Un viaje al país del oro

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​Un viaje al país del oro​ de Juana Manuela Gorriti


Al niño Ernesto Quesada


- I - La leontina[editar]

Un día, a la última hora de la tarde, cansada, enferma y helada de frío, azuzaba yo mi caballo para llegar a la capilla subterránea de Uchusuma, larga y forzosa etapa de diez y ocho leguas, atravesada como una amenaza en el camino de Bolivia a Tacna.

Había ya dejado atrás el Mauri, y las ásperas serranías que lo aprisionan, y cruzaba corriendo las áridas llanuras barridas por el cierzo y cortadas de pantanos, que avecinan al grupo de piedras rocallosas, arrojadas por algún cataclismo, en cuyo centro se halla la entrada de esa especie de cueva, único albergue para el viajero en aquel fingido yermo.

De pronto, y al través de las ráfagas de viento que me cegaban, vi relumbrar un objeto entre los guijarros del camino.

Volvime atrás, y desmontando, para examinar lo que era, recogí una elegante y excéntrica joya. Era una leontina compuesta de doce pepas de oro de forma y colores diversos. Engarzábanlas anillos mates del mismo metal, y en algunas de ellas había incrustadas partículas de pizarra y cuarzo.

Juzgué, desde luego, que aquella alhaja había sido perdida recientemente, y me proponía averiguarlo adelante, cuando vi venir a lo lejos un hombre, que, inclinado sobre el cuello de su caballo, y apartando con la mano las ramas de los tolares, parecía buscar algo en el suelo.

Al divisarme, corrió hacia mí con visibles muestras de angustia, que yo abrevié yendo a su encuentro, y presentándole la joya.

Imposible sería pintar la expresión de gozo que al verla brilló en sus ojos. Me la arrebató, más bien que la tomó de mis manos; estrechola contra el corazón, y la enganchó en el reloj y el ojal de su chaleco con un anhelo que se balanceaba entre la veneración y la codicia.

Enseguida, y como si saliera de un éxtasis, volviose a mí, y me saludó dándome gracias y rogándome perdonara su preocupación.

-Motivo había para ello, caballero -respondile yo con un tanto de ironía-. Perder doce lingotes de oro, no es asunto de poco más o menos.

-¡Ah! -replicó él con sentido acento-, no es el valor intrínseco de esta prenda lo que la hace preciosa para mí: es que cada una de esas pepas encierra, al lado de un recuerdo de sufrimientos, otro de inefable abnegación.

Creílo fácilmente; pues aunque la oscuridad me impedía ver el rostro de mi interlocutor, la voz que me hablaba era joven y tenía armoniosas inflexiones que anunciaban franqueza y espontaneidad.

Seguimos juntos nuestro camino, y llegamos, en fin, al montón de peñascos que, hacía media hora, divisaba yo en el horizonte, como un dolmen druídico.

Desensillamos nuestros caballos, y ateridos de frío, nos refugiamos en la cueva dejándolos al cuidado de un indio viejo, seco y negro como un árbol quemado, único resto de su familia devorada por la tifus.

El desdichado se alzó de la piedra en que yacía, solo y acurrucado en la actitud de la momia, para entregarse con la diligente actividad de su raza, a los cuidados del hospedaje. Hizo beber a los caballos, dioles un pienso de cebada, y los cubrió con sus mantas, fue enseguida a recoger las ramas secas de la tola, encendió una fogata y concluyó trayéndonos luz y agua caliente.

Pude, entonces echar una mirada sobre la persona de mi accidental compañero.

Era un joven de abierta y simpática fisonomía. En lo alto de su frente, el abrigo del sombrero había conservado, como una aureola, el color primitivo de su rostro, tostado por el sol de largos viajes o rudos trabajos a la intemperie.

La hora, el lugar, la circunstancia fortuita de nuestro encuentro, y sobre todo, la diferencia de nuestras edades, establecieron luego entre nosotros la confianza. Juntos hicimos el café aplicando a su confección los conocimientos de ambos, y riendo de nuestra ciencia a la Brillat Saverin. Pero en el momento de servirlo, encontramos que no teníamos azúcar.

Mi compañero dejó tristemente su taza sobre la piedra que nos servía de mesa, y se puso a mirarme con envidia tomar mi café a la turca.

Recordé entonces que llevaba en mi bolsillo una bombonera llena de esos microscópicos alfeñiques de azúcar que, regalan a sus favorecidos, las monjas Concebidas de la Paz.

-Vamos, niño mimado -le dije, vaciando en su taza el contenido de la bombonera, he ahí endulzado el café. Tómelo usted y de hoy mas, habitúese a las amarguras del paladar y a las de la vida.

En los labios del joven vagó una triste sonrisa, que apagó la mía, recordándome las palabras con que acogió mi observación, al recobrar la leontina.

Alentado por la amistosa familiaridad que reinaba ya entre ambos, pedile me contara la historia de aquella joya, y él me refirió la siguiente:

-Nací bajo la presión de un destino hostil. Mi padre murió en Uchumayo, cerca de Arequipa, defendiendo contra los invasores la entrada de la ciudad Santa, y yo vine al mundo entre las lágrimas de la viudez, y el desamparo de la orfandad...

¡Digo mal! Al ver la luz encontré los brazos cariñosos de una madre. Cuando un niño tiene madre, posee todos los tesoros de la tierra: es un monarca en su hogar, donde tiene un reino maravilloso: el corazón maternal.

Los primeros años de mi infancia deslizáronse risueños, como una alborada de primavera. Nuestra casucha a orillas del Chili, aseada, fresca y sombreada de higueras y perales, tenía siempre un aire de fiesta; y en los ojos de mi madre brillaba una ternura tan ardiente, que yo equivocaba todo aquello con la felicidad. Así, cuando había pasado el día jugando o leyendo al lado de mi madre, entre los tiestos de flores, mientras ella hacía encajes, sentada a su telar, y que al cerrar la noche me dormía en sus brazos al plácido murmullo del río, parecíame imposible una existencia más feliz que la nuestra.

Pero a medida que crecía, y que la razón comenzó a derramar en mi espíritu su rayo severo y frío, aquellos hermosos mirajes fueron desvaneciéndose, y la realidad desnuda y triste, apareció a mis ojos. Vi a mi madre abrumada de trabajos para rodearme a mí de contento y bienestar. Mi blando lecho, mi delicado alimento, y la educación que recibía en el primer colegio de Arequipa, comprábalos ella con vigilias y duras privaciones.

Esta revelación produjo un gran cambio en mi ser moral. De turbulento que era, volvime reflexivo; y a la perezosa indolencia de mi corta edad sucedió una actividad febril que llenó de asombro a mis profesores, descontentos hasta entonces por mi poca aplicación al estudio.

Sin embargo, al regresar a casa, y traspasar sus umbrales, tornaba a ser el mismo niño egoísta que se dejaba regalar a costa del descanso de su madre. Veíala tan contenta y diligente en torno mío, que me parecía natural que se sacrificara por mí.

Un incidente vino a operar mi entera trasformación.

Una noche que mi madre trabajaba en su costura a la luz de la vela, y yo dormía a su lado, la cabeza apoyada en sus rodillas, me despertó de repente una voz que hablaba en destemplado tono.

Al abrir los ojos, vi una mujerona mofletuda y de aire masculino, que de pie, y la mano en la cadera dirigía a mi madre las más irreverentes frases.

-Le digo a usted, doña María -gritaba alzando el dedo en son de amenaza, le digo a usted que no sufriré ya más esas dilaciones de cuatro y seis días que ya usted entablando en el pago del alquiler. Cinco pesos se encuentran hasta bajo de las piedras y no seré yo quien espere a que se le antoje a usted llevármelos: mayormente habiendo solicitantes que me ofrecen ocho, lucientes y adelantados.

-¡Ah! señora Gervasia -respondió mi madre, con voz temblorosa, y los ojos llenos de lágrimas-, espero que no hará usted la crueldad de arrojarme de la casa. Recuerde usted que en diez años que la habito siempre me vio usted llegar el primero del mes llevándole su dinero. Pero ¡ay! usted sabe cuánto ha bajado, de algún tiempo a esta parte, el precio del trabajo, sobre todo, en la costura. Vea usted estas camisas de munición con tantas fuerzas, tantas piezas y pespuntes. Y, sin embargo, las pagan solo a real. Noventa y nueve llevo acabadas; y esta que estoy rematando es la última. Mañana recibiré doce pesos y medio. Cinco serán para usted y el resto para el colegio de mi hijo, y para comprarle calzado.

-¡Calzado! ¿Y por qué siendo tan pobre no acostumbra a ir descalzo? ¿Y por qué no pudiendo pagar la casa, le costea usted colegio? Póngale usted una lampa en la mano y alquílelo en alguna chacra.

-¡Ah! ¡señora Gervasia! ¡cómo se ve que usted no tiene hijos!

-¡Hijos! Dios me libre de tal plaga. Se los regalo a usted. Por eso estoy tan gorda, y usted tan acartonada. Ese muchacho se la está tragando: si en él se le va cuanto gana.

-Pobre hijo mío -exclamó mi madre, sonriendo amargamente, y acariciando mi cabeza-, qué le doy yo sino miseria. ¡Ah! ¡otra sería nuestra suerte, si viviera mi Solís!

-Si no hubiera ido a morir tontamente por servir ambiciones ajenas. ¿Por qué no hizo como mi marido, que apenas vio encresparse la política, colgó la casaca para mejor ocasión y negociaba que era un gusto con los unos y con los otros? ¡Bah! un hombre, cargado con un hijo, y además la añadidura de haber contraído matrimonio sin la competente licencia, es decir, sin derecho a montepío. ¡Mire usted cuántas razones para no exponer su vida!

-No me entrometo a juzgar lo que hizo el marido de usted; pero en cuanto al mío, era su deber combatir en defensa de la patria invadida por un ejército extranjero.

-¡La patria! ¡ah! ¡ah! ¡ah! ¿todavía cree usted en esas patrañas? ¿Hay alguien que sirva otra cosa que su conveniencia? ¡Vaya! que no la creía a usted tan simplonaza!

Al oír aquella insolencia, quise alzarme de un salto. Mi madre retuvo con fuerza mi cabeza sobre sus rodillas.

-¡Bien! ¡bien! señora Gervasia -dijo con tanta dulzura, como aspereza empleaba con ella esa impertinente-, mañana a las ocho llevaré esta obra al contratista, y a las nueve recibirá usted su dinero, que procuraré pagar puntualmente, en adelante.

-Cuento con ello; porque digo a usted que no aguanto más dilaciones. Hasta mañana a las nueve sin falta. ¿Entiende usted?

Impedido de contentar mi enojo echando fuera a aquella bruja, me deshice en lágrimas que mi madre enjugaba procurando consolarme, pero llorando ella también furtivamente.

Al siguiente día dejaba el colegio para entrar como dependiente en casa de un judío italiano negociante en joyas y quincallería.

Samuel Tradi era un hombre de voz dulcísima y cariñosas palabras; pero avaro y codicioso, como hijo de su raza. Habitando un pueblo donde las dulces virtudes de la mujer hacen de la vida doméstica un verdadero paraíso, vivía solo, y el corazón vacío de todo linaje de afecciones, colocado entre la caja y los escaparates de su almacén.

Cuando se hubo convencido de mi aptitud en el manejo de los libros, y la redacción de su correspondencia comercial, me abrazó; me llamó carísimo, y concluyó ofreciéndome por el trabajo de quince horas diarias en el escritorio y el mostrador, alojamiento, mesa y un sueldo de diez pesos.

Sublevome aquella propuesta que olía grandemente a las lentejas de Jacob; pero reflexionando que aquel salario, aunque corto podía aliviar a mi madre, acepté inmediatamente, sin hacer la menor observación.

Para mejor asegurarme, el judío se apresuró a adelantarme un sueldo, que yo llevé triunfante a mi madre diciéndole que aquello era la mitad de mi haber mensual: piadosa mentira inventada para hacérselo aceptar todo entero.

Opúsose ella mucho a mi salida del colegio pero acabó por ceder al apremio de las circunstancias; bien es verdad que derramando amargas lágrimas, sobre todo cuando, por la noche al cerrar su puerta, se encontró sola en aquella casa que desde mi nacimiento había habitado conmigo. No menos dolorosa fue para mí esa noche que por vez primera pasaba apartado de ella. Conté todas sus horas; y por más que procuraba mezclar la serenidad a la firmeza de mi resolución, tenía el corazón quebrantado, y los ojos llenos de lágrimas.

Pero a la mañana siguiente, cuando la primera luz del alba me mostró frente a mi cama el escritorio donde una parte de trabajo me aguardaba; y más allá, colgadas a un clavo las llaves del almacén confiado a mi celo, comprendí la gravedad de mis deberes, y desde esa hora dejé de ser un niño y me volví un hombre.

Mi madre notó este cambio en el momento, cuando fui a verla. Su primera impresión se tradujo por una sonrisa de orgullo; pero luego la oí murmurar suspirando:

-¡Oh! ¡pobreza! ¡pobreza! que arrebatas a las madres la infancia de sus hijos, con sus gracias y sus risas; y en la edad de los juegos los condenas a sembrar los abrojos de Adán.

Sin embargo, ella y yo nos acostumbramos poco a poco a esa separación, compensada, por otra parte, en mucho con el doble gozo del domingo, que pasábamos juntos, desde las seis de la mañana, hasta las nueve de la noche.

Aquellos días eran para la pobre madre una verdadera fiesta. Privándose, quizá, de lo necesario, durante la semana, esperábame con toda suerte de regalos; y nuestras tres comidas eran otros tantos banquetes, tomados mano a mano, bajo la fronda de las higueras; cuyas ramas, movidas por el viento, dejaban caer en nuestra mesa sus deliciosos frutos, que saboreábamos riendo y formando dulces proyectos para el porvenir; proyectos en que, la fresca imaginación de mi madre, joven todavía, desarrollaba risueños cuadros, que como hija del Misti, engastaba siempre en la bella campiña de Arequipa.

Luego queriendo dar a estos sueños la apariencia de la realidad, íbamos a terminar en el campo aquellas encantadoras jornadas, señalando los sitios donde había de alzarse nuestra casa de campo, rodeada de jardines y vergeles.

Así pasaron dos años. Samuel Tradi, estaba cada día más contento de mí. La práctica me había perfeccionado tanto en las especulaciones del mostrador, que el establecimiento prosperaba extraordinariamente. Sin embargo, por más que me abrumaba de elogios y caricias, el judío se guardó bien de ofrecerme el menor aumento en el sueldo miserable que me daba.

Un día me anunció que iba a dejar Arequipa, y establecerse en Valparaíso, donde lo llamaba el interés de su comercio. Propúsome llevarme consigo pero añadiendo inmediatamente, que le sirviera en Chile bajo las mismas condiciones que en Arequipa.

Duro me era apartarme de mi madre, y más duro todavía, darle el pesar de aquella separación; pero era también necesario seguir la carrera comenzada, y en la que había hecho tantos progresos. Además, con Samuel tenía ya adquirido un crédito que solo encontraría en otra parte a costa de una larga prueba en cuyo tiempo, mi madre carecería de aquel sueldo, que corto como era, le servía a ella de mucho.

Esta razón, más que todas las otras, me determinó a seguir al judío en su nueva fortuna.

Mi madre, paciente y resignada al sufrimiento soportó este dolor con santa resignación. Para hacérmelo menos amargo, ocultó sus lágrimas; llamó a sus labios la sonrisa, y con el corazón destrozado por mi partida, comenzó a hablarme de la alegría del regreso, del gozo de volver a vernos, para no separarnos más.

En cuanto a mí, su aparente serenidad, y la novedad de los preparativos del viaje distrajeron mi pena; de manera que el día de la separación, me hallaba casi contento.

Salimos al oscurecer para atravesar en la noche el ardiente desierto que separa Arequipa de Islay.

Para abreviar los adioses, Samuel me acompañó a despedirme de mi madre.

Con gran sorpresa mía, no la encontramos en casa; y fuerza me fue seguir al judío que me arrancó de aquel umbral donde quería esperarla y tras del cual quedaba mi universo y mi felicidad.

Entonces, solamente comencé a sentir cuánto dolor había de costarme vivir separado de mi madre. Si hubiese sido posible desligarme del compromiso contraído con el judío, de seguro me habría quedado.

Partimos.

Había anochecido, y la luna alumbraba con una luz triste las blancas bóvedas de la ciudad, cuyo aspecto oriental tenía en aquella hora, algo de fantástico, que aguzaba mi pena. No podía resignarme a partir sin haber visto a mi madre: y oraba en silencio, comprimiendo mis sollozos, mientras Samuel me exponía el programa de las operaciones comerciales que se proponía realizar en Chile, así como el cuadro de mis nuevos deberes como dependiente, en aquel mercado. Y absorto en sus especulaciones de negociante, alejábase de aquella blanca ciudad que lo había albergado, y del majestuoso Misti y de la encantada campiña, sin darles ni una mirada, ni un recuerdo.

Así dejarían sus padres la tierra de Canaan para acudir al olor de las cebollas de Egipto.

Al volver un recodo del camino, divisé una persona sentada, inmóvil sobre un ribazo. Era mi madre. Queriéndome evitar el dolor de la despedida en el hogar doméstico, había venido allí y me aguardaba llorando.

Al acercarme, se levantó, secó sus lágrimas, y me abrazó procurando afirmar su voz para darme sus últimos consejos. Después me bendijo, y apartándose de mí, se puso de rodillas y oró, siguiéndome con los ojos, hasta que nos hubimos internado en las tortuosas callejuelas de Yanahuara.

A vueltas de mi pena, pensaba con extrañeza en el adiós lacónico que mi madre dio a Samuel, absteniéndose de recomendarle su hijo. ¡Pobre madre! El tiempo me hizo ver que ella sabía cuán inútil era todo eso con aquella alma de piedra.

Un mes más tarde, nos hallábamos establecidos en Valparaíso, y el almacén de Samuel Tradi gozaba de gran reputación. El hijo de Israel poseía por línea recta la ciencia de los negocios lucrativos. Sin descuidar en lo menor las valiosas especulaciones de la joyería, descendió al tráfico de víveres: compró un buque, y se dio al comercio de cabotaje asociado a un piloto, compatriota suyo: David Isacar, judío célebre, verdadera estampa de bandido, piel tostada, y ojos torvos de traidora mirada.

Entre David y Samuel existían relaciones de larga data, interrumpidas en otra parte, y reanudadas un día, en un repentino encuentro sobre la playa de Valparaíso.

Aquellos dos hombres, en apariencia tan diferentes, tenían sin embargo un punto de semejanza que constituía en ambos el fondo de su ser: la codicia. Pero a este sentimiento que, como todas las malas pasiones, debía separarlos mezclábase algo misterioso que los unía en lazo estrecho, y hacia una sola de esas dos existencias.

Por aquel tiempo, como una ráfaga eléctrica, la noticia de los tesoros descubiertos en California recorrió el mundo en todos sentidos, y atrajo hacia aquel país maravilloso una peregrinación universal. Chile se despobló, y sus graneros se vaciaron, para ir a derramarse en esas auríferas playas abiertas a toda suerte de especulación.

El minero, el agricultor, el mercader, el agiotista, el jugador, todos formaron allí su castillo aéreo, y corrieron a realizarlo. El Pacífico se cubrió de velas que de todos los puntos del globo llevaban su contingente de brazos para arrancar aquella tierra el precioso metal que cobijaba.

Supónese desde luego que Samuel Tradi había de ser uno de los primeros en acometer aquella empresa.

En efecto, combinada en largas conferencias con Isacar, alistó su buque, cargolo de trigo, harinas y tasajo, embaló de su joyería lo más valioso, y traspasó el resto de su almacén. Organizó enseguida un cuerpo de trabajadores niños todos más o menos que yo, los tomados entre las clases menesterosas. Embarcó, inmediatamente, y desde esa hora, apoderándose de ellos, los empleó en los trabajos de a bordo.

Entonces vino a mí con semblante cariñoso «Andresino mío -me dijo, acariciando mi mejilla- por supuesto, tú vendrás conmigo. ¿Cómo había yo de dejarte, ahora que se trata de recoger millones en aquella región del oro?».

-¿Y mi madre? -pensé yo.

Pero la novedad de lo desconocido me sedujo con sus nebulosas lontananzas, y sin formular condición alguna me decidí a seguir al judío a California, como lo había seguido a Chile.

Escribí a mi madre dándole razones que pudieran hacerla aceptar ese ensanche inmenso en el espacio que nos separaba, y pocas horas después dejábamos la rada de Valparaíso y nos hacíamos a la mar.

Sentado en la popa del Luján, nombre de nuestro bergantín, y rodeado de los infantiles trabajadores de Samuel, miraba alejarse el puerto con sus verdes cerros sembrados de kioscos y risueños jardines.

Cuando hubo desaparecido la última cima y que el azul del cielo se juntó con el azul del océano, los pobres chicos echaron a llorar.

Al ver sus harapos, conocíase que casi todos eran huérfanos, que nada dejaban sino miseria. No obstante, dejaban el calor del suelo natal, las caricias del ambiente y los echaban de menos.

Debiendo completar nuestra carga en el Callao, hicimos escala en ese puerto. Entonces conocimos la hermosa Lima, sentada en un oasis sobre abrasados eriales. Todavía el gas y el vapor no habían ido a quitarle las emociones del Carrizal y la perfumada sombra de sus noches; aun podía llamarse la ciudad del enamorado Amat y de la linda Perrichole.

Allí también, como en Chile, la fiebre del oro se había apoderado de las cabezas. Millares de hombres, arrancándose a sus hogares, a su familia, partían diariamente bajo toda suerte de condición, en los buques que a toda hora zarpaban del Callao con destino a California.

Nosotros tuvimos dos pasajeros. Cuando aparejábamos para proseguir nuestra marcha, presentose un joven solicitando embarcarse con su hermana. Pagó el pasaje de esta y él se contrató como marinero, habiendo previamente manifestado a Daniel, que mandaba el buque, sus aptitudes como hombre de mar.

Alejandro S., era un oficial de marina separado de nuestra escuadra por las vicisitudes de la política. Pobre y sin tener a quien confiar aquella niña, su única familia, llevábale consigo, al ir en busca de una fortuna que le negaba su patria. Animoso y estoico en el infortunio, resignose a su nueva posición, cual si nunca hubiera hecho otra cosa que tirar cable y remendar velas.

En cuanto a su hermana, nunca vi una criatura tan preciosa. Verdadero tipo de limeña, todo en ella era gracia y belleza, desde su larga cabellera hasta su pulido pie. Su nombre -Estela- iba escrito en sus admirables ojos negros, cuya mirada a la vez casta y voluptuosa, tenía un fulgor, que a mí, niño, me hacía soñar con el cielo; pero que en corazones viriles debía encender pasiones violentas y terribles.

Desde la primera vista, una tierna simpatía nos llevó el uno hacia el otro; y en mi corazón comenzó a palpitar un sentimiento ignorado: el amor fraternal; bálsamo suave, que ensanchó mi alma, comprimida al frío contacto del egoísmo y la avaricia.

Respirando ambos la celeste atmósfera de la infancia, nos amamos como se amarían dos tórtolas peregrinas; como se amaran dos ángeles perdidos en el espacio.

Siempre juntos en nuestros paseos, en nuestras lecturas, en nuestras plegarias, parecíanos imposible poder vivir de otro modo. Nuestras, pláticas no tenían fin. Ella me hablaba de su madre muerta; yo de la mía ausente. A los recuerdos severos de mi infancia, devorado por el estudio y el trabajo, mezclaba ella las risueñas memorias de la suya, transcurrida entre alegres juegos cruzando los jardines floridos del Rímac. En nuestras dos existencias; confundidas así, en el pasado y el presente, aquello que el uno conocía venía a suplir lo que el otro ignoraba. Yo tenía más que Estela, la ciencia de los libros; ella más que yo, la ciencia de la vida. Yo le demostraba en qué latitud vagábamos, guiando, su mirada sobre los paralelos de la carta; ella me enseñaba a conocer los sórdidos instintos de Samuel y de David en el acento de su voz, y en la expresión de su semblante.

Alejandro S. acogió con benevolencia este afecto que lo reemplazaba a él en el cuidado de su hermana, permitiéndole entregarse sin zozobra a los deberes de su cargo.

En efecto, desde el primer día de nuestro conocimiento, me declaré el caballero sirviente de Estela. La cedí mi camarote; servíale en la mesa; y contrariando la ruin cicatería de los judíos rodeábala de todo el bienestar que podía procurarse a bordo. Coloqué para ella mullidos asientos sobre cubierta, y allí pasábamos largas veladas en dulce contemplación, siguiendo con los ojos el curso de las estrellas, y las fosforescentes olas del Océano...

¡Perdón! estoy abusando de la atención de uste con estos detalles pueriles. ¡Ah! ¡me es tan grato detener la mente en esos recuerdos, que han dejado una huella luminosa en mi existencia!

Una avería en el timón, nos obligó a hacer rumbo a Panamá y detenernos allí dos días para repararla.

Encontramos las calles, casas y hoteles invadidos por un mundo de emigrantes yankees de todas clases y comuniones: militares, filibusteros, cazadores de las praderas; metodistas, cuákeros, mormones, espiritistas que de paso a California, hacían de la ciudad un verdadero pandemónium, entregándose a toda suerte de excentricidad.

Ya era uno que, formando un montón de piedras, subíase encima y predicaba su doctrina política o religiosa; ya otros mil que llegaban caían sobre él, lo derribaban de su pedestal, y con aquellas mismas piedras lo magullaban hasta dejarlo semimuerto. Por aquí, dos pugilistas se hacen saltar los ojos a puñetazos; por allí un par de espadachines se atraviesan el cuerpo con una doble estocada, y cayendo sin vida, dejan sus armas a los testigos que continúan la pelea, despachando dos o tres al otro mundo, y van a acabar aquel negocio bebiendo sendos tragos en honor de los difuntos.

Estas escenas, y el aspecto de sus protagonistas me llenaron de asombro; pero luego tuve ocasión de conocer que de todas esas formidables peripecias se compone la existencia normal de ese pueblo yankee, gigante en todo, desde las virtudes hasta la extravagancia.

Entre esos hombres, notábase uno, menos por su estatura atlética, que por la diferencia de raza y fisonomía. Tenía la tez cobriza, los cabellos negros, abundantes y lacios, los dientes blancos apartados, agudos: y unos ojos de buitre, que se fijaron en Estela con ansiosa codicia.

Por una misteriosa intuición, la vista de ese hombre produjo en mí un sentimiento de odio, cual si hubiera reconocido en él un enemigo. Estela misma, acostumbrada como limeña, a arrostrar con regia serenidad las ardientes ojeadas que atrae la belleza, sintiose sobrecogida de espanto, bajo esa mirada negra, pertinaz, obstinada que encontraba a cada paso, y que la siguió hasta que nos embarcamos.

Cuando nos dábamos a la vela, divisamos todavía aquel hombre, apoyado en el tronco de un cocotero, inmóvil y la vista fija en nuestro buque, hacia el punto en que el blanco velo de Estela ondulaba con la brisa de la tarde.

Alejámonos, y bien pronto las costas de Panamá se desvanecieron entre la bruma del horizonte; pero no así, la impresión de terror que el emigrante había dejado en el ánimo de Estela.

Apoderose de ella una extraña inquietud, un miedo pueril que le obligaba a ir siempre asida al brazo de su hermano.

Cuando quise llevarla a nuestro paseo nocturno de costumbre, me detuvo con un ademán de terror.

-¿Qué temes? -la dije-. ¿No estoy yo a tu lado?

-¡Ay! Andrés -respondió- tú eres un niño, y no podrías defenderme.

-Defenderte de qué, ¿no estás aquí en completa seguridad?

-¡Qué sé yo! Pero ya no me atrevería a quedar un momento allá arriba después de entrada la noche. Me estremezco al pensar que hemos pasado largas veladas sobre cubierta, solos y envueltos en la sombra, dos débiles niños... ¡Andrés!... ¡qué mirada, la de aquel hombre color de cobre! ¿La recuerdas? A mí se me ha quedado grabada en el cerebro. Dormida me parece en sueños: despierta la veo reverberar en el fondo de mi pensamiento, y me turba a todas horas.

La medrosa preocupación que atormentaba a Estela, derramó en nuestra intimidad fraternal una sombra de tristeza que neutralizaba su encanto.

Durante el día, y cuando el sol lo doraba todo con sus alegres rayos, ella la primera reía de sus insensatos terrores, y me prometía desecharlos. Pero desde que caía la tarde y que la sombra de nuestras velas se extendía en largas siluetas sobre el azul oscuro del mar, el gozo de Estela se desvanecía. La pobre niña, triste y meditabunda, encerrábase en su camarote, o bien, pasaba las noches envuelta en una capa, sentada al lado de su hermano, que velaba en el timón.

Alejandro se apercibió del sombrío humor de su compañera, y quiso averiguar la causa; pero ella le ocultó obstinadamente; y usando de la influencia que ejercía en mí, impúsome igual silencio.

La travesía, que hasta entonces fue para mí una serie de días deliciosos, volvióseme tediosa, insoportable, y aun a precio del dolor de alejarme de Estela, anhelaba el término del viaje, que debía separarnos, en la esperanza de que el cambio de atmósfera, y la vista de nuevos objetos, disiparía el extraño pavor que le aquejaba.

En fin, al amanecer una mañana de mayo vimos alzarse en el horizonte una selva de mástiles, sobre la que flotaban las banderas de todas las naciones.

Era la bahía de San Francisco. Habíamos llegado a California, esa tierra, objeto de tantos dorados ensueños.

Al echar el ancla entre aquella innumerable, multitud de naves, notamos que la mayor parte de ellas estaban desiertas y abandonadas. Como esos navíos fantásticos de los cuentos orientales, balanceábanse sobre sus anclas coquetamente empavesadas, pero silenciosas y solitarias.

Muy luego, a nuestro mismo bordo tuvimos la solución de aquel extraño enigma. Una hora después de nuestra llegada, la tripulación entera había desertado, para ir a engrosar las falanges de aventureros que poblaban ya las cañadas auríferas del Sacramento.

Los judíos encontraron reducido su equipaje a los niños chilenos, que, aislados y faltos de medios para fugarse, permanecieron tranquilos; bien es verdad que Samuel, en el temor de que siguieran el ejemplo de los marineros, a vueltas de las más paternales caricias, no los perdía de vista, y los dejó encerrados en la bodega mientras desembarcamos, para buscar alojamiento.

No poco nos costó atracar en los muelles cercados de embarcaciones cargadas de gente, que pugnaba por saltar a tierra.

Al cabo, y después de larga espera, logramos poner el pie sobre aquella anhelada ribera.

Encontramos la playa cubierta de bagajes abandonados de sus dueños, por la carencia de medios de trasporte y de sitios de depósito. Baúles, cajas, sacos de rico tafilete, esparcidos por aquí y allí, obstruían el paso, sin que el pillaje hubiese tocado siquiera sus cerraduras oxidadas por la intemperie. De tal manera, la sed de oro, en su acepción intrínseca, había absorbido toda codicia de detal.

El aspecto de la ciudad no se nos mostró menos extraño que cuanto nos había aparecido desde que divisamos el puerto. Una inmensa toldería de toda clase de telas y colores, desde el oscuro pelo del camello árabe hasta el brocado rojo de la China, se extendía en líneas paralelas a otras, de elegantes construcciones de madera, formando calles interminables, que llenaba un pueblo mixto, turbulento, agitado, cuyo susurro se componía de todos los idiomas de la tierra; desde la sonora lengua de Cervantes, hasta el desapacible cacareo de los macaos; desde el purísimo galo de la Turena hasta el salvaje gruñido del apache.

Pero en aquel cosmopolita emporio de nacionalidades, dominaba siempre el elemento yankee. Yankees eran las posadas; yankees los teatros; yankee la única institución que daba una sombra de garantía a la propiedad y a la vida de los individuos, en aquel formidable choque de personalidades y de intereses contrarios. Todo, en fin, presagiaba que muy luego plantaría allí su estrellado pabellón esa raza de titanes, destinada a escalar el cielo o a hundirse bajo el peso de su misma grandeza.

Caminábamos abriéndonos paso al través de la muchedumbre abigarrada que circulaba en todos sentidos. El teniente Alejandro me había encargado el cuidado de conducir a su hermana: y cargando al hombro el ligero equipaje de esta y el suyo propio, marchaba delante, seguido de Samuel. Nosotros dos veníamos los últimos, asidos de las manos y platicando alegremente.

Estela, encantada de hallarse en tierra, aspiraba con delicia el ambiente perfumado que venía de las vecinas praderas.

Vestida de muselina blanca, y sobre sus largos rizos un sombrerillo de paja, bella y fresca como aquella mañana de primavera, reía, olvidada de sus terrores, con el confiado abandono de la infancia, mezclando a sus risas, gozosas exclamaciones.

-¡Dios mío! ¡qué país tan bello! ¡Mira esas lomas cubiertas de pinos tan altos! ¡Repara en los pies de esa gringa: si creo que se ha calzado nuestras chalupas de a bordo!... ¡Y aquella que va montada en un buey! Mira esa bandada de aves blancas que cruzan el cielo: ¡hasta aquí se oyen sus cantos! ¿Qué es lo que hacen aquellos hombres en torno a una mesa tras de los cristales de este hotel? ¡Están jugando a los dados! Cada uno tiene delante un montón de piedras amarillas... ¡Bah!... ¡el oro de California! ¡Qué semblantes tan airados! De seguro, esta partida va a parar en un combate. Todos esos hombres están armados de revólver... ¡Ah!...

La voz de Estela se ahogó de repente en un grito de terror.

Uno de los jugadores, había levantado la cabeza y fijado en ella sus ojos.

Era el hombre color de cobre que se quedó en Panamá, contemplándola apoyado al tronco de un cocotero.

Pálida, turbada, temblorosa, Estela huyó de allí y fue a colocarse delante de su hermano.

-Y ahora, Andrés -me dijo-, ¿reirás todavía de mis temores? ¡Tú lo has visto: ese hombre dispone de un poder infernal! ¿Cómo es que lo encontramos aquí, habiéndolo dejado en Panamá?

-Nada más sencillo. Recuerda que al dejar el istmo, vimos el vapor Oregón, de viaje a California, entrar en escala a ese puerto.

Pero estas razones, si fueron parte a ahuyentar del ánimo de Estela las ideas supersticiosas, nada pudieron contra el espanto que se había apoderado de ella a la vista del emigrante.

Yo mismo, comencé a sentirme profundamente inquieto del estado en que la veía. Habría dado la mitad de mi vida por tener dos años más, para ir a encontrar a ese hombre y pedirle cuenta del miedo que inspiraba a Estela.

A la entrada de una plazoleta, entre la barraca de un aserrador y la tienda de un licorista, hallamos al fin, un hueco bastante espacioso para plantar nuestras carpas en tanto que se negociaba la venta del cargamento y se hacían los preparativos de nuestro viaje a los placeres del Sacramento.

El momento de la separación había llegado. Alejandro, llevando consigo a su hermana, fuese en busca de Madama Gerard, una modista de Lima recientemente establecida en San Francisco, con quien había de quedar Estela, mientras él iba a las minas.

Seguilos hasta el consulado del Perú, donde se detuvieron, y triste, triste como en la hora que me separé de mi madre, aparteme de ellos para volver a bordo, llevando a Isacar, la orden de desembarque.

El día declinaba; la ciudad que comenzaba a iluminarse tomaba un aspecto fantástico, con sus improvisados palacios de madera, sus orientales tiendas y el inmenso pueblo que llenaba sus calles.

Al atravesar una plaza, divisé un corro de hombres que conferenciaban con aire de misterio.

Vestían el traje de los habitantes de Sonora, envolvíanse en anchos serapes, y hablaban una lengua extraña, compuesta de sonidos agrestes como los rumores de una selva.

Al costear el grupo, descubrí a pesar del embozo, rostros pintados con el tinte rojo y negro de los navajos. Aquellos hombres eran salvajes disfrazados.

En el centro del corro, y hablando con vehemente ademán un hombre de elevada estatura cautivaba la atención de los rostros tatuados, que vueltos a él, y haciéndole círculo, escuchábanlo con muestras de entusiasmo y sumisión.

El sombrero y el serape ocultaban su rostro; pero no tuve necesidad de verlo para reconocer al fatídico personaje que atemorizaba a Estela, al hombre color de cobre. Aun más: en las facciones de este y las de sus compañeros noté una sorprendente afinidad de raza. Los ojos que relampagueaban a la sombra de los negros arabescos del tatuaje, tenían el mismo resplandor bravío y siniestro de aquellos ojos que habían fascinado a Estela; igualmente agudos y separados eran, los dientes que blanqueaban entre aquellas bocas contraídas por la atención dada a ese hombre que les hablaba en su bárbaro idioma, con la rapidez y soltura de la lengua materna.

Ayer, pasando del Atlántico al Pacífico unido a una falange de aventureros; hoy entre elegantes tahures, alrededor de un tapiz verde, jugando montones de oro; y ahora en fin, conferenciando, misteriosamente rebozado en un disfraz, con los hijos de una tribu réproba. ¿Quién era pues ese hombre?

Alejeme de allí, preocupado de una vaga zozobra. El extraño espanto que aquel hombre había inspirado a Estela, comenzó a presentárseme como el presentimiento, o por mejor decir, la intuición de un peligro inminente. ¿Cuál? Yo no podía señalarlo. Mirar a una mujer, sobre todo, si es linda; seguirla, nada más natural. Sin embargo, recordando aquella mirada que había sobrecogido a Estela en la plaza de Panamá, y que acababa de aterrarla al través de los cristales del hotel, encontré en ella, mezclada a impetuosos deseos, una resolución decidida, inexorable amenazante en su sombría fijeza.

En vez de ir a bordo, regresé a buscar a Estela en el consulado peruano. Mas no estaba allí, su hermano la había llevado a casa de madama Gerard. Pero aunque esta tenía un almacén de modas, fueme imposible descubrirlo, en aquel dédalo de calles y callejuelas.

En fin, reflexionando que no era ya el compañero de Estela, sino el dependiente de Samuel Tradi, forzoso me fue sobreponerme al inquieto anhelo que me llamaba a velar cerca de ella; y poniendo, como dice el vulgo, una piedra sobre el corazón, volver al desempeño de mi comisión a bordo. Entonces, solamente, conocí cuanto se había allegado mi corazón a esa amiga de ayer, arrojada por la casualidad sobre mi camino; y nunca tampoco hasta entonces pareciome tan odiosa esa sujeción del albedrío a la ajena voluntad, que hace del hombre un ser pasivo y una nulidad de su poderoso querer.

Encontré a Isacar sobre cubierta, en compañía de tres hombres tan parecidos a él en la expresión de la fisonomía, que se les habría creído parientes suyos, o cuando menos, antiguos camaradas. Hablaban con animación, y al parecer, discutían un proyecto.

El ruido de sus voces, y la preocupación que los absorbía, impidioles apercibirse de mi llegada, que de pronto desconcertó a Isacar. Pero el astuto calabrés se repuso luego, y reanudando, o fingiendo reanudar la interrumpida plática, dio cima a una cuestión que versaba sobre náutica, y despidió así a sus mal encarados acompañantes.

Dos días después, nuestro cargamento estaba vendido y todo preparado para el viaje al interior.

Isacar quedaba al mando del buque, bergantín fuerte y velero, con el que hacía viajes de transporte a los puertos del Sur. Samuel marchaba con nosotros a los placeres del Sacramento.

Temiendo los subidos precios del pasaje, el judío, había dispuesto el viaje por tierra, y comprado un carro en que debíamos ir amontonados él, yo, los muchachos y los útiles necesarios a la extracción y lavaje del oro.

Pero cuando todo estaba preparado para la marcha planteose una nueva línea de vapores fluviales, que entró en competencia con la ya establecida; y he aquí a esta, rebajando sus pasajes hasta lo ínfimo, y la otra, dándolos gratis para desbancarla.

Esta circunstancia fue parte a que Samuel cambiara de idea, y resolviese embarcarse. Pero se guardó bien de tomar pasaje en los vapores que los obsequiaba; pues temía una revancha de aquella excéntrica liberalidad: concertolo, sobre manera módico a bordo del «Nuevo Mundo» hermoso vapor, lujosamente condecorado, perteneciente a la primera empresa.

Entretanto, yo ignoraba el paradero de Estela y hallábame devorado de ansiedad. ¿Partiría sin verla? ¿Alejaríame sin confiar a su hermano los siniestros recelos que me preocupaban?

Sin embargo, pasaban los días, y el de la marcha se acercaba, y llegó la Víspera sin que hubiese podido saber nada de ellos.

Dormía yo aquella noche, un sueño inquieto, poblado de visiones y pesadillas, cuando vino a despertarme un rumor extraño, mezclado de gritos, de imprecaciones y gemidos. Precipiteme hacia fuera; y la vista del espectáculo que se ofreció a mis ojos, me arrancó este gritó de terror: ¡Estela!

Un mar de fuego arremolinaba sobre la ciudad sus gigantescas llamas, que impelidas por una fuerte brisa de Este, envolvíanlo todo en humeantes torbellinos, extendiéndose con prodigiosa rapidez hasta el puerto. Bandadas de pueblo, agitándose entre el humo y los torrentes de chispas atravesaban la encendida zona, completando el infernal aspecto de aquel cuadro.

-¡Estela! -exclamé, y arrojeme a las llamas.

Los elegantes edificios que al llegar cautivaron mis miradas, desplomábanse en torno mío, sepultando bajo sus ardientes escombros la multitud, que huyendo del fuego se precipitaba en las calles.

El corazón palpitante, el oído atento, los ojos deslumbrados por las llamas, el aliento sofocado por el humo, corría yo, abriéndome paso entre la muchedumbre clamorosa, vagando al acaso, sin saber dónde dirigir mis pasos, cayendo, alzándome, pero corriendo siempre, y llamando a Estela con gritos ahogados por el hálito candente del incendio.

En un momento que, arrebatado por el empuje de la turba, corría con ella, sin que mis pies tocaran el suelo, cruceme con un hombre de alta estatura, que llevando en brazos un cuerpo envuelto en una sábana marchaba en sentido inverso. Su imponente busto dominaba a la multitud, cuya corriente cortaba con seguro paso.

La ola humana que me arrebataba, llevome cerca de él, y tuve tiempo de reconocerlo. Era el hombre cobrizo de los agudos dientes.

Un grito de rabia se exhaló de mi pecho; y haciendo un supremo esfuerzo, logré asir el cuerpo que llevaba entre sus brazos. Pero la fuerza que me arrastraba me impelió a larga distancia; y derramándose en el recinto de una plaza dejome en tierra, con la rabia en el corazón y la desesperación en el alma. No tenía duda: aquel cuerpo era Estela, que ese ser misterioso se robaba.

De repente noté que mis manos estrechaban convulsivamente un objeto. Era un trozo de aquella sábana que yo así al paso, en la esperanza de salvar a Estela.

Entre los dobleces que la crispación de mis nervios había impreso en la tela, encontré un rizo de cabellos blondos. Este descubrimiento me tranquilizó un tanto. No era el cuerpo de Estela, lo que aquel sudario envolvía.

Sin embargo, ¿qué había sido de esta querida niña, en la horrorosa catástrofe que tuvo lugar aquella noche?

El alba me encontró recorriendo las calles, chamuscados los cabellos y el vestido desgarrado, llamando inútilmente, entre el tumulto, a Estela y su hermano.

Fuerza era, no obstante, abandonar esas investigaciones, para reunirme a Samuel, pues la hora de partir había llegado.

Pero ¡ah! ¿cómo partir en tan horrible incertidumbre? ¡Imposible!

Así lo signifiqué a Samuel, que, dando a su meliflua voz un acento trágico.

-¡Ingrato! -exclamó- ¡quieres abandonar por compañeros de un día, a este viejo amigo, que compartió con tu madre el cuidado de tu infancia! ¡Yo iré a decírselo, pero antes te maldeciré en su nombre!

Estas palabras dispertaron un sentimiento que vivía latente en mi alma, el remordimiento. En efecto, mecido por las dulces emociones de un nuevo cariño, comenzaba a olvidar el cariño de mi madre. La severa reconvención del judío pareciome el eco de mi conciencia.

-¡Partamos! ¡partamos! -le dije, y me apresuré a seguirlo.

Como he dicho ya, el «Nuevo Mundo» era un hermoso vapor, provisto no solo de toda suerte de comodidades, sino de lo superfluo del lujo. Su toldilla era una elegante galería, colgada de ricas cortinas, y adornada como un salón. Llenábala una multitud de pasajeros que iban, venían, reían y hablaban a la vez, formando el más animado cuadro, en tanto que el vapor se deslizaba suavemente entre las pintorescas márgenes del Sacramento.

Recostado en la borda, cubierta de floridos tiestos, contemplaba yo tristemente la ciudad, que se destacaba a lo lejos como un miraje sobre el azul del océano. «¡Estela! ¡Estela!» murmuraba suspirando.

Una mano se posó en mi hombro. Volvime y di un grito de gozo. Era ella. Abrazámonos como quienes vuelven a verse, pasado un gran peligro.

Cuando la emoción me permitió hablar:

-¿Cómo es que te hallas aquí -la dije- después de haberte buscado tanto, inútilmente?

-Mi hermano está empleado a bordo -respondió ella-. En cuanto al motivo que me ha hecho dejar la casa de madama Gerard ¡ay! ¡Andrés!... ¡Siempre el hombre color de cobre! ¡Siempre ese fantasma amenazador que me sigue a todas partes! ¡Ah! ¡Tú no sabes lo que anoche aconteció!

Figúrate que dormíamos, Emilia Gerard y yo en un cuartito separado del de madama Gerard por un tabique de lienzo y por otro de tabla de la casa vecina por donde principió el fuego.

Despiértome, sofocado el aliento por una atmósfera densa y saturada de un fuerte olor de alquitrán. Casi al mismo tiempo, un resplandor rojizo iluminó el cuarto, y torrentes de humo se introdujeron por los intersticios de las tablas.

Iba a despertar a Emilia, cuando de súbito, un golpe, asestado sin duda con una maza, hundió el tabique, y en un fondo de llamas vi dibujarse una figura colosal, que asomó la cabeza, haciendo blanquear a la luz de las llamas unos dientes agudos como los de un perro. ¡Era el hombre color de cobre!

Apenas tuve tiempo para deslizarme debajo de la cama. Muy luego sentí sus pasos en el cuarto. Yerta de terror, no me atrevía a respirar.

Y Emilia dormía siempre.

El hombre cobrizo palpó mi cama: la encontró vacía y dirigiéndose donde dormía Emilia, levantola en sus brazos, y saliendo por la brecha practicada en el tabique envuelto ya en las llamas, traspúsolo y desapareció.

Al sentirse asida, Emilia dio un grito que despertó a su madre; pero cuando esta acudió encontró el cuarto vacío e incendiado por las llamas: su hija había desaparecido, y yo oculta debajo de la cama estaba desmayada.

Los gritos de la pobre madre me despertaron del profundo desvanecimiento en que yacía. Era tiempo: las llamas iban ya a consumirlo todo.

En ese momento, mi hermano y el cónsul del Perú llegaron trayendo a Emilia, a quien encontraron sola entre la multitud.

Al sentirse arrebatada de su cama en medio del sueño, la pobre niña perdió el conocimiento. Vuelta en sí a impulsos de su mismo terror, dio gritos llamándome en su auxilio. Pero al escuchar el nombre que Emilia invocaba; su raptor la puso bruscamente en tierra; mirola con unos ojos que la hicieron estremecer y se alejó, perdiéndose entre la multitud.

El establecimiento de madama Gerard ha sido devorado por el fuego. Felizmente, su hijo ha llegado de las minas trayendo consigo un millón, y van a regresar a Francia. Me habría muerto de pesar si hubiera ocasionado su ruina. Porque estoy persuadida que ese hombre es el autor del incendio. Juzga si debo apartarme un punto de mi hermano. Ocultándole mis terrores y la persecución de ese hombre, para evitar un conflicto, he obtenido de él que me lleve consigo. Andrés, hermano mío, quédate con nosotros.

-Harto la anhela el corazón -la dije-, tú lo sabes bien; pero el deber me llama lejos de ti. Samuel confía en mí para realizar sus proyectos.

-Ese avaro te sacrificará. ¿Es capaz él de buena fe con nadie? Cortaría las alas a su mismo ángel de guarda, por vender sus blancas plumas. ¡Ah! ¡y por este descreído nos quieres abandonar!

Esto, y aun más, me decía a mí el corazón; pero Samuel había invocado un nombre que desarrollaba en el recuerdo una encantada lontananza: y la casita de las orillas del Chile, y su solitaria habitante me aparecían llamándome, y echándome en cara mi ingrato olvido.

Estela comprendió lo que pasaba en mi alma y no insistió más.

Apoyados en la borda, el uno al lado del otro; sobre nuestra cabeza el cielo estrellado y a nuestros pies la rizada corriente; gozosos de hallarnos reunidos cuando menos lo esperábamos; bogando, sobre un palacio de hadas, en un magnífico río, encerrado entre floridas praderas, volvimos a ser los niños alegres de antes. Nuestra separación, el incendio y sus horribles peripecias; y hasta el recuerdo del ser extraño, cuya obsesión atormentaba a Estela, se borraron de nuestra mente, para dar lugar a las plácidas imágenes con que la dicha acaricia a sus elegidos.

Habíase iluminado la galería con vistosas lámparas, y presentaba un aspecto animado y pintoresco.

Estela y yo, asidos de las manos recorríamosla, inspeccionando los heterogéneos grupos que la llenaban. Aquí un corro de fumadores, yankees, estirados en mullidos sillones, y los pies sobre una mesa, enviaban al aire en perfumadas espirales el humo de sus habanos; allí, sobre los cojines de un diván, un congreso femenino discutía a media voz, sobre modas y saraos. Mas allá, en medio de un círculo de curiosos, sosteníase con encarnizamiento una partida de ajedrez. Más lejos, aun, el ruido fatídico del cubilete, agitado por manos calenturientas, anunciaba el juego supremo, el terrible monte.

Detuvímonos a contemplar este grupo.

Componíanlo, el capitán del vapor, dos canadenses y un mejicano. El juego se hallaba fuertemente interesado, y mediaban crecidas puestas. Muy luego, la suerte se inclinó con un favor obstinado del lado del capitán y de uno de los canadenses, a cuyas manos fue a parar todo el oro de la mesa.

El mejicano se levantó al parecer sofocado por una violenta emoción; pidió permiso para ir un momento a tomar el aire, y se alejó. En ese momento trajeron té, y hubo un corto receso.

A poco, volvió el mejicano. Habíase tranquilizado; y con las manos cruzadas a la espalda miraba fijamente los dados, arrojados sobre el tapiz.

-Capitán -dijo, volviéndose a éste-, déme usted un gusto.

-No tiene usted sino pedir.

-Permítame usted besar estos dados, que tanto oro me han quitado.

-Dueño es usted de hacerlo.

Entonces, cruzado de brazos como se hallaba, el mejicano, inclinándose hasta tocar con el labio los dados, besolos con gravedad cómica.

Todos, hasta el otro perdido se rieron de aquella excentricidad. Pero el mejicano, imperturbablemente serio, fue a sentarse al lado de este.

-Pues, señor -dijo, marcando con lentitud cada una de sus palabras-, no siento perder mi dinero; sino perderlo, ganado con dados falsos.

-¡Falsos! -exclamó indignado el capitán, arrojando su taza-. ¿Quién osa dudar de mí? Los dados son míos, y yo los declaro buenos.

-¡Y bien! -replicó el mejicano en son de burla-, si tal convicción asiste a usted, nada más fácil que partirlos.

-¡Un cuchillo! -gritó el capitán-. Pero, ten entendido, infame calumniador, que su segunda función será cortarte la lengua.

Traído el cuchillo, cogiolo el capitán, y del primer machetazo dividió un dado en dos partes, que mostraron su diámetro de marfil limpio de toda culpa.

El capitán asestó un golpe al otro dado pero el cuchillo se le cayó de la mano. El dado estaba relleno de azogue.

-¡Infamia! -exclamó el capitán, pálido de rabia-. ¡Cómo han podido hacerme este cambio! mis dados estaban guardados bajo esta llave.

Y mostró una que llevaba entre los sellos del reloj.

Pero Estela, cuyos ojos eran tan despabilados como bellos, había visto que el mejicano, en vez de besar el dado lo engullía, dejando otro en lugar suyo.

El capitán devolvió las sumas que había ganado, y en un arrebato de caballeresca indignación, arrojó al agua el dinero con que entrara en juego.

Era un yankee en toda la espléndida acepción de esta palabra; extremado en todo, esencialmente en lo que mira al honor.

Con él viajaba su hija, una lindísima joven, que desde la primera vista se aficionó tiernamente de Estela, quien no menos se prendó de la graciosa yankecita.

Entre este doble cariño, mediaba una dificultad; ninguna de las dos sabía la lengua de la otra. Pero sus ojos, negros y azules hablaban el mismo idioma de sonrisas, y se comprendían a maravilla.

En ese momento, las señoras del diván se cansaron de charlar, y se acercaron al piano. Una de ellas, preludiando con un diestro arpegio tocó el valse La festa del cuarto acto de Hernani.

Al escuchar aquella música, de tan profundo efecto para los oídos americanos, las dos amigas se miraron sonriendo: ambas se habían adivinado.

Estela, con la rapidez de ademán que le era habitual, arrebató de la blonda cabeza de la yankee el calañez de terciopelo azul que la adornaba, quitole el largo velo blanco, y lo prendió sobre aquellos rubios cabellos, calándose ella el gracioso sombrerito. Luego, puso el brazo de su amiga sobre el suyo, y dando a su actitud un aire teatral de cortesana galantería, adelantose con ella al centro del círculo.

Su llegada produjo un grande entusiasmo. Las señoras despejaron; y retirándose entre las columnas de la galería, entonaron el canto lejano de los coros.

La pianista, encantada de aquella feliz ocurrencia que le permitía lucirse en su acompañamiento, comenzó su ejecución.


«Cessari, y suoni...»,


cantó Estela, en un contralto admirable.

«He come gli astri, Elvira mia,
sorrider sembrano al felice imené...»,


continuó arrebatando de entusiasmo al auditorio.

«Cosí brillar vedeali...»,


respondió el soprano dulcísimo de la joven yankee.

Imposible sería pintar el mágico efecto producido por ese canto, que se elevaba en medio de la noche mezclándose al murmullo de la corriente y al rumor de los vecinos bosques, a favor del silencio con que se le escuchaba. Pasada la primera emoción, numerosos bravos estallaron en toda la extensión de la galería, en tanto que el acompañamiento ejecutaba el ritornello.


«Sí, sí, per sempre tuo...»,


cantó, en fin, Estela. Y uniéndose las dos voces, entonaron el dúo.


«Fino al sospiro estremo»,


terminando con la terrible imprecación


«¡Maledizione di Dio!».


Y uniendo a la voz el ademán, Estela tendió la mano hacia el vacío, y cantó:


«Non vedi, Elvira, un infernal sogghigno?».


Pero de súbito, le vimos palidecer, dar un gritó y caer sin sentido.

Mientras los pasajeros del «Nuevo Mundo» atraídos por las melodías de Verdi, escuchaban a las jóvenes dilettanti, un vapor de la nueva línea, forzando sus máquinas para adelantársele, pasó pegándose tan cerca a sus costados, que uno de sus pasajeros dio un salto y se trasbordó.

Era el hombre color de cobre, que apareció de repente a Estela, como el fatídico enmascarado del drama.

-He ahí Falkand el filibustero -dijo al verlo, un viejo marinero.

-¡Qué! si es Murder ojo de azor -replicó el cazador de panteras.

-Si no fuera un imposible -observó un joven sonorense-, diría que estoy viendo al jefe de las bandas navajoes, al terrible Tobahoa, el de las mil cabelleras... que casi, casi, con la mía contó las mil y una.

Y mostró, a los que esto decía, lo alto de su frente rayada por una cicatriz profunda.

Pero el hombre reconocido en tan diversas personalidades, desapareció como había venido.

En tanto que nos ocupábamos en socorrer a Estela, el vapor se detenía en San Pablo y en Venecia, donde se embarcaron nuevos pasajeros.

Al volver de un largo desmayo, Estela fijó en mí una mirada angustiosa, que comprendí desde luego: temía que yo le hubiera dicho todo a su hermano. Estreché su mano para tranquilizarla, y ella me dio gracias por mi silencio. Pero desde entonces tornose triste y meditabunda, sin que los cuidados de su hermano ni la tierna amistad de la hija del capitán, pudieran arrancarla a la sombría preocupación que la embargaba.

Llegamos, en fin, al Sacramento, preciosa ciudad, que comenzaba a crecer y derramarse en una florida y pintoresca llanura, tendida como un tapiz al pie de los altos montes que le envían mezclados a las aguas que la riegan, los tesoros que esconde su seno.

Forzoso fue separarme de mis amigos. Estela se echó llorando en mis brazos.

-Andrés -me dijo-. Un presentimiento me advierte que tengo cerca una gran desgracia. Ruega, a Dios por mí.

Abrazome otra vez, y se alejó sollozando.

En tanto que mi joven compañero me refería sus recuerdos, la capilla subterránea había recibido nuevos huéspedes. Dos mineros de Corocoro, y un barítono italiano, cargados de sus sacos de noche y las caronas de sus cabalgaduras, coláronse dentro; formaron de todo ello una especie de diván, y cómodamente arrellenados, fumando sus cigarros, escuchaban ellos también, con profundo interés aquella historia.

Sin embargo, el narrador, absorto en las visiones del pasado, ni siquiera se apercibió de aquel aumento de auditorio.

Pocos días después -continuó- nos hallábamos a orillas del río Americano, haciendo parte de un pueblo extraño, hosco, taciturno, haraposo, diseminado entre las quiebras pizarrosas de aquellas márgenes, y excavándolas con febril actividad. Dividíase en dos campos, formados por nacionalidades recíprocamente hostiles.

Era el uno el campo de los chilenos: el otro era el de los yankees.

Sangrientos combates habían ya tenido lugar antes de nuestra llegada; combates cuyas funestas consecuencias señalaban numerosas cruces plantadas sobre montículos de tierra al borde de los senderos.

Un puesto, o placer, la posesión de un utensilio, la mirada de una mujer, todo esto, y mucho menos, era pretexto a tremendas riñas, en que los norteamericanos caían sobre los chilenos, o viceversa; y los revólveres de los unos, y los puñales de los otros, dejaban sangrientas huellas en ambos cuerpos.

Los chilenos cortaban las orejas a sus prisioneros; los yankees, volviendo oprobio por oprobio, los marcaban en la frente.

Sin embargo, y al través de tantos peligros, millones de hombres, encorvados sobre esa tierra bañada de sangre, los ojos encandilados por la codicia, mudos, desconfiados, sombríos, buscaban entre la arena húmeda que removía su barreta, la áurea centella que arrancaba un grito de gozo, reprimido por el temor. Sí, porque ¡ay de aquel que siquiera dejara sospechar un hallazgo! su muerte era segura: pululaban allí centenares de bandidos, que, disfrazados con la blusa del obrero, se arrojaban sobre él, y hacían desaparecer hasta su mismo cadáver.

Al llegar a los placeres, era necesario elegir entre uno u otro campo. El que aislaba su habitación queriendo permanecer neutral, era perdido: unos y otros lo arruinaban. Achacábanle todos los desmanes anónimos cometidos allí, y aplicándole la ley de Lynch, en dos por tres lo despabilaban.

En vista de estas consideraciones, y no queriendo llevar entre los suyos a sus jóvenes trabajadores, por razones que yacían en su mente, Samuel se situó en Black hill, donde los norteamericanos tenían sus placeres y su campo.

A la mañana siguiente, antes de ponernos al trabajo, Samuel reunió a los niños.

Amiguitos les dijo -véome forzado a modificar mis condiciones anteriores; condiciones dictadas por esperanzas que la realidad ha también, grandemente modificado. El salario estipulado en nuestras convenciones, lo tomareis en el trabajo del domingo, que os cedo todo entero, a condición de que será para mí en el resto de la semana.

-Pero, si nosotros somos libres, y queremos trabajar por cuenta nuestra.

-¿Libres? ¡ah! ¿hijos míos, y quién me paga a mí el viaje de cada uno de vosotros, que me cuesta un dineral? ¡Libres! nadie lo es en este mundo, en donde, más o menos, todos dependemos los unos de los otros. Por lo demás, nada tendréis que echar de menos: estaréis bien alimentados, cómodamente alojados, vigilados, para apartaros de las malas compañías, y sobre todo, queridos.

Los pobres muchachos agacharon la cabeza.

-En cuanto a ti, mi Andresino, ¡oh! en cuanto a ti es diferente. Mírote como hijo mío. Y ¿no es natural que el hijo trabaje para su padre, restricción ni interés?

-¿Y mi madre? -dije yo, profundamente inquieto por el sesgo que el judío daba a sus palabras.

-¡Tu madre! ¿No sabes pues, cuantos recursos tiene a su disposición aquella excelente señora? En primer lugar su amor al trabajo; la actividad y fortaleza de su ánimo; y más que todo, su sobriedad. ¿Para qué quiere ella nada?

-¡Cómo! ¿ha de carecer mi madre del sueldo que debo ganar para ella?

-Conságrale el trabajo del domingo. Tu religión, menos severa que la mía, no lo proscribe del día del Señor.

Comprendí cuán inútil era discutir sobre tal asunto con aquel miserable especulador, y resolví atenerme a mí solo para aliviar la suerte de mi madre.

Bajo la dirección de Samuel, los noveles trabajadores tuvieron aquel día un magnífico resultado. Desviada la corriente de un arroyuelo que se arrastraba formando numerosos meandros entre las quiebras de Black hill, encontráronse bajo su lecho de cuarzo, ricos depósitos, que se prolongaban, aumentándose, hasta los bordes del río.

Al cabo de un mes, Samuel había realizado fuertes sumas, que enviaba sucesivamente a Isacar, destinadas a las especulaciones de su comercio. Al fin de cada semana, hacía su viaje de remesa a Sacramento de donde volvía cada vez más contento por las noticias que le daba su socio.

A pesar del buen suceso obtenido por mis compañeros en la parte baja de la cañada, yo rehusé siempre asociarme a sus trabajos. Gustábame aislar el mío; y remontaba el curso del arroyo, hasta donde la cañada, estrechándose de repente, encajonaba la corriente entre dos muros de pizarra, que aglomeraban sus negras capas en un declive rápido formando el agua elevados saltos.

En las cavidades de esta especie de cataratas había yo encontrado gruesas pepas de oro, que aunque raras me hacían creer en la existencia de uno de esos maravillosos bolsones, ensueños de los buscadores de oro en aquellas regiones.

Mi trabajo prosperaba extraordinariamente. En menos de tres meses las cascadas del arroyo me habían dado más oro del que hubiera necesitado para hacer mi fortuna. Pero, del que mis manos extraían solo me pertenecía el que hallara el domingo. Y como si un poder enemigo se mezclase en ello, el producto de mi jornada, cuantioso los otros días, era en este, exiguo y mezquino.

Guardábalo, sin embargo, religiosamente y privándome hasta de lo más preciso, podía al fin del mes cambiarlo por una gruesa pepa de oro, que enviaba al cónsul del Perú en San Francisco, para que la remitiera a mi madre.

Entretanto la época del deshielo había llegado; y las inundaciones cubriendo los campos, destruyeron las vías de comunicación, e hicieron casi imposible el tránsito.

La escasez no tardó en hacerse sentir, y el hambre le siguió de cerca. Los víveres subieron a un precio fabuloso; el pan y la carne fueron solo para el que podía poner en la balanza su peso en oro, y aun así, se los disputaban, revólver o puñal en mano.

La penuria general fue para nosotros una verdadera calamidad. Samuel faltó al artículo capital de su segundo tratado. Arrastrado por la codicia, vendió los víveres que guardaba para nuestra manutención, y nos mataba de hambre; bien es verdad, que procurando sazonar con pintoresca elocuencia nuestro homeopático alimento.

-Probad, queriditos míos -decía con su dulcísima voz-, probad este arroz tan exquisito, que para vosotros han aderezado mis manos. ¿Hay algo tan limpio y tan sabroso? ¿Sentís el rico perfume que exhala? Es un manojito de tomillo que cogí en aquella hondonada y lo hice cocer a vapor entre el grano y la cubierta de la olla. Paladead su parte grasosa: es mantequilla de Suiza (eran chorreras de velas de esperma que le vendía por nada el sirviente de un tibolí), que ayer compré al fondista del Gran Pino. Comed, comed, hijos, que para ello se hacen las cosas buenas.

Y uniendo a sus palabras el ejemplo, comía con un regodeo, que habría despertado el apetito a un muerto.

Sin embargo, al cabo de quince días de aquel régimen cenobítico, Samuel y yo nos habíamos quedado solos en Black hill. Los muchachos habían desertado, uno, tras otro al campo de sus compatriotas.

El judío deploraba aquella deserción con apasionadas palabras.

-¡Ingratos! -decía- ¡criaturas hechas para mal! ¡Preferir a la amorosa blandura de mi trato, la compañía de esos desalmados! ¡Oh! ¡recoged, educad, habituaos a seres, que os abandonarán el mejor día, dejándoos una herida en el corazón!

Sin embargo, aquellos niños le habían dado en un trabajo de cuatro meses, cantidades inmensas de oro, que elevaban muy alto la cifra de su fortuna.

Samuel imitó mi ejemplo, y llevó su trabajo a la angostura del arroyo.

Cedile mi puesto, y subí hasta un paraje donde el arroyo formaba un recodo socavado en la roca por el curso torrentoso de las aguas, que corrían allí con rapidez, sobre un lecho de pizarra y de cuarzo.

Un poco más abajo, esta capa de pizarra quebrada en anchos trozos, abría a la corriente numerosas cavidades en que se perdía murmurando, para reaparecer después derramándose entre pintados guijarros.

Dejé a un lado mi barreta, y sentándome sobre un trozo de pizarra hundí la mano en uno de esos pequeños remansos. ¡Retirela llena de oro! Hundila sucesivamente en todos los otros. ¡Oro! ¡oro! ¡siempre oro!

Aquel día fue magnífico. Era un sábado.

Un sábado, es decir, víspera del día consagrado a mi madre.

El resultado de mi jornada pasmó a Samuel, que exclamó:

-¡Una semana más, y compramos Canaan, la perdida patria!

Él pensaba en su patria; yo en mi madre.

Aquella noche no pude dormir. Las rientes visiones de una felicidad próxima, revoloteaban en torno mío, tendiéndome los brazos y señalándome la luz del nuevo día, que iba a realizarla.

Hacia el amanecer, entre el pesado marasmo que sucedió al insomnio, pareciome escuchar un ruido confuso, semejante al de un torrente, que yo creí el zumbido de la sangre en mi cerebro.

El primer albor de la mañana me encontró a la orilla del arrollo; los brazos caídos, y en actitud de desaliento.

Las auríferas cavidades de donde la víspera extraje tantas riquezas, habían desaparecido, con los trozos de roca que las formaban. El ruido que en sueños escuché, era una avalancha, que despeñándose de lo alto de las montañas, lo había arrastrado todo hacia las olas tumultuosas del río Americano.

El radiante ensueño de la víspera se había desvanecido en el momento que iba a asirlo y tornarlo realidad. La hora con tanto anhelo deseada de ver a Estela, y volver al lado de mi madre, retrocedía hasta perderse en vagas lontananzas.

Senteme en el recodo sombrío del arroyo con el cuerpo y alma quebrantados, y la mirada maquinalmente fija en el negro cauce, cuyos bordes, dejados en seco, pasado el ímpetu de la avalancha, comenzaban a orearse, y tomar su azulado tinte.

Ignoro cuánto tiempo permanecí allí, abismado en negros pensamientos. El sol penetrando entre las ramas de un pino que se alzaba sobre la roca, deslizó uno de sus rayos en la oscuridad del recodo.

De repente, un pensamiento rápido y fulguroso como un relámpago, cruzó mi mente.

Alceme de un salto, y cogiendo la barreta, di un fuerte golpe en el borde saliente del cauce. La capa de pizarra que lo formaba saltó en trozos, descubriendo un ancho hueco, de cuyo fondo salieron resplandores que me deslumbraron.

Producíanlos enormes cantidades de oro, depositadas allí, aglomeradas sin duda, durante siglos por la acción de alguna corriente subterránea.


El fabuloso bolsón buscado en vano por mineros de profesión, habíalo encontrado yo, niño débil o inexperto; lo tenía delante, y de pie, inmóvil, contemplaba aquella materia preciosa, que el sol hacía irradiar bajo la negra pizarra del cauce; y las alegrías y temores del rico, invadían mi alma. No era oro lo que mis ojos veían en el tesoro maravilloso que tenía a los pies: era la felicidad de mi madre, la de Estela, el gozo de ser libre para volver a verlas, unirnos en una sola familia, y no separarnos jamás.

Pero ¿cómo extraer aquel tesoro? ¿cómo ocultar su posesión a millares de aventureros que rodeaban en torno a los placeres simulando los hábitos del trabajo, para mejor acechar la ocasión de entregarse a sus rapiñas?

Sin embargo, preciso era decidirse, y sobre todo, darse prisa.

Con el cuello tendido y la mirada, alerta, descendí el curso del arroyo, y me adelanté hasta el campo.

Hallábase silencioso, casi desierto: los trabajadores festejaban el domingo en las tabernas vecinas o en los bosques, dando caza a las aves y a las fieras. Samuel mismo, encantado de la valiosa cosecha de la víspera, habíase dado asueto, y jugaba al dominó en la fonda de un paisano.

Corrí a nuestra habitación, que era una tienda de esteras, donde Samuel y yo dormíamos: apartó la piel de búfalo que me servía de cama, y abrí en el suelo un hoyo de profundidad suficiente para guardar mi tesoro. Volví a colocar la piel en su lugar, y para disimular la tierra extraída eché sobre ella un montón de ropa.

Enseguida, enrollando una blusa de lona guarnecida de fuertes bolsillos, emboceme en un serape mejicano, y volví al recodo del arroyo.

Siete veces los anchos y profundos bolsillos de mi blusa, y el paño delantero del serape llenáronse de oro, y otras tantas desapareció en el hoyo oculto bajo la piel de búfalo.

Pero el receptáculo era inmenso. Extendíase al parecer bajo todo el lecho del arroyo, en la anchura del recodo; y su profundidad en la margen hacía conjeturar lo que tendría al centro del cauce.

Aquello era maravilloso. La deslumbrante realidad dejaba muy atrás las esperanzas del judío; no en una semana: en las doce horas del lunes que llegaba, Canaan era suyo.

Entretanto, el sol se había puesto y rumores lejanos anunciaban la vuelta de los trabajadores.

Corrí al campo, deposité en el hoyo el contenido de mi último viaje; arrojé lejos la tierra, que ahora reemplazaban masas enormes de oro, y volviéndolo todo a su orden habitual en la tienda, rendido de fatiga, pero el alma cerniéndose en espacios infinitos, tendime en mi cama y cerré los ojos, menos que para dormir para entregarme a mis pensamientos. Interrumpiolos Samuel, entrando en la tienda muy alegre, en una mano un pastel, y en la otra una botella de Champagne.

-Andresino mío -dijo con acento cariñoso-. El suizo del Encenar me ha referido el contratiempo que ha sufrido tu trabajo en la pasada noche: la avalancha te lo ha inutilizado. Pero no importa: eres inteligente: buscarás otro, y lo hallarás. Lo principal esta ganado. ¿No has dado ayer a tu amigo una verdadera riqueza? Catorce arrobas de oro he mandado hoy a Isacar, incluidas a la remesa de la compañía Hobber. A esta hora están marchando a San Francisco.

Entretanto, hijo mío, gusta este bocadito que separé para ti, y mójalo con un vaso de Champagne que tan bien debe sentar después de un día de trabajo.

Recordé entonces que me hallaba en ayunas. Las emociones tumultuosas del día habían hecho enmudecer la voz siempre tan exigente del estómago infantil.

Comí el pastel sin apetito; pero en cuanto al Champagne levanté en alto el vaso, y convidando a Samuel.

-¡A la salud de mi madre! ¡a la de Estela! ¡a la dicha que va a darnos la opulencia!

Samuel creyó ver en este último brindis, una alusión inquietante, y lo terminó, contestando:

-¡Cuando la hayas encontrado!

Reí de aquella observación, pensando en la espléndida sorpresa que reservaba yo al judío, y apuré con ansia calenturienta el contenido del vaso.

Los humos del champagne paralizaron poco a poco en mi mente la acción febril del pensamiento. Quedeme, al fin, dormido; pero con un sueño pesado como un letargo, y poblado de caprichosas visiones.

Bandadas de salteadores, puñal en mano, escalando las paredes de mi cerebro, se arrojaban sobre mí; los unos, mirándome con los siniestros ojos del judío Isacar: los otros haciendo brillar en satánicas sonrisas los dientes agudos del hombre color de cobre. Y con la avidez de la codicia pintada en el semblante, abrían mi pecho para buscar al través de mis entrañas el escondido tesoro.

Una mano, posándose en mi hombro, disipó aquella fatigosa pesadilla.

Era Samuel, que estaba gritándome:

-¡Andrés, Andrés...! la avalancha, desprendida otra vez de las montañas; pero ahora desbordándose en torrentes, cae sobre nuestro campo. ¿No ves?... ¡Todo esta inundado! Los yankees han huido: ¡huyamos!... Mira el agua que sube, y va luego a alcanzarnos... ¡huyamos! ¿qué tardas? ¡huyamos!

Y tomó cuesta arriba, las alturas de Black hill, coronadas de gente.

Pero yo no pensaba en huir. Si perdía el tesoro que me había hecho soñar tanta dicha, no, quería ya la vida. Inmóvil como un centinela entre el sitio que lo guardaba, y la inundación que iba a arrebatármelo, miraba las olas que avanzaban rugientes sobre la falda de la colina. Unas toesas más, y me envolvían en sus negros torbellinos.

La luz del alba que comenzaba a asomar tras de las negras copas de los abetos aumentaba la desolación de aquel cuadro, presentándolo en todo su horror.

La cañada pintoresca, tendida al pie de Black hill, a cuyo abrigo alzaba sus tiendas el campo americano, había desaparecido con sus grupos de árboles y las habitaciones que estos sombreaban. Llenábanla las aguas del arroyo, convertido en torrente impetuoso, cuyas cascadas se despeñaban zumbando con ruido aterrador.

Por dicha, las primeras olas de la inundación arrojaron no lejos de nuestra tienda, en una especie de ribazo, grandes masas de árboles y trozos de rocas que desviaron la corriente hacia la vecina hondonada, salvando nuestra habitación del estrago general.

Cuando, pasada la fuerza de la inundación, pude subir al recodo del arroyo, encontré su lecho de pizarra en seco. La impetuosa avalancha lo había socavado, abriendo al arroyo un nuevo cauce, por el cual corría ahora como bajo un puente natural. Otro habría caído en tierra, aniquilado ante aquella incalculable pérdida. A mí me hizo muy poca impresión. Era todavía, niño; y mi ambición no podía convertirse en codicia. Pesome solamente ver defraudado a Samuel en el logro de la enorme riqueza que, sin saberlo, iba a venirle a las manos.

Cuatro días después, el campo de los yankees se situaba más arriba; y el fondo de la cañada, en toda la extensión, bañada por las aguas de la avalancha, hallábase cubierta de trabajadores que, hundiendo las manos en el lodo de los charcos, recogían el oro en gruesas pepas.

Era el contenido del inmenso receptáculo depositado por los siglos bajo el lecho del arroyo.

Nadie como yo tenía derecho a esas riquezas en tan pocas horas descubiertas y perdidas; mas, siguiendo el sistema de aislamiento en el trabajo, llevé mis investigaciones a la hondonada.

Allí el agua había dejado un ancho lodazal cuya superficie comenzaba a verdear con una naciente grama, indicando con esto, que nadie se había acercado a aquel paraje.

En efecto, a la primera paletada de barro extraje multitud de trozos de oro; ya enclavados en fragmentos de cuarzo, ya sueltos, y como fundidos al crisol.

Cuando a la caída de la tarde volvía a la tienda, apenas pude subir el repecho de la hondonada tal era el peso que llevaba conmigo.

¡Cuánto gozo iba a inundar el alma metalizada de Samuel a vista del cuantioso producto de aquella jornada, que era suya!

Pero con gran sorpresa mía, no respondió a la señal convenida entre nosotros para anunciarle un hallazgo. Apresuro el paso, entro en la tienda, y lo encuentro caído en tierra, las facciones descompuestas, fijos y extraviados los ojos y el cuerpo torcido en horribles convulsiones. A su lado yacía una carta abierta y estrujada.

Levantelo en mis brazos: y logré, aunque con gran dificultad, ponerlo en la cama. Su cuerpo tenía la rigidez del cadáver.

Procuré hacerle tragar unas gotas de agua y corrí en busca de un médico francés que por casualidad se hallaba de paso allí.

Desde que lo vio, el doctor declaró al enfermo atacado del cólera.

-Pero -añadió, examinando las mandíbulas, cerradas por una fuerte contracción- el accidente ha sido provocado por emociones de dolor o de cólera... Y... justamente, he aquí una carta que va a ponernos en vía de lo que el sujeto ha sentido antes de ser atacado por el mal que se lo lleva, porque, no se engañe usted, que es, sin duda su hijo, o su dependiente: este es un hombre muerto. Con esta bebida que le dará usted, en dos porciones, recobrará el habla.

Y volviéndose al pobre Samuel, que estaba al parecer sin conocimiento:

-¿No es verdad, señor -le dijo-, que usted me oye y se halla en el uso de sus sentidos?

Un suspiro fatigoso fue la respuesta.

-¡Y bien! -continuó el doctor con un aplomo de Esculapio-, luego tendrá usted de vuelta el uso de la palabra. Aprovéchelo, se lo aconsejo.

Y se fue muy fresco, después de arrojar aquella terrible receta.

Como había dicho el doctor, la acción de la bebida hizo recobrar el habla a Samuel que volviendo hacia mí sus apagados ojos:

-¡El Dios de mis padres se ha apartado de mí -exclamó- porque yo me he apartado de sus caminos, por seguir los de la iniquidad!

El semblante de Samuel se descomponía cada vez más, y la huella de la muerte se marcaba profundamente en los contornos de su boca.

-Sí -continuó con apagada voz-, he cambiado al Dios de Abraham por el becerro de oro; y a este he sacrificado mi juventud, mi vida, y todos los afectos de mi alma... Ahora mismo, que las fuerzas me abandonan, y que el dolor se ha posado en mi cuerpo, la idea de dejar mis tesoros, es el mayor de mis sufrimientos... Pero... ¿qué digo?... ¡¡¡Ah!!! ¡infame Isacar! vuélveme mi oro... mi oro... ¡mi oro!...

Un horrible calambre contrajo todo su cuerpo y ahogó la voz en su garganta.

-En nombre del cielo -exclamé, asustado de aquella agitación desesperada- ¡Samuel! cálmate, amigo. ¿Deseas más oro? Yo te daré todo el que quieras. ¡Tú no sabes! lo he encontrado a montones en los cenegales de la hondonada... ¡Mira!

Y le presenté mi gamella casi colmada del oro que había extraído en la jornada.

A su vista los ojos del judío ya vidriosos y extraviados brillaron con un fulgor sombrío, casi feroz.

-¡Dios de Jacob! -exclamó alargando su crispada mano y hundiéndola en la resplandeciente masa- dame de tu eternidad un corto espacio para gozar con la vista y el tacto de esta maravilla; y después lleva mi alma donde plazca a tu voluntad.


* * *


Una horrible convulsión ahogó la voz de Samuel, que se agitó algunos instantes en violentos espasmos, quedando luego sin movimiento.

Creílo dormido.

Entonces me acordé que al lado de Samuel, caído y moribundo, había una carta abierta y estrujada. Busquela y la hallé, a mis pies. La letra era de Isacar, y gracias al conocimiento del dialecto calabrés, pude leer lo que sigue, que extracto de un cúmulo de esas injurias y denuestos atroces que abundan en el diccionario popular italiano:

«Demasiado tiempo abusaste de nuestra ignorancia en achaque de números, infiel depositario de unas piezas ganadas a riesgo de nuestra vida, a precio de nuestra sangre, y robadas por ti, miserable poltrón, que solo contabas el mérito de ocultarlas; y que las ocultabas tan bien a fe, que parecían luego una ilusión a las manos que las habían conquistado. Pero no hay plazo que no se cumpla; y el que, dimos a tus depredaciones hoy se ha vencido, y vamos a chancelar nuestras cuentas, aunque no a tu manera, allá, en los Abruzzos, sino limpia y netamente.

En primer lugar, yo, que he tenido el talento de conducirte a la trampa en que has caído, yo me he apoderado de tu oro, recibido en diez remesas; y Bepo, Estéfano, Bambino y Testa di Fuoco, caídos como llovidos del cielo, han echado el arpón al Luiggi, nuestro bueno y velero Luiggi, con el que batirán las aguas del Pacífico dando tantos zabullones a los pasajeros incautos, que muy luego llenarán sus áreas.

En cuanto a este servidor tuyo, vase a Italia. Comprará un palacio en Nápoles la bella, y pasará la vida deficiosamente tendido al sol, bajo los floridos naranjos de sus jardines».

-¡Un ladrón! ¡miembro de una banda de salteadores! -exclamé volviendo mis ojos hacia Samuel, que estaba inmóvil, y su rostro súbitamente enflaquecido, cubierto de una palidez azulada y lívida.

Acerqueme a él y lo toqué. Estaba muerto.

Aunque la revelación que acababa de tener me hacía mirar con horror a ese hombre, era ya un cadáver; y el prestigio de la muerte, aureola luminosa para la virtud, es para el crimen un velo que atenúa su deformidad.

Vivo, Samuel hubiese sido a mis ojos un malvado, y me habría alejado de él con repugnancia; muerto, olvidé que era un infame encubridor de robos; que fue un avaro sin conciencia; que se había conducido villanamente conmigo, defraudándome el precio de mi trabajo en perjuicio de mi madre. Todo esto olvidé para recordar sus cariñosas palabras, y el encanto de su voz. Sentí que me habían apegado a él esos lazos invisibles pero fuertes de la costumbre, que tan profundamente arraigan en el alma de los niños; y lloré por él lágrimas de verdadero dolor; y pasó la noche velando al lado de su cadáver.

A la mañana siguiente, cuando salí a buscar quien me ayudase a sepultar al muerto, encontré un grande vacío en torno a nuestra tienda. El terror al contagio la había aislado completamente.

Nadie quiso prestarme su auxilio; y fuerza me fue cumplir solo este deber.

Pero, como dice el adagio, no hay mal que por bien no venga. Así, este espanto, fueme tan favorable que me permitió, al abrir la sepultura bajo la tienda misma, extraer mi tesoro y alejarme sin excitar sospecha alguna.

Valime para ello del carro en que habíamos traído de Sacramento nuestros útiles de trabajo. Era una especie de caja, colocada sobre dos ruedas altas a propósito para atravesar las cenagosas llanuras.

Compré a un alemán, que acababa de llegar, el caballo en que vino, que era una bestia fuerte y en buenas carnes. Coloqué mi oro entre el fondo del carro, y una tabla del mismo grandor; eché encima mis ropas y algunas provisiones, y me puse en camino después de haber, a pesar del mosaísmo de Samuel, colocado una cruz sobre su tumba.

Poco después, por una calurosa tarde de junio, entraba yo con mi carro, hecho un cuento de harapos, pero sentado sobre un tesoro, en las populosas calles de Sacramento. Mi facha hacía reír a los impertinentes, y las muchachas me mostraban con el dedo. ¡Cuántos de ellos y ellas, si hubieran adivinado mi secreto, se habrían inclinado ante mí!

Estación de tránsito a las minas y teniendo en sus contornos mismos, ricos veneros, la ciudad de Sacramento hallábase ocupada por millares de huéspedes, que llenaban sus hoteles, y sus casas, albergándose hasta bajo los árboles de sus arrabales.

Dicho esto, inútil es añadir que un muchacho andrajoso como yo había de tener que resignarse a este último partido; tanto más cuanto que no pudiendo confiar a nadie la existencia de mi tesoro, érame imposible apartarme de aquel carro que lo guardaba.

Pasé pues de largo y atravesé la ciudad sin pensar siquiera en pedir hospedaje; deteniéndome solo para comprar algunas provisiones en la tienda de un mercader de comestibles que estaba leyendo un periódico a dos vecinos, y hacía grandes exclamaciones sobre algún suceso trágico allí referido.

-¡Perderse un tan hermoso buque! -exclamaba-. Era, sin duda, el mejor de la antigua compañía.

-¡Y pensar que tantas desgracias las ocasionó solo el descuido de un fogonero!

-¿Descuido? Llámele usted mala intención y lo habrá acertado: oiga usted, sino este párrafo.

«Por más investigaciones que se han hecho, imposible ha sido encontrar al fogonero que ocasionó este horrible incidente que ha costado la vida a más de veinte personas. Su desaparición hace sospechar en él una intención criminal».

Al escuchar aquella lectura, mi corazón se estremeció: un horrible pensamiento cruzó mi mente.

-En nombre del cielo -dije al mercader-, dígnese usted a sacarme de una cruel ansiedad. En ese trágico incidente ¿se trata del «Nuevo Mundo»?

El mercader (todavía un yankee) mirome de pies a cabeza; y por no derogar, hablando a un desconocido; y ainda mais, a un desconocido tan indigente, mostrome la puerta, entregándome mis compras y guardándose el dinero.

Fuerza me fue alejarme, aunque llevaba el alma agobiada por un lúgubre presentimiento.

Sin embargo, cuando dejadas atrás las últimas calles de la ciudad, me encontré en aquella bellísima campiña cubierta de flores y sombreada por grupos de árboles, las nubes que oscurecían mi espíritu se disiparon. Nada vi en el aviso de aquel periódico, ni en las palabras del mercader que pudiera inducirme a pensar que el «Nuevo Mundo», ese buque donde Estela y su hermano se hallaban, fuera la víctima, de aquel desastre.

Reflexionando así, tranquilíceme gradualmente; y la calma de aquella hermosa naturaleza se apoderó de mi alma, que se abrió de nuevo a la esperanza.

Entretanto, la noche había venido; el cielo se poblaba de estrellas, y la brisa cargada de perfumes, hacía de la pradera una inmensa cazoleta.

A media hora de la ciudad y a corta distancia del río, una caravana había hecho alto al abrigo de un grupo de sicomoros. Era una colonia de alemanes que llevaban sus hogares a las cañadas vecinas del Sacramento.

Fuime a ellos y les pedí me permitieran pasar la noche en su compañía.

Acogiéronme con bondad y me hicieron lugar al lado del fuego, necesario en aquellas latitudes por la frialdad de las noches.

Una vez establecido mi hospedaje, los alemanes se dieron a una grave charla, abandonándome a mis pensamientos. Pensamientos color de rosa, que poblaban de rientes imágenes las lontananzas del porvenir; que acortaban distancias del tiempo y del espacio, y traían al presente la dicha que para lo venidero forjaba el corazón.

La luz de la fogata, reflejándose en las móviles ramas de los sicomoros, daba a aquella fantasmagoría una prestigiosa decoración.

En un momento que la azulada llama, impelida por la brisa, esparcía en torno una claridad más viva, divisé una forma blanca, que saliendo de entre los matorrales del lado del río, avanzó vacilante, indecisa, hasta la zona luminosa proyectada por el fuego.

A su vista, pasé la mano por mi frente y me restregué los ojos, creyendo que soñaba. Pero convencido en fin de que estaba despierto, lancé un grito y corrí hacia aquella aparición.

¡Era Estela! Estela, no fresca, risueña y elegante; sino triste, sombría, espantada y los vestidos desgarrados.

Desconociome de pronto y quiso huir; pero al escuchar mi voz se arrojó en mis brazos. Quiso hablar; pero le faltaron las fuerzas y se desmayó.

Las mujeres de la colonia se apiadaron de ella: lleváronla a su tienda y le dieron toda suerte de auxilio.

Ocupado estaba yo con ellas en hacerla volver en sí, cuando de súbito oímos un gran ruido en el campo. Invadiolo una turba de jinetes armados, que, sin desmontar, se arremolinaron silenciosos en torno a nuestros bagajes, escudriñándolo todo con la vista, cual si buscaran a alguien.

Uno de ellos, inclinado sobre el flanco de su caballo, levantó el paño de la tienda donde las mujeres rodeaban a Estela, ocultando de este modo su cuerpo, que yacía tendido en tierra.

La luz de una lámpara que nos alumbraba dio en el rostro del extraño visitante, haciendo brillar unos ojos fosfóricos y unos dientes agudos y apartados.

Era el hombre color de cobre.

Envolvíase en la manta rayada de blanco y negro de los llevaba la cabeza desnuda y sus cabellos abundosos y lacios, contenidos sobre las sienes por una banda roja.

Su aspecto era tan feroz, que al verlo las mujeres exhalaron un grito.

En cuanto a él, hundió su mirada de buitre en el interior de la tienda; paseola en derredor y enderezándose hizo dar un bote a su caballo; hizo oír un aullido ronco y gutural, y partió de su banda como un sombrío torbellino.

A ese grito, el cuerpo de Estela, que yacía sin movimiento, se estremeció, como sacudido por una descarga eléctrica; sus labios yertos, movidos por un supremo esfuerzo, pronunciaron, mezclado a un gemido, el nombre de su hermano. Aquel lamento fue para mí una dolorosa revelación; y el relato que el mercader leía aquella tarde, apareció a mi mente con su lúgubre complemento.

Estela volvió en fin de su largo desmayo. Como despertada por el terror, alzose de repente y mirando en torno con anonadados ojos:

-¡Andrés! -exclamó, encontrándome a su lado- ¿has oído ese grito? Es una señal. Es... el hombre color de cobre, que incendió el vapor; que mató a mi hermano; que me arrebató de entre sus brazos yertos, y de quien me he escapado por un milagro; pero que me sigue y a alcanzarme...

Y quiso huir arrancándose a nuestros brazos. La detuve.

-Nada temas -le dije-, estás conmigo.

Estela volvió en torno una triste mirada, y dijo, con acento dolorido:

-¡Sola en el mundo!

-¿Y yo? -exclamé- ¿no te amo, y soy también tu hermano?

-¡Oh! ¡Andrés! la vida comienza para ti, y te debes a tu madre que te espera. Si quieres volver a verla, huye de mí. El ser infernal que me persigue mata a cuantos se me acercan: mató a Alejandro; mató a la hija del capitán, y te matará a ti si no me huyes.

-Al contrario. Heme aquí a tu lado, y para siempre. Pero ¿qué es lo que ha sucedido? ¿Cómo han tenido lugar tan espantosos acontecimientos? ¿Por qué te encuentro en estos parajes, sola, en medio de la noche?

-¡Oh! -respondió ella- ¡es una horrible historia! ¡El bien hundiéndose de repente en los abismos del mal; la dicha naufragando a las puertas de una venturosa realidad!... ¡Y todo esto por culpa mía!

-¿Qué dices?

-Escucha. ¿Mis cartas no te decían cuán felices éramos, Alejandro, Lucy y yo? Y bien, la existencia, pasada así, entre dos seres queridos, recorriendo sobre las ondas, en su perpetuo viaje, los floridos campos, era para mí un encantado sueño. Alejandro y Lucy se amaban; yo era un vínculo más entre ellos, y su unión no estaba lejos. Solo tú faltabas a nuestra dicha; pero te hallabas cerca, y nos halagaba la esperanza de que pronto vendrías a reunírtenos.

Así, dividiendo el tiempo entre la música, las dulces pláticas y los halagüeños propósitos, ha pasado este año, el más dichoso de mi vida.

El capitán, unida su hija a mi hermano, contaba formar una para una línea de vapores destinada a la navegación de San Francisco, a los puertos meridionales del Pacífico. Él mandaría uno de aquellos buques; Alejandro, otro, y Lucy conmigo se establecería en Lima. ¡Qué perspectiva! ¡La patria, la amistad, la. familia!...

Pero ¡ay! todo aquello fue solo un encantado miraje, contemplado y desvanecido como la niebla al soplo de los vientos.

Anteayer, a la entrada de la noche, el «Nuevo Mundo», con sus máquinas encendidas, sus pasajeros embarcados y llevando a su bordo fuertes caudales en oro, aprestábase a zarpar del muelle del Sacramento.

Había yo dejado para ti una carta. En ella te daba parte de este programa encantador. Asignábate en él un hermoso rol; y gozosa con el gozo que te enviaba, llena el alma de rientes sensaciones, hallábame recostada en la borda, en el mismo sitio donde te encontré al partir para el Sacramento.

Como entonces, ahora también, la galería hallábase llena de gente que iba y venía, hablaba y se agitaba; pero yo me encontraba en mis pensamientos, que escuchaba, sin oír, aquel murmullo atronador.

A causa de la construcción particular del buque, desde el sitio donde me hallaba, tenía adelante las hornillas del vapor, ardiendo en toda su intensidad.

Mis ojos distraídos y vagorosos, atraídos por la reverberación del fuego, fijáronse al fin en aquel foco luminoso que brillaba en la noche como un infierno. Nada faltaba a la ilusión de aquel espectáculo. Dos hombres cuyas facciones desaparecían bajo una espesa capa de carbón, atizaban aquel fuego; y sus rostros enrojecidos por la llama, tenían una apariencia terrífica.

Uno de ellos, sobre todo, de estatura colosal, tenía unos cabellos tupidos y lacios, que el fuego erizaba, y que hacían adivinar un semblante diabólico.

Pero cuál sería mi espanto, cuando al volverse aquel hombre, vi dos ojos de buitre, relampaguear en la sombra; y bajo unos labios gruesos y contraídos dos hileras de dientes agudos y apartados; en fin, una figura que la irradiación de la dicha comenzaba a borrar de mi mente.

¡El hombre color de cobre!

Cuando la reacción del terror, que pegó mis pies al suelo, les hubo restituido su movimiento, huí de aquel sitio, y fuime a refugiar entre Lucy y Alejandro, que se espantaron de mi palidez.

Iba a hablar; iba a decirlo todo a mi hermano, pero como siempre detúvome el temor de suscitar un conflicto entre él y ese hombre espantoso: temor fatal que ha causado todo este desastre.

Callé, pues, y aterrada encerreme en mi camarote.

La fatiga del espíritu habíame adormecido y me agobiaba una horrible pesadilla. Un mar de fuego rielaba sobre mi cabeza en torbellinos de llamas: gritos tumultuosos me ensordecían, mezclándose a ellos lamentos y maldiciones. El aire que aspiraba era cálido y sofocante; y una extraña opresión abrumaba mi pecho.

De súbito despertome un fuerte golpe.

La puerta del camarote cayó, dando paso, entre una bocanada de fuego, a un hombre que llevaba en uno de sus brazos el cuerpo inerte de una mujer desmayada y que tomándome a mí en el otro, arrancome a las voraces llamas del incendio que devoraba el buque.

Era Alejandro que salvaba a su esposa y a su hermana.

Pero en el momento que llegaba al portalón para arrojarse con nosotros al agua, yo que me reclinaba en su hombro vi alzarse una figura negra, colosal, terrible que haciendo remolinear en el aire dos mazas de plomo pendientes de dos cordeles, dejolos caer sobre las cabezas reunidas de mi hermano y su novia, derribándolos muertos a sus pies...

El frío del agua me volvió en mi acuerdo. Abrí los ojos y vi fulgurar, casi pegados a mi rostro, dos ojos de buitre y una espantosa sonrisa mostrome los dientes agudos del hombre color de cobre.

Me llevaba en sus brazos y nadaba a la orilla donde enviaba una señal, con un grito ronco y siniestro.

El terror me dio fuerzas. Hice un movimiento brusco, escapeme de entre sus manos y me dejé caer al fondo del agua.

Cuando mis pies tocaron la arena limosa del fondo -continuó Estela- dejeme arrastrar corriente abajo por el ímpetu de la onda, hasta que exhausta de aliento, hube de ir a buscarlo a la superficie del agua.

Encontreme en medio del río, envuelta en profunda oscuridad, escuchando por todos lados gritos de angustia, gemidos de agonía. La memoria me había abandonado. ¿Cómo me encontraba allí? ¿Qué había sucedido? Lo ignoraba. Sabía, solo, que huía de un espíritu maléfico a cuyo poder había escapado. ¿Cómo? Ignorábalo igualmente: mas, poseída de terror, apenas osaba asomar la cabeza fuera del agua lo bastante para aspirar un poco de aire; y nadaba, cortando la corriente con la fuerza que me prestaba el miedo. ¡Ah! cuando en días más felices, triscando con mis compañeras en la deliciosa ensenada de Chorrillos, aprendía de Ceferino el arte de la natación, ¿quién me dijera que había de servirme para salvar la vida y la honra?

Alcancé por fin, la orilla, escarpada en aquel paraje y cubierta de zarzas, que hundían en el agua sus espinosas ramas.

Fatigada, exánime, falta de aliento, asilas con ansiosa mano; pero las solté al punto y retrocedí espantada.

¡Enredábase en ellas una larga cabellera, que sostenía flotante el cuerpo de una mujer ya cadáver; era Lucy!...

Al volver de un síncope cuya duración no puedo calcular, encontreme arrojada por las olas sobre una playa desierta sombreada de altos jarales. Mis miembros entumecidos, carecían de movimiento. Un silencio sepulcral reinaba en torno, interrumpido solo por el murmullo de la corriente y el chillido de las aves nocturnas.

Procuré levantarme, y me arrastré hasta lo más tupido de la maleza. La oscuridad, el dolor y el miedo, forjaban en torno mío visiones que me aterraban.

De repente llegó a mis oídos, lejano, pero distinto, aterrador, el grito salvaje del hombre color de cobre; y a poco, un grupo de jinetes pasó cerca de mí, haciendo chispear los guijarros con los acerados cascos de sus caballos.

El terror me dio las fuerzas que no tenía: eché a huir en opuesta dirección y llegué cerca de aquí, a una espesura donde me oculté, y de donde el frío de la noche me hizo salir, atraída por la lumbre. ¿Qué milagro de la Providencia te ha traído a mí?

Al siguiente día, todos partimos juntos: los alemanes a tomar su nuevo establecimiento, en las cañadas del Sacramento.

¡Sin el dolor que amargaba el alma de mi compañera y mi propio corazón, cuán delicioso habría sido aquel viaje!

Sentados el uno al lado del otro, muellemente llevados al través de bellísimas praderas, a nuestros pies un tesoro y sobre nuestras cabezas el esplendor de un cielo de verano, surcado de nacaradas nubes, y de bandadas de aves que llenaban el espacio con variadas armonías.

Pero Estela no era ahora ni la sombra de sí misma.

Su pena tenía un carácter siniestro; era muda y sin lágrimas.

Invitábala algunas veces a bajar del carro y marchar a pie. Cedía a mi ruego con una complacencia triste; y caminábamos, literalmente, sobre una alfombra de flores. Pero ella, cuya alma era tan entusiasta, pasaba ante estas magnificencias, de la naturaleza con la más fina indiferencia.

En fin, la ciudad de San Francisco y su bahía cubierta de buques nos aparecieron una mañana a la primera luz del alba; y poco después atravesábamos sus calles dirigiéndonos al puerto donde esperábamos encontrar algún buque próximo a darse a la vela para el Callao, pues, Estela anhelaba alejarse de aquellos lugares, que tan funesta influencia habían tenido en su destino. Yo mismo, agitado por una extraña inquietud, deseaba ardientemente el regreso a la patria.

Como para servir a nuestros propósitos, un gran cartelón pegado a una de las columnas del pórtico en una casa de consignaciones; anunciaba para aquella tarde la salida del bergantín «Pietranera» con dirección al Callao; añadiendo que ofrecía excelentes comodidades para carga y pasajeros.

A esta noticia el rostro de Estela, por vez primera, después de la horrorosa catástrofe del Sacramento, se coloreó con una sombra de alegría.

Encantado con aquel signo de bonanza, dime apenas el tiempo necesario para cambiar nuestro oro en letras, y comprar a Estela esas ropas, cintas y fruslerías que forman el equipaje obligado de una joven. Tomé pasajes en la misma casa de consignaciones, y al caer la tarde nos embarcamos.

Cuando llegamos a bordo, estaban aparejando. Era aquel un buque recientemente pintado de negro; conocíase que le habían dado un nuevo velamen, y cambiado los principales mástiles de su arboladura.

Al pisar sus escaleras, al bajar a su cámara, pareciome aspirar un aire de antiguo conocimiento, y cuando me presenté al capitán que se hallaba a proa con el piloto y el sobrecargo, creí haber visto ya otra vez, y así, juntos, aquellos rostros morenos y solapados.

Paseábame sobre cubierta preocupado por la idea importuna de un recuerdo que se alejaba al llegar a los bordes de la memoria, y que volvía, para alejarse otra vez, cuando Estela, que me había dejado para ir a tomar posesión de su camarote, acercose a mí, y murmuró a mi oído, «¡El Luiggi!».

Un relámpago iluminó mi mente.

Nos hallábamos en el buque de Samuel, y en poder de los bandidos que lo habían robado; que contaban para enriquecer, con el oro de los pasajeros que arrojaran al mar, y que no tardarían en comenzar por nosotros.

Por más que me pesara alarmar a Estela, tuve que instruirla de nuestra desesperada situación.

Pero con gran asombro mío, su semblante abatido por el dolor, serenose de repente revistiéndose de admirable tranquilidad.

-Señor -dijo al capitán, sonriendo con pueril indiferencia-, estoy consultando a mi hermano si me será permitido pedir a usted un favor.

Al traer a bordo nuestro equipaje, una ola lo ha mojado todo. ¿Me dará usted licencia para extenderlo al aire sobre cubierta?

Yo escuchaba aterrado. En el baúl que encerraba las ropas de Estela se hallaban nuestras letras de cambio; y en mi saco de noche una gran cantidad de gruesas pepas de oro que yo había separado para llevarlas a mi madre.

Mi espanto: creció cuando obtenido el permiso, Estela volviéndose a un marinero que estaba allí cerca le rogó fuera a tomarlos en el camarote.

Traídos a cubierta el saco y el baúl, Estela buscó en su bolsillo y encontró con gran trabajo las llaves de uno y otro. Luego, en presencia del capitán y de sus compañeros, a quienes procuraba mantener allí cerca; abrió y vació el saco y el baúl, y extendió las ropas, que en efecto estaban todas mojadas. Estela les había arrojado toda la provisión de agua que halló en el camarote.

¡El oro y las letras habían desaparecido!

Yo estaba absorto. Estela sin desconcertarse exhalaba mil exclamaciones de dolor a la vista de cada una de sus prendas; rizaba entre sus dedos las blondas ajadas por el agua, y me preguntaba con voz lamentable si en la vida, podría volver a comprar lo que aquella perversa oleada le había inutilizado.

Aquella astucia nos salvó.

Estela, con la curiosidad inquieta de las mujeres para registrarlo todo, había reconocido su antiguo camarote en un hueco, especie de escondite, formado por casualidad en la construcción del buque, y tan disimulado por el ajuste de dos tablas, que solo ojos tan perspicaces como los suyos podrían descubrirlo. Aterrada como yo, al recuerdo de la carta de Isacar, ocultó allí el oro y las letras, y formó el plan de aquella farsa, con la que echó tierra en los ojos de aquellos bribones redomados.

Sin embargo, a pesar de la seguridad en que nos dejaba el engaño en que yacían los bandidos, la presencia de Estela entre ellos, me llenaba de inquietud. El sueño había huido de mis ojos y pasaba la noche a la puerta del camarote de Estela, de pie, inmóvil, el oído atento, la mirada perdida en las tinieblas y apretando en la mano el mango de un puñal.

En fin, un día al través de las primeras nieblas del otoño, divisamos la bandera del Perú izada en lo alto de un torreón.

Una hora después habíamos llegado al Callao.

A vista de este puerto, de donde había partido con su hermano, una lágrima rodó de los ojos de Estela. Pero ella la enjugó con prontitud y volvió a su triste serenidad.

Apenas echada el ancla llegó la visita de la aduana.

Un pensamiento vino a asaltarme, importunándome bajo la forma de un doloroso deber. Allí estaban tres bandidos, que habían robado un buque y que se proponían hacerlo teatro de robos y asesinatos. ¿Los denunciaría entregándolos al brazo de la ley? ¿Callaría haciéndome responsable de la sangre que iban a derramar?

Miré a Estela, que me comprendió.

-Dejemos siempre a Dios el castigo de los malos, y no manchemos nuestro labio con una delación.

Aprovechamos, sin embargo, de la presencia de la aduana para extraer nuestros fondos.

Cuando los bandidos vieron en mis manos un saco de oro y una cartera llena de letras de cambio, una llamarada de cólera ardió en sus ojos y fijaron en Estela una mirada fulminante.

El ferrocarril, establecido en nuestra ausencia, nos llevó a Lima.

Al poner el pie en las baldosas de la estación, Estela asió mi mano y me guió.

-¿Dónde me llevas? -la pregunté.

-A mi morada -respondiome.

Y caminamos largo rato.

Al pasar delante de una iglesia: «¡Santa Ana! -dijo Estela-. Aquí hice mi primera comunión». Entró en aquel templo, se arrodilló y oró.

Alzose luego, y observé que me miraba furtivamente con ojos llenos de lágrimas.

Una cuadra más arriba, vi, en el ángulo de la calle, una gran piedra agujereada de parte a parte sin duda por la acción del agua.

-¡La Piedra Horadada! -exclamó Estela-. Cuando yo era niña, en nuestros bailes del domingo, danzábamos al son de graciosos cantos, en los que estos sitios eran nombrados entre armoniosas cadencias. ¡Quién me dijera que en ellos había de dar mis últimos pasos en el mundo!

-¡Tus últimos pasos en el mundo! ¿Qué dices?

-¡Espera! -dijo mi compañera, entrando conmigo en la portería del monasterio del Carmen, y llamando al postigo. La puerta se abrió.

-¡Estela! -gritó una monja anciana que a la sazón atravesaba el claustro, y que corrió a la puerta.

-Sí, madre abadesa, Estela, que pasó los primeros días de su vida a la sombra de estos muros, y vuelve a ellos para siempre. Dadme el velo de novicia.

Estela se volvió a mí, me abrazó y desapareció tras de aquella puerta, antes que yo hubiese podido volver en mí del estupor en que me dejo aquella repentina separación. Un rayo que hubiese caído sobre mi cabeza, una puñalada en la mitad del corazón, no me hubieran hecho tanto daño. Arrojeme contra aquella puerta, en la esperanza de derribarla; lloré, grité, llamé a Estela con todos los gemidos de la desesperación, y pasé la noche tendido en tierra ante aquella puerta cerrada y muda como un sepulcro.

Arranqueme al fin de allí, y algunas horas después, el vapor que marchaba al sur me llevaba a su bordo.

En el momento que desembarqué en Islay, monté a caballo y llegué a Arequipa, sin haber descansado una hora en el tránsito.

-¡Madre! -murmuraban mis labios mientras corría por la arenosa sabana que se extiende entre el puerto y la ciudad- ¡madre mía! tus sueños de dicha van a realizarse. He aquí tu hijo que lleva un tesoro para ponerlo a tus pies.

Había dejado atrás el desierto -continuó el joven, con voz cada vez más conmovida-, había pasado las quebradas estériles, y entrando en las que comenzaban ya a vestirse con las fragantes yerbas de nuestra hermosa campiña, subía el repecho del primer Alto. Al llegar a la cima, el Misti imponente y lóbrego me apareció todo entero, de su negro pie hasta su nevada cumbre.

La vista del monte sagrado, esa vista que estremece de alegría a todo arequipeño, hízome estremecer de extraño terror; y mis ojos, anhelantes, lo interrogaban, y el alma contristada creía ver en sus sombras siniestros augurios.

Cuando mi caballo, jadeante y sin aliento, se paraba relinchando en el segundo Alto, la noche comenzaba a extenderse sobre el inmenso paisaje. Sin embargo, los rayos de la luna me mostraban, aunque confusos, todos sus detalles; y allá, en su lejano fondo, reflejábase en una larga hilera de blancas cúpulas:

¡Arequipa!

Atravesé rápido como una exhalación el valle de Congata y los callejones de Tiabaya, asustando a las gentes que se encontraban a mi paso, y se apartaban temerosas; creyéndome un alma en pena. Mi caballo caía de cansancio; pero yo lo alzaba con la voz y con la espuela, y corría adelante.

De repente, a la vuelta de un recodo, la blanca ciudad me apareció otra vez, pero esta, del todo cercana: veía sus luces, oía sus rumores.

¡Azuzo mi caballo, que se precipita dando saltos desesperados; tocó los arrabales; atravieso el puente; subo la margen del río, ¡llego!...

La casita yacía allí, oscura y silenciosa; y las higueras tendían sobre ella su negra sombra.

La puerta estaba cerrada.

-Duerme -dije; y arrojándome del caballo, llamé con los golpes que solía en otro tiempo anunciarme a mi madre. La puerta permaneció cerrada, y el eco solo, me respondió de adentro, sonoro y vacío.

-¡Madre! ¡madre! -grité, pegando el rostro contra aquella puerta muda.

Una mujer salió a mis voces, de una casa vecina y vino a mí.

-Ayer la llevamos al cementerio -me dijo-. Las penas y el trabajo han dado fin a su existencia. He aquí la llave de su casa, que ella me encargó recogiese para entregarla a su hijo.

Viéndome inmóvil y mudo, caído sobre el umbral, aquella mujer se compadeció de mí, y quiso llevarme a su casa; pero no pudiendo obtener que la siguiese, dejome solo y se retiró.

Ignoro cuánto tiempo quedé allí, caído en tierra y la frente apoyada en la piedra del umbral. La brisa helada de la noche me hizo volver del profundo anonadamiento en que yacía. Alceme del suelo con los miembros entumecidos y el cuerpo como aniquilado por una larga enfermedad. Busqué la llave sin poder encontrarla, hasta que la sentí apretada entre mis dedos.

Abrí la puerta y entré en aquella casa, donde corrieron tan dichosos los días de mi infancia, bajo el ala del ángel que había volado al cielo, después de haberme llorado y esperado en vano.

Encendí luz, y tendí en torno una dolorosa mirada.

Todo estaba como antes en aquella morada solitaria, y la presencia de mi madre se hacía sentir en todas partes. Aquí estaba su telar, allí su taburete y su labor; más allá mi cama, hecha, y pronta a recibirme, frente a la suya, revuelta, y mostrando en su desorden el paso de la muerte. En la cabecera de esa cama, al pie de un crucifijo, y sobre una hoja de palma bendita, encontré esta joya; que contenía todo el oro que yo le envié de California, y que la pobre madre, disfrazando bajo aquella graciosa forma su tierna abnegación, guardaba siempre para mí.

Senteme al lado de aquel lecho vacío, apoyé la cabeza en las manos y me hundí en un abismo de dolor.

No era ya el niño que cuatro días antes lloraba a su compañera en la puerta del monasterio, llamándole con gritos y sollozos. El golpe que ahora me había herido era tan rudo que paralizó toda expansión; y las lágrimas, ese bálsamo supremo del alma, habíanse coagulado en mi corazón.

La luz del siguiente día me encontró en la misma actitud, el labio mudo y los ojos secos; pero mis cabellos sedosos y húmedos, aun, con la savia de la infancia, estaban sembrados de canas.

Y el joven pasó su mano sobre su negra cabellera, entre cuyos bucles brillaban algunas hebras blancas.

-Aquella noche, entre los desvaríos de mi dolor -continuó-, pasado un momento de sombrío silencio formé un proyecto, que un mes después, había del todo realizado. Era este proyecto, cumplir los votos de mi madre; sus deseos para el porvenir, desarrollados por ella en diferentes perspectivas y gravados en mi mente al calor de su palabra.

Compré en la campiña todos los sitios que le eran agradables, y donde gustaba llevar sus pasos; construí la casa de campo rodeada de vergeles que su pintoresca imaginación ideaba, y llenela de todos los bellos objetos que solían recrear sus ojos. Adquirí a fuerza de oro los terrenos vecinos a nuestra casita de las orillas del Chili, y haciendo de ellos un vasto jardín, encerrela en su perfumada fronda, como el santuario de un ídolo.

En el recinto de este jardín, al centro de un bosquecillo de rosales, y no lejos del grupo de higueras, mandé erigir un sepulcro.

En él reposan los restos de mi madre, que yo robé una noche a la helada tierra del cementerio.

Así, morando al lado de su tumba, rodeándome de todo lo que de ella queda, fórjome la ilusión de que vive todavía.

He ahí porqué ayer estaba profundamente afligido por la pérdida de esta joya.

Alargué la mano a mi compañero, y estreché la suya, profundamente conmovida.

Entretanto, había amanecido, y el indio vino a decirnos que estaban ya ensillados nuestros caballos.

Dejamos la capilla subterránea y partiendo juntos, seguimos el mismo camino quebrado y rocalloso, que se extiende en rápido descenso desde las alturas de Tacora, hasta el llano de Pachia.

Al llegar a la Portada, el joven, arequipeño se despidió para entrar al Ingenio que se hallaba en una hondonada a la derecha del camino.

Los dos mineros de Corocoro, el barítono y yo seguimos nuestro camino, y marchábamos silenciosos. La historia de la noche nos había impresionado a todos.

-¿En qué piensa usted señora? -díjome uno de los mineros, presentándome un vaso de cerveza- ¿en el hombre color de cobre?

-¡Oh! ¡sí! Sus ojos de buitre y sus agudos dientes están bailando en mi mente. ¡Ser infernal! ¿Seguirá todavía la carrera de sus crímenes o habrá ya recibido el merecido castigo?

-¿Quién puede decírnoslo?

-¡Yo! -respondió el barítono, dejándonos mudos de sorpresa.

Pasada la sorpresa producida por aquella palabra, el barítono fue asaltado por un coro de reconvenciones.

-Cómo ¡lo sabía usted, y callaba!

-¿Por qué dejó usted ir al narrador, sin ponerle el punto final?

-¡Sin darle a saber en qué paró aquel malvado que tan buenos ratos le aguó!

-Guárdeme bien de incurrir en tal indiscreción. Lo que tengo que decir habría contristado más a ese joven, ya tan conmovido por su propio relato. Así, aunque reconocí desde luego en el retrato de aquel que él llama el hombre color de cobre, al horrible proteo de quien voy a hablar, callé, para evitarle nuevas y penosas emociones.

Era en 1853. Hallábame en San Francisco, haciendo parte de la compañía lírica que Catalina Hayes llevó a California. Era una noche de carnaval y cantábamos «I Masnadieri» en el teatro principal de la ciudad.

Desde un ángulo oscuro, donde, pegado a un bastidor, aguardaba mi salida, contemplaba yo la inmensa concurrencia que llenaba los ámbitos de la sala, y en aquel momento, escuchando a Catalina, prorrumpía en frenéticos aplausos.

Entregado me hallaba al estudio en detal de ese conjunto heterogéneo de semblantes, actitudes y expresión, que constituye el público, potencia temible, a cuyo aspecto el artista interroga con terror, cuando vino a desviar mi ocupación, una escena muda que se representaba en la sala.

Desde que el telón se levantó, había llamado mi atención la extraña figura de un hombre, sentado al centro de la platea. Sobre un busto que anunciaba una estatura colosal, alzábase con salvaje arrogancia una cabeza que habría hecho huir de espanto al doctor Gall, de tal modo estaban en ella aglomeradas, en pasmoso desarrollo las más siniestras protuberancias. Una masa enorme de cabellos largos, erizados y lacios, coronaba esta cabeza y añadía sombras al rostro de un color oscuro y sangriento donde relampagueaban con rabiosa fiereza unos ojos profundamente negros. Para completar este horrible conjunto, un labio naturalmente contraído, mostraba dos hileras de dientes blancos, apartados y agudos.

Tanto me impresionó la vista de ese hombre que no encontré extraño hubiera producido el mismo efecto en varios individuos, que, diseminados en diferentes puntos de la sala, se le iban insensiblemente acercando, por medio de un cambio de asiento, y habían acabado por formar un círculo en torno suyo. Situado en mi escondite, al fondo del escenario, abrazaba yo con una ojeada todos estos detalles.

A la derecha, un poco distante del círculo, tirado alrededor del hombre cobrizo, un anciano, al parecer oficial de marina, mirábale también fijamente; pero aquella mirada estaba impregnada de un rencor doloroso, visible en todos sus movimientos.

Mi entrada en escena precedía el fin del acto. Canté con una distracción que falseó todos los finales. Pero por más que me esforzaba para atender a la orquesta, mis ojos y mi pensamiento no se apartaban del drama que se representaba en la platea, y que comenzaba a tomar proporciones inquietantes. Porque, al fin comprendí que los curiosos del círculo, eran empleados de policía disfrazados.

Al frente, mudo y amenazador, como un navío de guerra preparado al abordaje, el viejo observaba, con la mano escondida en las solapas de su casaca.

Todavía no había caído el telón, cuando a un movimiento del hombre cobrizo para dejar su asiento, doce agentes de policía se aliaron para arrojarse sobre él.

-¡Nadie toque a ese hombre -gritó de repente el viejo marino-, es mío: me debe su sangre!

Y saltando, veloz como el pensamiento, asiolo por sus largos cabellos y le atravesó el cráneo con una bala de su revólver.

Al siguiente día, haciendo frente al pórtico de la cárcel, alzábase una horca, en la que estaba colgado el cadáver de un hombre sentenciado a aquel suplicio; y sustraído a él por una venganza. Delante de aquel horrible espectáculo arremolinábanse tumultuosos, grupos incesantemente renovados, en los que se referían del sentenciado historias espantosas.

-¡Falkland! -exclamaba uno- sí: no me engaño. Este es el filibustero incendiario de Centro América; el que gustaba de quemar a las familias, encerradas en sus casas.

-¡Ojo de Azor! el cazador que arrojamos de las praderas, por connivencia con los salvajes. Sí es él. Tenía unos ojos que hacían parar a los gamos en la mitad de la carrera.

-¡Tobahoa! Al fin caíste malvado indio navajo, que has robado más niñas a nuestros pueblos que días cuentas en tu perversa vida. ¡Desollador de cabezas! ¡lástima que han roto la tuya! Comprara yo tu cabellera para consolar al pobre sonorense de la larga cicatriz con que le hiciste perder su bellísima novia.

-¡Lástima, en efecto! -dijo, apartando el gentío, un hombre vestido de negro, que llegó seguido de dos cargadores-. ¡Consigo el permiso para disecar este cráneo, y lo encuentro fracturado! No obstante, quedan las mandíbulas, cuyos dientes, a lo que veo, son una especialidad.

Muy luego el gabinete público de historia natural, dirigido por el doctor Smith, poseía una nueva joya: un par de mandíbulas humanas, cuyos dientes blancos y apartados, eran puntiagudos como agujas.

Poco después, los periódicos de San Francisco anunciaron el suicidio de Mr. Scot, capitán del «Nuevo Mundo» vapor perteneciente a la antigua compañía de navegación en el Sacramento, incendiado por un fogonero con la intención de robar los caudales que conducía.

Las crónicas atribuían la acción desesperada del capitán al pesar en que vivía hundido desde la muerte de su hija, que pereció en aquel siniestro...

Una alegre cabalgata de hermosas tacneñas residentes en Pachia, saliendo de repente debajo los «molles» de una quebrada, invadió el camino, arrebatonos en su carrera y disipó con sus alegres carcajadas la tétrica impresión producida por aquel relato...


* * *


Agosto, había pasado, sembrando en pos suyo el luto y la desolación. Las ciudades de la costa habían sido barridas por las olas, arrastrando consigo a sus míseros habitantes: Arica, Iquique, Pisagua, no existían, y Arequipa, la blanca ciudad de las mil cúpulas se había desplomado. Sus hijos vagando en torno a los escombros, como almas en pena, aquejados por el frío y el hambre alejábanse, al fin, y venían a buscar entre nosotros nuevos hogares.

Los que habíamos sido huéspedes de la bella ciudad, corríamos a la estación cada vez que llegaba el vapor del Sur, con la esperanza de encontrar entre los tristes emigrados, algunos rostros amigos; y escenas patéticas de abrazos y lágrimas se repetían sin cesar.

Un día, entre los pasajeros que desembarcaban del tren, vi un hombre cuyas facciones me pareció reconocer, sin poder no obstante recordar su nombre.

Un tropel de gente lo ocultó a mi vista, y aquel recuerdo se borró.

Algunos días después, hallábame en el templo de las carmelitas, asistiendo a la misa solemne de una fiesta.

El altar estaba cubierto de luces y flores; ardía el incienso; y el órgano hacía oír sus acordes majestuosos.

En el rincón oscuro de la cancela donde me había colocado, noté de repente, que no estaba sola. Cerca de mí, sentado al extremo de un escaño, y la frente apoyada en la mano, hallábase un joven hundido en profunda meditación.

En cualquier otro lugar, no habría podido reconocer aquel rostro invadido por una barba abundante y negra; pero el sitio, y la emoción impresa en sus facciones, trajeron a mi memoria el viajero de la capilla de Uchusuma.

Al nombre de Estela, que pronuncié en voz baja, el joven volvió la cabeza, reconociome y estrechó mi mano.

-En nombre del cielo -le dije-, apresúrese usted a decirme qué suerte ha cabido en el horroroso cataclismo, a la casita sagrada de las orillas del Chili.

-El ángel que hizo allá su morada, extiende todavía sobre ella su ala protectora -respondió con acento fervoroso el joven arequipeño.

-Las bóvedas soberbias de los palacios se han hundido: ella conserva ileso su humilde techo, que hoy abriga a muchos infelices.

-Y ¿no ha pensado usted, al fin, en llevar a ella una esposa?

-¡No! -respondió-. En mi afecto fraternal por Estela debió existir el germen de una pasión, que interpone siempre su imagen entre mi corazón y el amor, llenándolo del sacro pavor que inspira el santuario.

-¿La ha visto usted?

-No he podido lograr esta dicha. Está en retiro, y su reclusión durará más tiempo del que puedo disponer yo, que he venido a comprar ropas y víveres para mis desventurados hermanos.

Mas ya que no me sea dado verla voy a oír su voz.

En ese momento las campanillas y las nubes de incienso anunciaron que iba a levantarse el velo del tabernáculo; el pueblo adoró de rodillas; y en medio del silencio producido por la mental plegaria, elevose de repente, intensa, dulcísima, una voz maravillosa, entonando un himno al Eterno.

Volvime hacia el joven; pero no tuve necesidad de preguntarle: la expresión de su semblante me decía que estaba oyendo a Estela.

Dejelo postrado en tierra, sumergido en un éxtasis, en el que tendría una bella parte aquella dulce y dolorosa odisea comenzada en el Pacífico, continuada en las praderas del «Sacramento» y acabada a la puerta del monasterio.