Semblanzas: 199

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MON, DON ALEJANDRO.[editar]

Por Madrid.


Este es el Santo tutelar de la falange turronera, y el patrono de tantas cabezas de calabaza como están encargadas de manejar la Hacienda de España. ¿Dónde y cuándo saludó V. S. los rudimentos de la ciencia económica?

Dicen que S. S. se dedicó á la Iglesia, y estando ordenado de cuatro grados y tonsura hizo oposición á un curato. ¡Cuánto se habría ahorrado la nación si lo hubieran llegado á ordenar in sacris! No vamos á escribir su biografía, y por tanto nos limitaremos al tiempo presente.

El señor Mon es un empírico que carece absolutamente de instrucción para el manejo de los asuntos públicos; pero tiene tanta osadía que de todo habla, todo lo acomete y todo lo resuelve. No es estadista, pero tiene la pretensión de regir el país con cierta política peculiar suya, y aun lo hemos de ver presidir el consejo de ministros. No es economista, pero inventó un sistema tributario tan ingenioso, que hizo cargar á la Nación con varias contribuciones nuevas, sin suprimir las antiguas. No entiende una palabra de crédito, pero hace por sí, y ante sí emisiones de dos mil millones de reales de deuda activa, dejando, sin embargo, á la Nación tan entrampada como antes.

Si hubiera otro ministerio cuyo desempeño fuera más difícil y complicado que el de Hacienda, ese sería el que serviría el señor Mon de buena gana; porque el desorden, la confusión, el caos, son el más análogo elemento para el temperamento de su señoría. Sus estudios están calcados en las buenas reglas que establece el célebre Timón, hablando de las cualidades que debe tener un buen ministro de Hacienda, y en esto ha hecho algunos adelantos.

«Debe poseer por completo, dice aquel, toda la sinonimia del vocabulario de crédito; el ordinario y el extraordinario, el adicional y el complementario, el suplementario y el variable, y el facultativo y sobre todo el aumentativo. ¡Noble y magnífica lengua es la de los impuestos! Lengua antigua y siempre nueva que los contribuyentes, gentes de cabeza dura, jamás han podido aprender, y que los que cobran han enriquecido incesantemente con ingeniosas palabras, con giros y acepciones á su modo, poniéndole artísticamente grupos de cifras que hacen el más bello efecto. En fin un excelente ministro de Hacienda debe saber confeccionar un presupuesto en donde la parte expositiva, los considerandos, los títulos, los capítulos, los artículos, los números y los ceros, las divisiones y subdivisiones, las distinciones y subdistinciones, se encuentren mezcladas y entrelazadas con un orden tan sabio, que solamente los sabios y muy sabios en contabilidad puedan descifrarlas, y que el resto de los mártires y contribuyentes se queden á obscuras sin entender una palabra.»

Todos estos buenos preceptos los aprendió el señor Mon fácilmente; pero hay otros que no solamente los ha aprendido sino que los ha perfeccionado. Dice Timon, por ejemplo, que un buen ministro de Hacienda debe saber pelar á los contribuyentes con mano ligera y delicada; y en los años en que están gordos y con buena lana debe cortársela lo mas próximo á la piel. El señor Mon, además de saber trasquilar muy bien á los contribuyentes, sabe desollarlos dejándolos vivos.

En el Congreso es de lo mas desembarazado y famoso que jamás se ha visto. Los días en que va preparado para un discurso de empeño, lleva una maleta-cartera atestada de papeles, que solo le sirven para tenerlos en la mano, llevando con ellos el compás como los maestros de capilla. Se levanta, tose, cruza las piernas, se rasca la cabeza (maña de....) y así como un prestidigitador pone en movimiento sus bártulos al empezar la función, así nuestro don Alejandro toma tres ó cuatro papelotes, los levanta al nivel de su cabeza y dice: «Señores diputados, aquí tengo las pruebas de que jamás ha estado la marina tan bien pagada como lo está hoy, desde los tiempos de Carlos III, y de que si no se construyen buques es porque no se encuentran maderas para ello.» ¡Bravo! contestan los turroneros que lo rodean. Seguidamente revuelve los papeles, prepara otra suerte, se levanta un poco las mangas para que vean que no hay trampa, escupe y exclama:

«El clero se queja de vicio por estar mimado, y si viene aquí diciendo que no cobra, sépase que es falso, si señores, completamente falso, pues de estos documentos que tengo en la mano resulta que en este año ha tomado noventa millones en libranzas. También he dado 400 millones al ejército, dos mil millones á los contratistas, setenta y dos al banco, ochenta á la casa real, ciento cinco al ministro mi cuñado, trescientos cuarenta que apliqué á la hacienda y... las rentas crecen, mi sistema tributario es un portentoso instrumento de explotación; y siendo indudable que toda nación es tanto más feliz cuanto mas se le exprime y se le saca, la España se encuentra hoy en el apogeo de su felicidad.» ¡Bravísimo! contestan los que forman coro, ¡que fuerte es don Alejandro! Este se limpia el sudor y el discurso está acabado.

Es rehecho como buen asturiano, de frente despejada y de mirada viva; la voz es cascada y desabrida; en su porte no tiene fausto; en su trato afecta toda la sinceridad de que carece; pero es el primer magnetizador del mundo, y si á un enemigo lo toma de la mano le comunica cierto fluido que lo adormece, si no lo seduce.