Un anarquista empedernido

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Los milagros de la Argentina
Un anarquista empedernido​
 de Godofredo Daireaux


Don Ramón Pérez, uno de los estancieros más ricos de la República Argentina, daba una fiesta espléndida a sus relaciones para celebrar el nacimiento de su décimo vástago.

La opulenta y señorial mansión, verdadero palacio edificado con todo lujo en plena Pampa y rodeada de las diez leguas cuadradas del mejor campo de los muchos que poseía, resplandecía con el fulgor de las iluminaciones. La luz eléctrica hacía relucir hasta entre los árboles del monte los mil brillantes de sus ampollas; los suaves acordes de varias orquestas diseminadas en el inmenso parque lleno de plantas raras encantaban los oídos, y los fuegos artificiales embelesaban con sus fugitivas lluvias de oro y de pedrerías las miradas atónitas de los paisanos. Para todos había alegría, regocijo y abundancia, pues D. Ramón Pérez, acordándose de sus principios humildes, siempre quería que, en lo posible, todos los que le rodeaban tuviesen su parte de los favores con que lo había colmado la fortuna.

Su riqueza colosal no lo había ensoberbecido; solía decir que era resultado más de su suerte que de su mérito, y si bien gozaba ampliamente de ella, no despreciaba a los que, menos afortunados, decía, habían trabajado quizá tanto como él sin enriquecerse, porque así lo había querido el destino. Ayudaba, cada vez que se le presentaba la ocasión, a los buenos trabajadores, dándoles los medios de adelantar y habilitándolos generosamente, sin exigir por su dinero la parte del león, considerando que si el trabajo personal vale poco sin el capital, éste, sin el esfuerzo del trabajador, vale menos aún, y que lo propio es que recíprocamente se hagan fructificar ambos.

Mientras los huéspedes de más alta posición social se divertían en los magníficos salones de su palacio, don Ramón, acompañado de su señora, quiso dar una vuelta por los jardines para cerciorarse por sus propios ojos de que también sus convidados más humildes, sus capataces, puesteros, peones y colonos festejaban en debida forma el feliz acontecimiento.

Todos los aclamaron con cariño, haciendo votos por su felicidad y por la salud del nuevo heredero, ya viejo de un mes, que llevaba en brazos una niñera para que lo viesen todos y lo empezasen a querer.

En un rincón algo apartado del monte sonaban los melancólicos acordes de una guitarra. Despacio, y solos, se acercaron don Ramón y su señora, y escondidos detrás del grueso tronco de un eucalipto, escucharon el canto, disponiéndose ya a aplaudir y a remunerar al cantor.

Pero pronto conocieron que éste no era criollo; su voz gutural, netamente ibérica, acentuaba con rudeza décimas extrañas llenas de exasperadas reivindicaciones, de rabiosas ironías y hasta de sanguinarias amenazas, que parecieron a don Ramón una verdadera profanación del rústico instrumento pampeano de cantar amores.

El cantor -y no cantaba mal ese loco- era un oficial carpintero español, a quien don Ramón había dado trabajo en la estancia, nada más que porque estaba muy pobre y medio muerto de hambre, después de haber sido expulsado de los talleres que lo habían ocupado, por sus ideas de un anarquismo tan vehemente, exaltado y desprovisto de oportunidad, que no podía ser, tanto para los patrones como para los demás oficiales, más que un peligro sin compensación.

En la estancia lo habían tratado muy bien: trabajaba en su oficio, haciendo jornadas tan cortas y de tan liviano empeño que las «ocho horas» de veras le hubieran podido, en otra parte, parecer largas; comía bien -había engordado- y cobraba un sueldo que por los pocos gastos personales que tenía le venía a formar, aun sin querer, un pequeño núcleo de ahorros.

Asimismo, parecía no soñar sino con la destrucción de todo Y de todos, hasta de los mismos que, con un poco de justicia, hubiera podido mirar como sus bienhechores; y soltaba, tirándolas como puñaladas, sus décimas de odio ciego, en raudal.

Don Ramón y su señora, primero se indignaron, y si ésta, toda asustada, no hubiese detenido a su marido irritado, puede ser que el cantor hubiera seguido con otro acompañamiento que el de la guitarra. Se sosegó por fin don Ramón y siguió mirando y escuchando. Vio que el auditorio era poco numeroso, casi todos peones y puesteros de la estancia, muy contentos con lo que ganaban y poco dispuestos a meterse en bochinches; lo que por su parte pronto debió comprender también el payador anarquista, pues cuando habló, ni más ni menos, en sus versos, que de repartir entre todos las haciendas y los campos del patrón Y de todos los patrones, los oyentes, que hasta entonces habían quedado admirados y callados, como ante algo completamente desconocido, empezaron a reírse y a titearlo en grande.

-«¡Ché, carpintero! ¿qué harías con tantos potros, vos que no sabés domar?» -le preguntó un gaucho.

-«Te quiero ver rondando de noche lo que te toque en el reparto» -dijo otro.

-«Sabe que sería lindo esto para hacerse de una majada; pero el patrón no va a querer».

-«¿Y a don Ramón, ché, qué le dejás? ¿la carreta vieja con que empezó a trabajar cuando llegó?»

-«Cuando la casa sea tuya ¿nos darás también fiestas y carne con cuero?»

-«¡Quién sabe si con el reparto no salimos perjudicados los puesteros a interés!»

-«¿Y por qué viniste a la Argentina, en vez de esperar el reparto en Galicia?»

-«No soy gallego -contestó secamente el carpintero-, soy catalán».

-«Bueno, y ¿no hay tierras en Cataluña?»

Iba a contestar el hombre algún disparate, cuando se hicieron ver don Ramón y su señora.

-«Pues, amigo -dijo, sonriéndose don Ramón ya del todo calmado,- yo soy gallego, y también he preferido venir a la Argentina, hace más de treinta años, que esperar allá el reparto de los bienes que predican ustedes. Y no me ha ido mal, pues, aquí me ha tocado un buen lote; pero ha sido sin perjudicar a nadie. Mañana le contaré cómo hice, y puede ser que usted vea que, lo mismo que yo, se puede enriquecer, sin reventar a nadie ni destruir nada, y al contrario, procreando y produciendo, sembrando felicidad y no ruinas. ¿No es cierto muchachos?»

-«¡Sí! ¡sí! ¡Viva el patrón! -gritaron todos a una,- ¡viva!»

Y conmovido saludó don Ramón Pérez a esa gente sin envidia que tan bien sabe perdonar su riqueza a los que la suerte ha hecho ricos, con tal que de ella les dejen conseguir lo poco que a cualquier hombre basta para no pasar en este mundo demasiadas necesidades.

Valentín, «el anarquista», como lo llamaban todos, hasta los que no se daban muy buena cuenta de lo que pudiera ser el anarquismo, se había levantado como los demás, al aparecer don Ramón con su señora, y la guitarra en la mano, entre avergonzado, rabioso y respetuoso, quedaba ahí, callado y cortado. Asimismo, el afán de destrucción propio de estos apóstoles tan extraviados por su ignorancia, que creen que destruir aun a ciegas, siempre es preparar la inmediata reedificación de algo mejor, de tal modo lo dominaba, que si hubiese estado la guitarra cargada de dinamita, seguramente vuelan todos.

Al día siguiente, Valentín estaba cepillando listones en el galpón, cuando se le acercó don Ramón, quien después saludarlo afectuosamente, le dijo que venía a cumplir con su promesa de contarle cómo se había enriquecido.

-«Se lo quiero contar -dijo,- no por vanidad y para alabarme, ni por el inicuo placer de inspirarle envidia, sino para mostrarle que la Argentina es capaz de hacer milagros, tantos y tan grandes que si, a cada rato, de algún pobrete trabajador puede hacer un millonario, también la creo muy capaz de tornar en el burgués más conservador al anarquista más empedernido.

-«¡Oh eso es otra cosa!» -murmuró Valentín entre dientes.

-«Empecé a trabajar de peón -siguió don Ramón,- en una tropa de carretas, y durante muchos meses, invierno y verano, por algunos pesos y la tumba, picaneé mis bueyes de Norte a Sur y de Sur a Norte, por la llanura, ora quemado por el sol, ora helado por el viento o mojado por la lluvia. Me desconocía la Pampa, como dicen los paisanos; fueron años duros los dos primeros que pasé en esta tierra, y no es de extrañar que tantos la maldigan, de los recién venidos que sin conocerle las mañas, creen que sólo por haber venido a América tienen que hacerse ricos en ocho días».

«En aquel tiempo, los indios eran los verdaderos dueños de la mayor parte de la Pampa y a menudo teníamos, en nuestros viajes, que hacerles frente y pelear con ellos; no por esto pagaba más a sus peones el dueño de la tropa, pues el riesgo del pellejo tácitamente entraba en el trato de conchabo, pero es oficio aquerenciador el de tropero y me gustaba. Además, por naturaleza, siempre he sido sujeto y poco me gusta cambiar, no siendo para mejorar de veras; y poco a poco, a medida que uno por uno, por un motivo u otro, se iban los compañeros, más confianza me criaba el patrón y más sueldo me pagaba.»

«Casi no gastaba nada y al cabo de tres años me encontré con bastante plata para ofrecerle al patrón, que ya era rico y se hacía viejo, comprarle parte de la tropa y de tomarla a mi cargo. Acabó por aceptar; y si bien largo y trabajoso me había sido juntar el señuelo, relativamente fácil fue adquirir el rodeo. Cada viaje ahora me daba, por mi parte, una regular cantidad, y con esa plata compraba más bueyes y más carretas, y cada día ganaba más. Mi socio se retiró: quedé yo solo con las carretas hasta que ya también pensé que sería mejor venderlas y arraigar mi vida en el primer campito que con su producto compré, lejano para todos, central para mí, acostumbrado a cruzar en todo sentido la Pampa, hasta sus límites extremos. Allí me sosegué, fundé mi hogar, y la compañera de mi fortuna de hoy ha sido la que también entonces me ayudó, a labrarla con su trabajo y su economía; lo mismo mis hijos que, a medida que han llegado a la edad de poder prestar servicios, todos lo han hecho, y entre ellos es que pienso repartir los bienes que, según usted, se deberían repartir entre otros que, al fin, no han hecho nada para merecer de ellos parte alguna. Como ya son diez y que, si Dios quiere, no ha nacido, todavía el último, quedará modesta la parte de cada uno.»

«Por mí, lo mismo que la carreta vieja que durante varios años manejé como peón y que conservo hoy como honrosa reliquia de mi pobreza y de mi labor pasadas, me parece justo descansar y gozar lo que es mío».

«Van treinta y más años que empecé a luchar contra los mil obstáculos que a sus primeros pobladores opone todo desierto: he peleado con los indios, arriesgando mi vida; he pasado a caballo las noches largas, frías y tormentosas, de ronda y de arreo; me han tocado privaciones de todo género, he sufrido fatigas, penurias y peligros sin cuento, y si cada día se ha hecho después mi vida más fácil, hasta llegar a ser lo que es hoy, lujosa y opulenta, no veo, amigo Valentín, que haya en ello crimen digno de tanto castigo. Me ayudó, es cierto, la suerte; pero también la ayudé yo, contribuyendo, a la par de otro, a fomentar el progreso general del país, que todo lo valorizó. ¡Cuántos de los que conmigo trabajaron han asegurado su porvenir! A todos he ayudado en lo que me ha parecido equitativo... y usted no será el primero a quien haya abierto el camino de la fortuna».

«Aquí están tres mil pesos; se los presto para que se establezca dónde y cómo mejor le parezca. Durante el primer año, no me devolverá nada; el segundo, lo que usted pueda, y según, entonces, le vaya, fijaremos plazos para el resto».

Y al decir esto, don Ramón tendía a Valentín la cantidad anunciada. Valentín, completamente turbado, vacilaba en aceptar. Callado, revolvía en su mente mil ideas contrarias. Ese dinero le parecía como el precio de su conciencia; aceptarlo, ¿no era como traicionar a sus correligionarios o renegar de sus convicciones? ¿No era volverse, como había dicho don Ramón, de anarquista, conservador? ¡Ser patrón él! ¡él que los quería destruir a todos!

Pero también rechazar la mano que generosa se le tendía, ¿por qué? No era seguramente para explotarlo; ninguna condición onerosa se le imponía, ni siquiera le hablaba don Ramón de intereses. ¿Sería, entonces, únicamente para convertirlo?

Contra esto se rebelaba furiosamente. Su amor propio se hubiera llevado la victoria, sin... la ambición siempre en armas y en acecho en un corazón valiente y joven.

Mal supo dar las gracias a don Ramón: experimentaba gratitud, pero criado en el odio y en la envidia, no podía ostentar aún, sino con cierta torpeza, esa gala de las almas delicadas.

Compró Valentín con el dinero prestado por don Ramón una carpintería ya establecida en el pueblo vecino, y como era hombre trabajador y hábil, prosperó rápidamente. En pocos años, pudo devolver el capital a su dueño y pronto agregó un aserradero al taller; ocupaba a muchos obreros y los trataba bien... para evitar, decía- ¡el sinvergüenza!- que se volvieran anarquistas; y al andar de los años se creó una situación tan holgada que casi rayaba en riqueza.

Un día don Ramón lo mandó llamar para pedirle aceptara el cargo vacante de juez de paz del partido; y se hizo de rogar muy poco, por la forma no más, y para que no hablara la gente. Pero ¿quién se iba a acordar que don Valentín hubiese sido jamás anarquista, cuando él mismo casi creía imposible ya que hubiese anarquistas en la Argentina?



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