consigo a don Quijote, armado de todas piezas y más de coraje, Y con él a la reina Zenobia y a Sancho, llevando un lacayo de diestro a Rocinante, que con el ocio y buen recado estaba más lucio, y un paje llevaba la lanza. Estaba ya prevenido el secretario de don Carlos de uno de los gigantes que el día del Sacramento se sacan en la procesión en la corte, para continuar la quimera de Bramidán. Llegados al teatro de la burla y ocupados los asientos (tras un buen rato de conversación y paseo por la huerta) que dentro la casa estaban prevenidos, y puesto don Quijote en el suyo, se le llegó Sancho diciendo:

-¿Qué es, señor Caballero Desamorado? ¿Cómo va? ¿Están buenos el honrado Rocinante y mi discreto rucio? ¿No le han dicho nada que me dijese? Yo aseguro que no les ha dado mis recados; que no dejaran de responderme. Pero yo sé el remedio, y es desocuparme de los negocios de palacio y buscar tinta y papel y escribilles media docena de renglones; que no faltará un paje o pájaro, o como los llaman, que se los lleve.

Don Quijote le respondió:

-Rocinante está bueno, y ahí le verás presto hacer maravillas, luego que enfronte con el caballo indómito que trajere Bramidán; del rucio no te digo, hijo, sino que gusta mucho de la corte por lo poco que en ella trabaja y por lo bien que le va.

A eso replicó Sancho:

-Por ahí echo de ver que somos medio parientes, pues tenemos una misma condición. Porque le juro, mi señor, que en mi vida he comido mejor ni tenido mejor tiempo que desde que estoy con el Arcapámpanos; porque él no se le da más de gastar ocho y nueve reales cada día en comer, que a mí de comérmelos; y hame dado una cama en que duermo, que juro non de Dios no la tienen mejor las ánimas del limbo, por más que sean hijas de reyes. Sólo hay malo que con tanto regalo se me olvidan los negocios de aventuras y peleas. Pero ¿qué me dice destos zaragüelles de las Indias? La más mala cosa son que se puede pensar, porque por una parte, si no les ponéis treinta agujetas, se os caen por los lados; y por otra, si les ponéis todas las que ellos piden, no se comedirán a caerse en una necesidad si no las desatáis de una en una, aunque se lo supliquéis con el bonete en la mano, por más que os vean con el alma en los dientes traseros; tras que no se puede un hombre con ellas rebullir, ni abajar a coger del suelo las narices, por más que se le caigan de mocos. ¡Oh hideputa, y qué bellaca cosa son para segar! No me atrevería yo a segar con ellos doce hazas el día por todo el mundo; yo no sé cómo pueden los indios segar con ellos ni remecerse sin dar de ojos a cada paso. Yo creo que los pajes del Arcapámpanos deben de nacer allá en las Indias de Sevilla con estos diablos de pedorreras, según saltan y brincan con ellas. Yo no sé los caballeros andantes si las traían en aquellos tiempos; lo que sé decir de mí es que todas las veces que he de mear, he menester quitar una agujeta de delante, y aun después, con todo eso, por más que haga, se me cae lo medio adentro. Linda cosa son zaragüelles de mi tierra, pues si os da, trayéndolos, alguna correnza, apenas habéis desatado una lazada cuando ya están abajo. Mil veces le he rogado al Arcapámpanos se haga unos para él, como los míos, tan abiertos abajo como arriba, de buen paño de llorí, pues cuando mucho, no le costarán más de veinte reales, y con ellos andará hecho persona; y diciéndome que lo hará, nunca veo que lo efetúa.

Estando en estas razones, sintieron un grande rumor de los pajes que estaban a la puerta, y, sosegándolos a todos, don Álvaro mandó asentar a Sancho en el suelo, a los pies del Archipámpano; tras lo cual entró por la sala el secretario de don Carlos, metido dentro del gigante, el cual traía una espada de palo entintada, de tres varas de largo y un palmo de ancho. Apenas le vio Sancho asomar, cuando dijo a voces:

-Ven aquí, señores, una de las más desaforadas bestias que en toda la bestiería se puede hallar. Éste es el demonio de Tajayunque, que sólo para perseguir a mi amo ha más de cuatro meses que ha venido del cabo del mundo; y son tan endiabladas sus armas, que, sólo para que se las traigan, ha menester diez pares d bueyes; y si no, mírenle la espada, con que dicen que suele cortar un ayunque de herrero por medio. Miren, pues, ¡qué hará del pobre mi señor de don Quijote! Por las llagas de Dios, mande a todos me hagan placer de echarle de aquí con Barrabás, a que vaya a tener guerreación allá con la muy puerca de su madre. Y no piense nos va poco en ello, pues así partirá de un revés a diez o doce de nosotros, como yo con un papirote partiría el ánima de Judas si delante de mí viniese.

Mandóle don Quijote callar hasta ver qué era lo que quería, pues conforme a ello se le daría la respuesta. Puesto en medio el crecido gigante, dijo con mucha pausa, después de haber obligado a todos a que le diesen silencio, con volver buen rato la cabeza a todas partes:

-Bien habrás echado de ver, Caballero Desamorado, don Quijote de la Mancha, en mi presencia, cómo he cumplido la palabra que te di en Zaragoza de venir a la corte del rey católico a acabar delante de sus grandes la singular batalla que de tu persona a la mía tenemos aplazada. Hoy, pues, es el día en que los de tu vida han de acabar a los filos desta mi temida espada, porque hoy tengo de triunfar de ti y hacerme señor de todas tus vitorias, cortándote la cabeza y llevándola conmigo a mi reino de Chipre, do la pienso fijar en la puerta de mi casa con un letrero que diga: LA FLOR MANCHEGA MURIÓ A MANOS DE BRAMIDÁN. Y hoy es el día en que, quitándote a ti del mundo, me coronaré pacíficamente por rey de todo él, pues no habrá fuerzas que me lo impidan; y hoy, finalmente, es el día en que me llevaré todas las damas que en esta sala y corte están a Chipre, para que haga dellas a mi gusto en mi rico y grande reino, pues hoy comenzará Bramidán y acabará don Quijote de la Mancha. Por tanto, si eres caballero y tan valeroso como todo el orbe dice, vente luego para mí, que no traigo otras armas ofensivas ni defensivas más que esta sola espada, hecha en la fragua de Vulcano, herrero del Infierno, a quien yo adoro y reverencio por dios, juntamente con Neptuno, Marte, Júpiter, Mercurio, Palas y Proserpina.

Dicho esto calló; pero no Sancho, que se levantó diciendo:

-Pues a fe, don gigantazo, que si os burláis en llamar dioses a todos esos borrachos que decís y lo sabe la Santa Inquisición, que enhoramala venistes a España.

Mas don Quijote, lleno de saña y pundonor, se puso de pies en su presencia y, empuñada la espada, con mucha pausa y gravedad, comenzó a decirle:

-No pienses, ¡oh soberbio gigante!, que las arrogantes palabras con que sueles espantar a los caballeros de poco vigor y esfuerzo han de ser bastantes a poner un pelo de temor en mi indómito corazón, siendo yo el que todo el mundo sabe y tú has oído decir por todos los reinos y provincias que has pasado. Y echaráslo de ver en que he venido a esta corte solamente a buscarte, con fin de darte en ella el castigo que ha tantos años que tus malas obras tienen tan merecido. Pero ya me parece no es tiempo de palabras, sino de manos, pues ellas suelen ser testigo y prueba de la fineza de los corazones y del valor de los caballeros. Mas, porque no te alabes de que entre contigo en batalla con ventaja, estando armado de todas piezas y tú de sola tu espada, quiero, para mayor demostración de cuán poco te estimo, desarmarme y pelear contigo en cuerpo, y sólo también con espada; que, aunque la tuya, como se ve, es más grande y ancha que la mía, por eso es ésta regida y gobernada de mejor y más valerosa mano que la tuya.

Volvióse a Sancho tras esto, diciéndole:

-Levántate, mi fiel escudero, y ayúdame a desarmar; que presto verás la destruición que deste gigante, tu enemigo y mío, hago.

Levantóse Sancho respondiéndole:

-¿No sería, señor, mejor que todos los que en esta sala estamos, que somos más de doscientos, le arremetiésemos juntos, y unos le asiesen de los arrapiezos, otros de las piernas, otros de la cabeza y otros de los brazos, hasta hacelle dar en el suelo una tan gigantada, y después le metiésemos por las tripas todas cuantas espadas tenemos, cortándole la cabeza, después los brazos, y tras esto las piernas? Que le aseguro que, si después me dejan a mí con él, le daré más coces que podrán coger en sus faltriqueras y me lavaré las manos en su alevosa sangre.

-Haz lo que te digo, Sancho -replicó don Quijote-; que no ha de ser el negocio como tú piensas.

En fin, Sancho le desarmó, quedando el buen hidalgo en cuerpo y feísimo, porque, como era alto y seco y estaba tan flaco, el traer de las armas todos los días, y aun algunas noches, le tenían consumido y arruinado, de suerte que no parecía sino una muerte hecha de la armazón de huesos que suelen poner en los cimenterios que están en las entradas de los hospitales. Tenía sobre el sayo negro señalados el peto, espaldar y gola, y la demás ropa, como jubón y camisa, medio pudrida de sudor; que no era posible menos de quien tan tarde se desnudaba. Cuando Sancho vio a su amo de aquella suerte y que todos se maravillaban de ver su figura y flaqueza, le dijo:

-Por mi ánima le juro, señor Caballero Desamorado, que me parece cuando le miro, según está de flaco y largo, pintiparado un rocinazo viejo de los que echan a morir al prado.

Con esto, don Quijote se volvió para el gigante, diciendo:

-¡Ea, tirano y arrogante rey de Chipre?, echa mano a tu espada y prueba a qué saben los agudos filos de la mía.

Hízose, dichas estas razones, dos pasos atrás y, sacando la espada medio mohosa, se fue poco a poco acercando al gigante, el cual, viéndole venir, fue promptísimo en sacudir de sus hombros la aparente máquina de papelón que sobre sí traía, en medio de la sala, y quedó el secretario que la sustentaba vestido riquísimamente de mujer; porque era mancebo y de buen rostro, y, en fin, tal, que cualquiera que no le conociera se podía engañar fácilmente. Espantáronse todos los que el caso no sabían; pero don Quijote, sin hacer movimiento alguno, se estuvo quedo, puesta la punta de la espada en tierra, aguardando lo que aquella doncella, que él pensaba ser gigante, decía; la cual, reconoscidos los circunstantes, dijo a don Quijote sin moverse:

-Valeroso Caballero Desamorado, honra y prez de la nación manchega, maravillado estarás, sin duda, de ver vuelto hoy a un tan terrible gigante en una tan tierna y hermosa doncella cual yo soy. Pero no tienes que asombrarte, que has de entender que yo soy la infanta Burlerina, si nunca la oíste decir, hija del desdichado rey de Toledo, el cual, siendo perseguido y cercado del alevoso príncipe de Córdoba, levantador de falsos testimonios a su propria madrastra, le ha enviado a decir muchas veces estos días que sólo alzaría el cerco y le restituiría todas las tierras que su padre della había ganado, cuyo campo dicho príncipe como general regía, si le enviaba luego a su hija Burlerina, que soy yo, para servirse de mí en lo que fuese de su gusto, con condición de que había de ir acompañada de doce doncellas, las más hermosas del reino, y juntamente de doce millones de oro fino, el más fino que la Arabia cría, para ayuda de los gastos que en la guerra y cerco había hecho, jurando, si no lo cumplía, por los dioses inmortales, de no dejar en Toledo persona viva ni piedra sobre piedra. Viéndose reducido el afligido de mi padre a tanta necesidad, y que no podían sus fuerzas resistir a las del contrario, sino que le era forzoso morir él y todos sus vasallos en las crueles manos de tan poderoso enemigo o condecender con su inica condición, le envió a decir le diese cuarenta días de plazo para buscar en ellos las doce doncellas que pedía y aquella gran suma de dinero, y que si pasado dicho término no acudía con dicha cantidad, ejecutase en su reino el rigor con que le amenazaba. Constándole, pues, ¡oh invicto manchego!, a un tío mío, grande encantador y nigromántico, notable aficionado tuyo, llamado el sabio Alquife, el gran peligro en que mi padre, su hermano, y yo, su sobrina, estábamos, hizo un fortísimo encantamiento, metiéndome en este aparente gigante que aquí está tendido, y enviándome encubierta en él, por asegurar así mi honestidad, a buscarte a ti por todo el mundo, sin dejar reino, ínsula o provincia en que no te haya buscado. Y fue tanta mi ventura, que hallándote en Zaragoza, no hallé mejor medio para sacarte de allí y traerte a esta corte, que sólo dista doce leguas de Toledo, que fingir el aplazado desafío. Por tanto, ¡oh magnánimo príncipe!, si hay en ti algún rastro de piedad y sombra del infinito amor que a la ingrata infanta Dulcinea del Toboso tuviste, aunque ya eres el Caballero Desamorado, por las leyes de amistad que a mi tío Alquife debes y por lo que las esperanzas que en ti he puesto merecen, te suplico que, dejadas aparte todas las aventuras que en esta corte se te pueden ofrecer y todas las honras que en ella sus príncipes te hacen, acudas luego conmigo a la defensa y amparo de aquel afligido reino, para que, entrando en singular batalla con el maldito príncipe de Córdoba, le venzas y dejes libre de su tiranía a mi venerable padre, pues te juro y prometo por el dios Marte de ser yo mesma el premio de tus trabajos.

Calló, dichas estas razones, aguardando las que don Quijote le daría de respuesta; pero Sancho, que estaba totalmente maravillado, antes que su amo respondiese, dijo:

-Señora reina de Toledo, no tiene vuesa merced que jurar por el dios Martes ni Miércoles; que mi amo irá sin falta a matar a ese bellaconazo del príncipe de Córdoba, y yo sin falta iré con él. Por el tanto, váyase un poco delante y dígale al señor su padre como ya vamos, que nos tenga bien de cenar, y que a ese principillo nos le tenga, para cuando lleguemos, muy bien atado a un poste, en cueros; que yo le aseguro, si lo hace, de hacerle con esta pretina que se acuerde mientras viva del nombre suyo, y aun de los de su padre y madre.

Dio a todos notable gusto la disparatada respuesta de Sancho; pero suplió su simplicidad el peso de la que dio don Quijote, diciendo a la dama:

-Por cierto, señora infanta Burlerina, que no os ama ni estima quien así os hace andar en lo que yo, por más que sea mi grande amigo el sabio Alquife, vuestro tío; pues con menos prevenciones las hiciera yo para defender el reino de su hermano, vuestro padre, rey de Toledo, obligado de lo que le debo. Pero ya que se interpone el peligro de la libertad de vuestra noble y hermosísima persona, mayores serán las obligaciones que me moverán a acudir con gusto al remedio de la referida necesidad. Por tanto, respondo que iré en persona a dar favor y socorro a vuestro padre. Lo que queda que hacer es que veáis cuándo y cómo queréis que partamos; que prompto y dispuesto estoy yo de mi parte para ir luego con vos, para haceros vengada dese tirano príncipe que decís; que ya nos conocemos los dos, y aun deseo esta ocasión para que vea a qué saben mis manos; que desafiado le tengo, pero cual cobarde ha huido dellas.

El príncipe Perianeo, viendo la nueva aventura que se le había ofrecido a don Quijote y lo presto y bien que don Álvaro había entablado con el secretario de don Carlos el modo con que se podía facilitar el llevar a la Casa del Nuncio de Toledo a don Quijote, le dijo:

-Desde aquí desisto, señor Caballero Desamorado, de la pretensión de la infanta Florisbella de Grecia, sin querer entrar en batalla -con quien puede dar seguridad de vitoria a reinos enteros, estando aún ausente; y así, en público, me doy por vencido dese valor, con no poca gloria de vuesa merced, corrimiento mío y contento del príncipe don Belianís de Grecia.

Holgó mucho don Quijote destas razones y agradecióselas, dándosele por amigo; y lo mismo Sancho, que deseaba se escusase esta pendencia; el cual, por mandado del Archipámpano, se levantó y fue con mucho respeto por la infanta Burlerina, trayéndosela por la mano, de cuya vista rieron los caballeros y damas en estremo, conociendo era el secretario de don Carlos, y no mujer, como pensaban don Quijote y su escudero, que, viendo la risa de todos, no pudiendo sufrirla, dijo:

-¿De qué se ríen ellos y ellas, cuerpo non de quien las parió? ¡Nunca han visto a una hija de un rey puesta en trabajo! Pues sepan que cada día nos topamos yo y mi amo con ellas por esos caminos, y, si no, dígalo la gran reina Segovia. Lo que vuesas mercedes, señoras, han de hacer, es tenerse por dicho que ha de dormir esta infanta con una de vuesas mercedes esta noche; si no, ahí está mi cama a su servicio, que le beso las manos.

Levantáronse todos tras estas razones a cenar, desapareciendo el secretario. Hubo gran cena y mucha continuación en ella de los disparates de don Quijote y de Sancho; pero alabaron todos el parecer del Archipámpano cuando supieron trataba de enviar a Toledo a curar en la Casa del Nuncio a don Quijote. Y, volviéndose a sus casas en los coches, como habían venido, se quedó en la del Archipámpano Sancho, como solía, y Bárbara y don Quijote se fueron con don Carlos y don Álvaro a la del príncipe Perianeo. El cual, apenas estuvo en ella, cuando tomó tan a pechos el persuadir a Bárbara se recogiese en una casa de mujeres de su calidad, supuesto le estaba tan bien y era gusto del Archipámpano, que salía a pagar la entrada y a darle suficiente renta con que pasar la vida todo lo que le durase, que ella, convencida de sus buenas razones y conociendo cuán mal le estaba volver a Alcalá, do ya todos sabían su trato, tras verse sin tener qué comer ni partes para ganarlo con ellas, dio con no poca alegría el sí de hacer lo que se le pedía y perseverar donde quiera que la pusiesen; con que se efetuó su recogimiento dentro de dos días, sin que don Quijote pudiese entendello. Y cuando la hallaron menos sus diligencias, le persuadieron que las de sus vasallos habían podido sacarla encubierta secretamente de la corte y volverla a su reino.