Un grabado

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​Un grabado​ de Leopoldo Alas


Asistía yo a la cátedra de aquel profesor de filosofía, con un profundo interés que no me inspiraban las lecciones de tantos y tantos ilustres maestros que en la misma Universidad, Babilonia científica, exponían con entusiasmo y fuego de convicción unos, de soberbia, también convencida, otros, la multitud de sistemas, la inmensa variedad de teorías modernas que se disputan hoy el imperio del pensamiento. La gran ola positivista, la ciencia de los petits faits de Taine, predominaba; por cada curso de filosofía pura, había cuatro o cinco de historia crítica de la filosofía, y veinte de psicología fisiológica con estos o los otros nombres.

El doctor Glauben explicaba metafísica, y con todo el aparato metódico de las modernísimas tendencias, empleaba el curso en preparará los discípulos para comprender que había un Padre celestial. Esta idea, que en un salón del gran mundo, o en el seno de la familia admitirían la mayor parte de los profesores y de los estudiantes, era, en una cátedra de filosofía en una de las Universidades más ilustres del país más sabio, una verdadera originalidad que hubiera costado su fama de profundo pensador y muy experto hombre científico al Doctor Glauben, si los argumentos que en pro de su atrevida afirmación rotunda exponía fuesen determinadamente los de cualquiera de las clásicas escuelas deístas, que decididamente, estaban fuera del movimiento.

Pero lejos de considerar a Glauben como anticuado, estudiantes y profesores asistían a su cátedra, o leían sus artículos, con atención, con profunde interés; y más bien se caía al principio en la tentación de tacharle de amanerado, de demasiado innovador y revolucionario en filosofía, de amigo de encontrar caminos sin huellas; esto al principio, porque a las pocas conferencias se advertía que Glauben era todo sinceridad, que tenía en la cabeza un corazón, y que buscando con rigorosa lógica aquella idea de paternidad celestial, como explicación única racional del mundo, exponía la historia de su amor, el supremo anhelo de su existencia.

Sus armas de combate eran de la fabricación más moderna; luchaba con los más recientes adalides del positivismo discreto atenuado, con el mismo género de discurso y de fuentes auxiliares que ellos. Todos reconocían que no había sabio en el país que pusiera el pie delante a Glauben en punto a ciencia contemporánea; era sociólogo, psicólogo, naturalista, matemático, lógico, lingüista; estaba al tanto de los últimos descubrimientos; manejaba los petits faits como el primero; estaba de vuelta de todas las grandes ilusiones del idealismo genial que un día predominara en su patria; planteaba la cuestión como podía hacerlo un Wundt, un Spencer... y concluía como un San Francisco de Asís, como un Bossuet, como un Crisóstomo. «Había Dios, Dios padre; era una locura infinita, que había de parecer imposible a las edades futuras. La negación del Padre nuestro que estaba en los cielos, es decir, en lo infinito, en lo absoluto».

«Lejos de haber pasado la humanidad de la edad teológica a la filosófica y de esta a la positiva, estaba, por lo que toca a la ciencia, en un periodo de embrionarios esfuerzos, muy parecidos a la vida de los salvajes en las relaciones extracientíficas, periodo que era como especie de caos intelectual, del cual, no se sabe cuándo, se saldría, para aproximarse poco a poco a la edad teológica, la definitiva».

«Como la ciencia busca la verdad sabida, no sólo creída, para ella no supondrá menos progreso, menos trabajo realizado el que su última solución sea cosa tan llana para la fe sencilla y vulgar de gran parte de los pueblos. Es indiferente, para el progreso científico, para la demostración de su gran fuerza, que sus conclusiones respecto del misterio del mundo sean estas o las otras; la calidad de la afirmación es cosa extracientífica, lo que importa es el modo de la afirmación; que sea A o que sea B la verdad, no le importa a la ciencia; lo que le importa es saber que es verdad y poder demostrarlo. Puede haber Dios, puede no haberlo; la ciencia por mucho que progrese, no puede llegar, en este punto, más que a una de esas dos conclusiones. Así, no es extraño que tan lejano período de luz científica, tan lejano que no se vislumbra todavía, por lo que toca al asunto de su afirmación, no sea cosa más nueva que esta: que nuestro Padre está en los cielos.



A los pocos días de asistir a la cátedra de Glauben perdía, el que lo tuviera, el hábito de la preocupación de lo contemporáneo como superior a lo antiguo, el hábito de inclinarse a la moda en filosofía; las más recientes hipótesis que los demás profesores exponían como deslumbrantes novedades, las analizaba Glauben con fría imparcialidad, las comparaba y barajaba con las teorías viejas, y a poco aparecía con la pátina de lo caduco, de lo transitorio; tenía una rara habilidad, nada maliciosa, para borrar el prestigio del barniz reciente en las doctrinas que sometía a examen. Y con todo, no ofendía a nadie; muchas veces le oían los mismos inventores de las teorías que sometía a aquel baño histórico y no podían sentirse mortificados, porque no despreciaba nada; lo antiguo, lo moderno, todo era pensamiento, nobleza del alma.

Glauben era alto, delgado y pálido; como de unos cincuenta años, con cabellera ondeada, negra, sin una cana, de hebras sedosas, tenues, dóciles a la mano fina y aristocrática que solía acariciarlas, como si sintiese bajo ellas el palpitar de las ideas. Mientras acariciaba la melena con la mano, apoyaba el codo en la mesa y la cabeza en la palma de la mano, cuyos dedos jugaban con la seda negra del cabello dócil. Sonreía casi constantemente, con cara dolorosa, melancólica. Sus ojos, paseándose distraídos en miradas que nada buscaban fuera, a veces, al menor ruido hacia la puerta del aula, se mostraban asustados. Si entraba algún discípulo algo tarde, suspendía Glauben la plática, le miraba como inquieto, sin respirar; y después que el estudiante pasaba delante de él y buscaba su asiento, Glauben respiraba tranquilo, volvía a sonreír y a proseguir de nuevo el suspendido discurso. Aunque allí, al dar el reloj de la casa la hora señalada para terminar la conferencia, los estudiantes se daban por enterados, sin necesidad de que avisara un bedel, y el profesor daba en seguida por terminada la clase, Glauben, por excepción, porque no podía vencer las distracciones del discurso y olvidaba el tiempo, había ordenado que un dependiente anunciase la hora. Pero cada vez que se cumplía esta ceremonia, Glauben miraba al galoneado ujier inquieto, en silencio y como temeroso de que tuviese algo particular que decirle. «La hora», exclamaba el buen hombre inclinándose. Y Glauben, respirando con fuerza y sonriendo, decía a su gente: «Hasta mañana».

Después de mucho tiempo de oírle, cuando ya asistía yo a un segundo curso de su filosofía, entablé con él relaciones de amistad privada. Le conocí en su casa. Era viudo; tenía tres hijos, dos niñas y un niño; la niña mayor de nueve años, el niño de cinco, la menor de tres. Salía muy poco. Si paseaba con sus hijos, se retiraba temprano, porque miraba la frescura del crepúsculo, la puesta del sol como una acechanza del enemigo a la salud de su prole. La sombra, el frío, la humedad, le espantaban. Si salía él solo, volvía pronto a casa también, subía de prisa la escalera hasta su cuarto piso, llamaba a la puerta con fuerza, y pálido, con los ojos inquietos, se apresuraba a preguntar, mientras le abrían: «¿Qué tal todos?». «Bien, bien», le contestaban. Y Glauben volvía a sonreír, y a su buen color; y entraba tranquilo en su hogar, como en un cielo.

Si fuera de casa se le detenía demasiado tiempo en la cátedra, en el círculo, en una junta universitaria, empezaba a mostrarse inquieto, y acababa por no poder resistir a la tentación de volverse corriendo a casa.

No viajaba. Era gran partidario de que el hombre de ciencia corriera mucho mundo, conociera muchas gentes, costumbres, ideas, etc., etc., pero él no se movía. Envidiaba a los representantes que iban a los congresos científicos, pero él jamás aceptaba tales comisiones.

Un día, cuando ya teníamos mucha confianza, me atreví a preguntarle por qué no salía nunca del pueblo y por qué paraba tan poco fuera de casa. Me quería mucho, y creía en mi entusiasmo por su persona y por su doctrina. Me miró con maliciosa dulzura, sonrió de un modo nuevo, para mí, y después de pasarse una mano por la frente, le vi otra cara, menos alegre, como acongojada, pero muy franca, muy dispuesta a una confidencia íntima.

-Yo tengo... -dijo- yo tengo una especie de enfermedad... ¡Cuidado! No hay que decirles nada a nuestros amigos los de la patología psicológica... no quiero que me clasifiquen y me saquen en sus clínicas impresas como voto involuntario, y de calidad, en favor de sus hipótesis. Pero la verdad es que soy un caso. Mi enfermedad tiene una historia de origen bien claro, bien determinado. Nació, o por lo menos, brotó al exterior, de repente, en una crisis.

Glauben calló un momento. Parecía que dudaba si debía proseguir por aquel camino de las revelaciones.

Con voz más solemne y reposada, continuó:

-La cosa... es más grave que parece. Porque el secreto de mi enfermedad, es en parte el secreto de mi filosofía.

Se volvió a mí para ver qué efecto me hacían sus palabras. Ya sabía él que por mucho que me importaran sus aprensiones de enfermo, si las tenía, más me importaba su filosofía, de la cual iba yo haciendo algo mío, algo que me llegaba muy adentro, y empezaba a guiar en parte mi conducta.

-¿No ha notado usted -siguió, cada vez con más miedo a que no fuera prudente lo que decía- no ha notado usted que... cuando hablamos aquí, privadamente, de nuestras ideas de cátedra, de mi método, de mi tendencia, sobre todo, de mis conclusiones... no me entusiasmo tanto, no le animo a usted tanto a abundar en mis ideas, y hasta parece que no agradezco bastante la ardorosa defensa en que usted me las refleja fielmente, y además, con el encanto que les añade su espíritu de joven y un si es no es poeta?

Calló y volvió a sonreír, como pidiéndome perdón por el mal que pudieran hacerme sus palabras.

-Sí -me atreví a decir-; he sentido muchas veces cierta frialdad relativa, así como deseos de no insistir, como si se tratara de algo que ofendiese su modestia.

-No, de algo que me remordiera un poco, un si es no es, en la conciencia.

Sin embargo -exclamé asustado- la sinceridad de su doctrina, la buena fe de usted yo no las pondría en duda, aunque usted mismo...

-Gracias. No es eso. Sinceridad, absoluta; creo firmemente que es la verdad lo que pienso, lo que siento. Creo también que mi método es riguroso, que no deja nada atrás; que no impone ningún postulado gratuito No es eso.

Tras nueva pausa prosiguió.

-Es esto otro -y con el puño cerrado dio dos o tres golpes al aire, rápidos, de arriba abajo-. Desde que murió mi mujer, yo me agarré a mis huérfanos, como en un naufragio. Como si todo el mundo fuera las fauces del mar traidor, y sólo mis rodillas lugar de salvación para mis hijos. Mis hijos sin madre: esta idea era un tormento horroroso, sin tregua, real, positivo, sin consuelo posible. Todo era enemigo por ser indiferente, por no ser madre. Yo mismo, a pesar de mi amor, me parecía extraño a lo más íntimo del cariño que necesitaban los pequeñuelos, mis caricias desmañadas, masculinas, mi regazo anguloso no eran el nido de antes, con el calor y la suavidad de la madre. ¡Qué padecer, amigo mío, qué padecer espantoso! En todo veía acechanzas contra la vida de mis pobres criaturas: el frío era su mortal enemigo; el frío del aire que podía matármelos, el frío de la indiferencia conque los veían los extraños, que podía matármelos también. Yo no concebía horror como el de aquella vida, soledad más grande. Pero había más horror, más desamparo, más soledad.

Una noche, en el Círculo, abrí una ilustración inglesa, miré un grabado; representaba un cuadro, no recuerdo si de Gregory o de Hopkins o de quién... se llamaba «Huérfanos». Una niña morena, como de diez años, arrimada a un banco de carpintero, sostenía con un brazo a otra niña de tres, sentada en el mismo banco, pero muy apretada la cabeza contra el cuerpo de la mayor; al otro lado un niño de cinco o seis años, en pie, se apretaba también contra la hermana grande, procurando como refugiarse bajo el delantal pobre y roto de la rapazuela... Estaban solos, allí no había madre... ni padre... la orfandad era aquello... la soledad absoluta... Primero me venció la impresión desinteresada del arte, y pude observar; pero esta observación me llevó a ver claro... Los tres huérfanos, parecidos, más los pequeñuelos entre sí, miraban al espacio, al porvenir que se echaba sobre ellos, amenazador, misterioso, con vaga conciencia nada más del cruel destino que les aguardaba, del peligro próximo. En el rostro delgado, inteligente, de la hermana mayor, había cierta prematura experiencia, y cierta resignación debida a esfuerzos de voluntad, de valor, impropios de la edad, impuestos por el apuro de la desgracia. Amparaba a sus pequeñuelos cobijándolos, ¡ella, que era tan tierna, tan débil, tan inocente! No importaba, parecía desafiar con humilde tristeza... plácida, resignada, los embates del hambre, del frío, de la indiferencia... del caos de la vida en que iban a caer los huérfanos... El niño tenía expresión más dolorosa, de menos calma; pero también parecía menos atento a la causa de su pena... padecía mucho, y sin embargo, de un modo incoherente, obscuro, distraído por el espectáculo de cuanto le rodeaba. Pero el arte y la expresión patética suprema estaban en el angelillo de tres años, que aplastaba la rizosa melena contra el cuerpo flaco de su hermana, buscando allí el amparo de la madre que faltaba para siempre... ¡Qué mirada aquella! ¡Qué horrorosa tranquilidad melancólica la de aquel dolor que se ignoraba a sí propio! ¡Qué crueldad de pincel sublime, que sabía pintar así el desamparo injusto, la sagrada vida inocente, débil, abandonada, sola, en el universo inconexo, ilógico... ¡Oh! Perdone usted; ni entonces, ni ahora tuve ni tengo palabras para lo que expresaban aquella cabecita celestial, aquellos ojos de la niña de tres años sin padre ni madre, que lo buscaba todo en el amparo frágil de otra huérfana.

La contemplación me dominaba: sentía que me estaba poniendo malo, malo allá, muy por adentro; y sin embargo insistía en mirar, en padecer, en comprender, en adivinar el dolor posible de la vida, en ahondarlo, en aumentarlo con la fantasía... Mis hijos podían verse así; podía faltarles el padre, podía faltar yo: ¿quién sabía si aquel sufrir infinito era ya principio de la muerte? ¡La orfandad completa! ¡Solos mis hijos en el mundo, en el cual yo sé, porque por algo se es filósofo, que nadie quiere de veras a no ser los padres! ¡Oh infinito padecer! ¡Aquí estás presente!... Yo no sé qué hubiera sido de mi razón si mis ojos hubieran seguido embriagándose con aquella copa de amargura; leyendo la Biblia del dolor posible en aquel grabado de crueldad sublime... Por fortuna empecé a sentirme mal, hacia fuera; me desvanecía; el estómago protestaba... caí en una silla, estuve trastornado un instante; y a poco salí del círculo, sin que nadie hubiera advertido cuánto acababa de padecer allí un hombre.

Nunca jamás volví a mirar el grabado... Pero desde aquella noche ¡qué vida! El mundo se me convirtió en una procesión de símbolos de mi desgracia, la orfandad de mis hijos. Cuando los veo en sus juegos, en sus mutuas caricias, formando grupos de ternura angelical, veo el grabado, los veo solos, huérfanos, tristes... rodeados de la nada del universo sin paternidad... Sus cabecitas inclinadas, sus melenas sacudidas al viento, sus ojos a veces soñadores y tristes, el aire penseroso de este, los arrullos de tórtola solitaria de la pequeña... todo se vuelve cartones, apuntes proféticos para el cuadro póstumo. ¡Así estarán en el mundo sin mí! Sin madre, ¡ni siquiera padre...!

La vida de mi espíritu llegó a hacerse imposible; yo tenía que disimular, es claro; el suicidio, aparte de considerarlo inmoral, era para mí absurdo porque era su resultado lo que yo temía; la orfandad de mis hijos. Había que vivir y vivir de aquella manera. Me refugié en el trabajo, es decir, en la reflexión, en mis filosofías... y de allí me vino el remedio, el paliativo a mi dolor... La idea de la realidad, del universo sin cariño paternal, era demasiado horrorosamente miserable para no ser falsa.

No podía ser el mundo una cosa tan mala. La creación, como mis hijos, necesitaba padre... y a través de doctrinas viejas y nuevas, de sistemas orientales y occidentales, inmanentes y trascendentales... fui buscando, buscando... la paternidad, como imperativo categórico del dolor... La infinidad del mal, lo absoluto de la desesperación que suponía la no existencia de un Dios Padre, era cosa demasiado perfecta en su género de mal, para no ser cosa artificiosa, hipótesis, una teoría alambicada, una figura geométrica, regular, abstracta, que no se daba en la realidad, sino en el cerebro enfermo del hombre. No podía ser que el universo no tuviera Padre... El Padre nuestro... Aquel en cuyo seno yo dejaré a mis hijos si mis locuras me matan antes de tiempo. Pensando que hay Dios, Padre Celestial; pensando que, pese a la apariencia, el universo es un regazo, un nido de cariño, puedo vivir sin una camisa de fuerza. ¡Si mis hijos no tuvieran más padre que yo, mortal!... Pero le tienen sí. ¿Verdad? ¿No es verdad que en cátedra lo pruebo? ¿Que no hay positivismos ni intelectualismos que valgan ante la idea seria, clásica, tradicional, estética, armoniosa... del Padre Eterno que está en los cielos... es decir, en todas partes?

El Dr. Glauben se había puesto en pie... yo también; y temblaba, no sé si de miedo; debía de estar muy pálido. Él me lo dijo. Y me tendió la mano, añadiendo más tranquilo:

-No tema usted; no estoy loco todavía, loco de atar, a lo menos... ¿Sinceridad? Absoluta. Creo firmemente cuanto digo en clase. Y me parece que lo pruebo.- Una pausa.

-Con todo; mi lealtad de pensador, de hombre de ciencia, me obliga a hacer a usted estas declaraciones. Ya conoce usted mi enfermedad; ya conoce usted sus consecuencias, que son el por qué subjetivo de mi sistema... No se fíe usted del todo. Puedo... puedo estar equivocado... Pero cuando usted tenga hijos... crea usted en Dios Padre...


Este cuento forma parte del libro Cuentos morales