Un desengaño (Reyes)

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​Un desengaño​ de Arturo Reyes


Rosario se sentó en la reja, adornada con sus trapitos de cristianar, su falda encarnada de franela, el ajustado cuerpecillo de franela también, pero de color gris con adornos en negro, cerrado en la garganta por un a modo de ceñido corbatín de raso y encajes; delantal azul de abullonados bolsillos y orlado de blanquísima randa; adornado el negrísimo pelo por doradas agujetas y algunas flores graciosamente prendidas entre los relucientes rizos; grandes aros de oro en las diminutas orejas; algunos ajustadores del mismo metal en los pequeñísimos dedos, y bien calzado el pulido pie por blancos brodequines de becerro de caladas punteras.

Rosario sentíase orgullosa de sí misma; habíase estado recreando durante casi una hora delante del espejo, sonriendo, entornando los ojos, ensayando el gracioso mohín, a cuyo imperioso mandato aparecíanle de modo inevitable dos graciosísimos hoyuelos en las redondas mejillas; mirándose y remirándose la nítida dentadura que, a no resultar tan manoseada la comparación, compararíamos a sartas de perlas orientales; los ojos, si no grandes, chispeantes de expresión y de malicia; sus cejas negras y de arco purísimo, y su tez de aterciopeladas suavidades y trigueñas entonaciones.

Cuando, retirándose de delante del espejo, fue a sentarse en la ventana, sentíase orgullosa -repetimos- de sus hechizos, avalorados por la ropa de las grandes solemnidades. Aquel día sí que no podría competir con ella Dolores la Tristona, y cuando Juan viera a las dos no vacilaría un punto más, y seguramente no terminaría la tarde sin que el hombre deseado se acercase por fin a su reja con el ruego en los labios y el enamoramiento en los ojos.

Rosario había preparado previamente la reja, y brillaban en los limpios tiestos recién regados la verde albahaca, algunos grandes clavelones que amenazaban romper a su peso los cimbradores tallos, y el jazmín, limpio de hojas secas, que se retorcía en floridas ramificaciones por entre los renegridos hierros.

Y sentádose que hubo Rosario y adoptada la postura más tentadora, fue su primera mirada para la reja de Dolores, cerrada herméticamente y sin que rama ni flor alguna la alegrara con sus colores y perfumes.

La tarde iba cayendo; los últimos rayos del sol otoñal iluminaban dulcemente la calle convertida en centro de reunión del vecindario; allí, en la casi totalidad de las puertas, habían formado su tertulia en pintorescas agrupaciones mozas y mozos, viejas y viejos, rapaces y rapazas; aquí, un zagalón retrepado en una silla contra la pared, punteaba diestramente en un mal guitarro unas bien interpretadas guajiras; allí, un chaval de indiscutible abolengo gitano ondulaba su cuerpecillo flacucho y suelto al compás del acorde palmoteo de sus camaradas, bailando uno de los tangos más en boga; acá, alrededor de una mesa colocada a la puerta de uno de los más ruines edificios, algunos jayanes de enormes tufos y mirar imponente jugábanse al dominó algunos cálices de peleón, y acullá, algunas mozas de vistosos pañuelos al talle y crujientes faldas de percal paseaban cogidas del brazo, no sin contestar con alguna que otra frase graciosa y oportuna a los que las piropeaban al paso con requiebros a veces capaces de hacer enrojecer las mejillas de la menos propensa a tales súbitos enrojecimientos.

Rosario, después de explorar la calle con sus ojos y convencida de que Juan todavía no lucía en ella su garbo y su irresistible caída de párpados, buscando con quien entretener la espera, díjole al señor Paco el Pegote, que, sentado en la puerta de su barbería, entreteníase en leer los anuncios de la cuarta plana de no recordamos qué periódico:

-Vaya, vecino, y qué engreío que está usté en la letura que ni las güenas tardes le quiée usté dar a las gentes.

El señor Paco levantó la cabeza, y ...

-¡No te había visto, portento! -díjole, incorporándose, y después de doblar cuidadosamente el periódico y de colocarlo sobre la silla, dirigióse hacia la ventana, andando con toda la majestad que le imponían sus sesenta años, su vientre enorme, sus también enormes y descolgadas caderas, su cuello redondo y apoplético, su semblante de mofletudas mejillas cuidadosamente afeitadas y su reluciente y venerable calva.

-¡Chavó, y qué lástima que no tenga yo ya velamen pa tanto bergantín goleta!

-Vamos, señó Paco, que yo no lo he llamao a usté pa que se le espese la saliva, que si yo lo he llamao a usté ha sío na más que pa que me dé conversación tan y mientras llega el que yo quisiera que me dijera esas cosas que usté me dice con tan retantísimo salero.

-Hombre, pos me gusta la frescura. ¿Y por qué no compras un loro de toos colores que te las diga?

-Calle usté, señó Paco; usté no sabe lo caro que cuestan esos avechuchos y lo mal que ando yo en la cuestión de parneses.

-Pos mira, ya que me tomas por loro, te voy a repetir lo que esta mañana dijo en mi tienda una persona que es de tu gusto desde el tacón al pelo, una presonita que a valerte a ti, la tendrías engarzá en oro de ley y corgaíta al cuello con una felpa granate.

-¿Y qué fue lo que dijo esa presona que tanto es de mi gusto?

-Pos esa presona dijo esto, chispa más, chispa menos: «Aquí, en esta mesma armá, hay dos pájaros que me traen a mí de cabeza, y si la una me gusta, por la otra prevelico; pero de aquí a mañana por la mañana estoy yo ya más entregao a uno de dambos que Cristo a los fariseos».

-¿Eso dijo? -preguntóle Rosario, aferrándose con ambas manos a los hierros de la reja y sonriéndole con toda el alma en los ojos al señor Paco el Pegote.

-Pero con tos sus puntos y con toas sus comas y toítos sus menesteres.

-¿Y no dijo cuál de los pájaros era para él de más estima?

-Lo dijo. Y si no lo dijo, lo dio a entender, porque como yo le hice la misma pregunta, me contestó el mozo: «Pos el que a mí me va a enjaular va a ser el que si tiée peor la pluma tiée mejor el canto, y yo, como tú cantas como los mismos ángeles, pos la verdá, yo apostaría quince afeitaos y otros quince cortes de pelo a la alfonsilla, que eres tú la que se lleva en el pico al mozo más pinturero y más jacarandoso y más presumío de la tierra mejor de España.

Rosario hablase quedado un momento pensativa; aquello de tener peor la pluma que Dolores no habíale sabido a mieles; peor la pluma ella que su rival, cuando su rival, ¿qué méritos tenía aparte de los ojos y del pelo?... Su cuerpo era una espingarda; además, tenía quebrado el color, demacrado el rostro, grande la boca... Verdá que la expresión de su cara tenía algo, algo que hacía que los hombres la miraran tanto casi como a ella...

-Parece que te ha puesto la noticia cavilosa -díjole el barbero-, y si yo te la he dao es porque he creío que te daba el listín con tu número premiao.

-No, si yo no me he puesto cavilosa.

Y Rosario enmudeció al ver aparecer de pronto a su rival en una de las ventanas del edificio que daba frente al suyo, con el pelo limpio y reluciente, peinado sin artificio; tristes y lánguidos los rasgadísimos ojos y contorneado el elegante busto por un pañuelo de crespón blanco de larguísimos flecos.

Y como si Dolores, desde su ventana, lo hubiera llamado de modo misterioso, no había hecho ella más que asomarse cuando desembocó en la calle Juan el Primores, mozo de gallardo talle, de brioso ademan y de rostro agitanado; hombre tan apasionado de sus méritos como de las hembras más de su gusto, vestido con típica elegancia, con abotinado pantalón, amplia americana, legítimo rondeño de alas rectas y alta copa; asomándole el ceñidor de seda azul por el entreabierto chaleco, arqueados y finos brodequines y llenos de tumbagas los dedos y de colgantes el grueso calabrote de oro, herencia, a juzgar por sus labores, de sus respetables antepasados.

El Primores avanzó, andando del modo que era usual en él y en los toreros al lucir, pisando la arena, el terno de luces, y llegado que hubo cerca de las ventanas, donde Dolores y Rosario lucían sus irresistibles atractivos, se detuvo un punto y exclamó, dirigiéndose al barbero, que al verlo llegar habíase separado de la de Rosario:

-Oiga usté, maestro, ¿me quiée usté jacer el favor de avisar pa que traigan el Santolio pa un hombre de cuerpo entero?

El barbero sonrió maliciosamente, y le repuso:

-Pos ya lo creo que sí. Pero ¿no podrías esperar jasta el anochecer?

-No, maestro -díjole el recién llegado-; sa menester que venga a escape, porque desde que he mirao esas dos ventanas estoy sintiendo los escalofríos de la muerte.

Y al decir esto señalaba las dos en que Rosario sonreíase sugestiva y triunfadora, y Dolores miraba a Juan, como siempre, con serena y lánguida expresión.

-Pos si no puées esperar, ¡más vivo! Pero anda, hombre, que yo me entere antes cuál de esos dos cimbeles es el que te recoge de lleno.

-Pos cuál ha de ser, eso por sabío. ¡Qué lástima que yo no me pueda partir en dos! Porque la verdá es que me da pena de dejar desesperaíta a una de dambas. ¡Por vía de la Malena, esto sí que es un hombre en un aprieto!

Y la vanidad se paseó en aquel momento por los ojos y por los labios del Primores en borbotones de luz y en jactanciosas sonrisas.

Rosario lo miraba no sin vaga inquietud; ella estaba casi perstiadida de que era a su ventana a la que íbase a arrimar seguramente Juan, pero ¿y si a éste el buen gusto se le iba a los talones y se le quitaba la vista y se iba a la reja de Dolores?

Al pensar esto se le sublevó el corazón y miró a la que era casi tanto como ella blanco de las miradas del hombre que mas le convenía, y la miró con rabia, con despecho, con desconfianza, como si a fuerza de mirarla de aquel modo pudiera quitarla de la ventana.

Dolores la miraba también, pero en su mirada notábase algo que hubiérase podido interpretar de compasión y de ironía.

-En fin, quien no se tira al agua no pasa el río. Voy allá, y que le conste a usté que usté será el padrino del primer nene que me traigan al mundo pa recreo de mis ojos.

Y dicho esto al barbero, Juan avanzó magnífico y triunfante, arrojó sobre Rosario una mirada de suprema piedad, acercóse a la reja de Lola y, deteniéndose delante de ésta en arrebatadora actitud, díjole, como pudiera decírselo un millonario a un pordiosero:

-¿Tendría usté tan buen corazón que le diera una limosna a un probetico desamparao?

Y mientras Juan esperaba la limosna y Rosario, lívida y descompuesta, hacía casi maleable con sus crispadas manos los hierros de la reja, y el barbero se pasaba asombrado la mano por la reluciente calva, Dolores contempló un instante de hito en hito al grande hombre, miró después con compasiva expresión a Rosario y después, sasando del bolsillo una moneda, arrojósela al Primores, diciéndole, siempre lánguida, siempre serena, siempre triste:

-Tome usté, hermanito, y que de provecho le sirva.

Y por primera vez en todos los años que llevaba asesinando hembras, se enteró Juan de cómo suelen las hembras darle a los hombres con las ventanas en las narices.

-¿Voy ya por el Santolio? -preguntóle, acercándose a Juan, el barbero con cómica gravedad.

Y gracias al Altísimo y a la mediación de una de las vecinas, no hubo aquel día que lamentar el desmondongamiento del señor Paco el Pegote, del más tripón, calvo y cachazudo de todos nuestros barberos.