Suicidas anónimos

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​Suicidas anónimos​ de Rafael Barrett


Todas las ciudades populosas del globo ven de año en año aumentar el número de suicidios. Buenos Aires se contenta con tres o cuatro diarios; Nueva York, más civilizada, llega a veinte, a veinticinco, a treinta. Siempre hay algunos anónimos; un tiro suena en un solar de los suburbios; o bien al despuntar el alba los traperos descubren un despojo humano que cuelga de una verja. Es un muerto, y nada más. Es uno que se ha marchado dejando tan sólo un cadáver mudo, sin papeles en los bolsillos. Es uno que se ha llevado entero su secreto. Y por diez casos, si queréis, de suicidios que se deben a la degeneración, habrá uno en que la víctima -o el triunfador- es un hombre inteligente y sano; en que un alma fuerte ha hecho su balance, y ha encontrado preferible el silencioso abismo sin color y sin fondo al vil padecer de todos los días. ¿Cobarde? ¿Cuál es la cobardía mayor, temer la vida o temer la muerte? ¿Resignarse a lo conocido o afrontar el misterio? Matarse es una cobardía a la que pocos se atreven; el presidiario que intenta evadirse, horadando el muro, es más viril que el que se queda esperando órdenes en el calabozo, y me parece cosa grande convertir en llave el cañón de un revólver, y salir del mundo por el pequeño agujero de la sien.

Y hacer esto sin discursos, ¿no es soberbio? «Seul le silence est grand; tout le reste est faiblesse», dijo el sombrío Vigny; las «siete palabras» de los fanáticos, desde Jesús a Ravachol; de los filósofos, desde Sócrates a Goethe; de los guerreros, desde Leónidas hasta el oficial español que rodeado de carlistas les invita a fusilarlo de una vez: «¡Libradme pronto de vuestra presencia!»; las de los infinitos moribundos históricos, de los que se despiden del respetable público y de los que todavía se yerguen en el patíbulo para que los fotografíen, son interesantes y suelen ser ingeniosas, pero indignas de la muerte. No hay sepulcro ni epitafio a la altura del asunto. Las Pirámides, en su pretensión de luchar contra la Nada, se vuelven microscópicas: hacen reír. Admiremos el buen gusto de los que desaparecen por su voluntad y sin literatura.

Mejor sería que estos héroes vivieran. Vivirían si fueran religiosos, y también si tuvieran ideales terrestres. Las vírgenes de Esparta dieron en suicidarse, y la epidemia cesó en cuanto fue ordenada la exposición de sus cuerpos desnudos, como castigo póstumo. Virginia perece por no desnudarse. Un sentimiento bien cultivado hace despreciar por igual la vida y la muerte. Es pueril reprochar al cristianismo su falta de verosimilitud científica; el cristianismo sacó del dolor recursos maravillosos, y libró a los bárbaros de la negra pesadilla final; ¡cuántos, a cambio de evitar el aniquilamiento absoluto, elegirían el infierno! En el infierno se sufre, se conspira, se maldice, se vive. ¡Venga la inmortalidad, aunque sea la de la desesperación! Los atenienses, enamorados de lo perfecto, no se suicidaban; no querían perturbar con lo ignoto la armoniosa teoría de sus ritmos; no querían oscurecer la faz radiante de sus estatuas con la sombra del Enigma; negaron la muerte sonriendo; robaron la carne a las podredumbres, haciendo de ella una llama alegre, y cubrieron con una máscara de flores las fauces del horror. Tomaron de la Esfinge su cabeza de diosa, y sus voluptuosos pechos; no vieron el tronco bestial que se hundía en la noche. Nosotros no comprendemos siquiera lo perfecto; lo hemos reemplazado por lo infinito; estamos en viaje; no podemos detenemos, y nuestra única fe es la velocidad. Los dioses, Dios, lo bestial, la noche, la locura, todo lo hemos recorrido, a la luz glacial de la ciencia. ¿Y qué han de hacer los de tardo paso, aquellos para quienes la religión y la verdad son igualmente irrespirables? ¿Qué será el suicidio para ellos? ¡La última invocación al azar!

Les habéis dicho: «sois libres», y habéis creado la clase lastimosa de los ciudadanos libres que «se alquilan por pan», según la expresión bíblica; les habéis dicho: «hemos restablecido las posibilidades; el cualquiera tiene abierto el camino para ser rey; el mendigo para ser millonario», y habéis añadido a las viejas desdichas una esperanza absurda. El suicidio no es hoy signo de decadencia. Lo era en Roma; pero en Roma no eran los esclavos los que se suicidaban, eran los señores. Hoy no son los señores los que se suicidan; son, sobre todo, los esclavos. Y por mucho que volemos hacia el vago horizonte, quizá no nos desprendamos enseguida de los espectros que nos persiguen; quizá nos acompañen largo trecho los suicidas anónimos.


Publicado en "La Razón", Montevideo, 4 de mayo de 1909.