Una aventura del virrey-poeta

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Tradiciones peruanas
Tercera serie (1894) de Ricardo Palma
Una aventura del virrey-poeta


I[editar]

El bando de los vicuñas, llamado así por el sombrero que usaban sus afiliados, llevaba la peor parte en la guerra civil de Potosí. Los vascongados dominaban por el momento, porque el corregidor de la imperial villa don Rafael Ortiz de Sotomayor les era completamente adicto.

Los vascongados se habían adueñado de Potosí, pues ejercían los principales cargos públicos. De los veinticuatro regidores del Cabildo, la mitad eran vascongados, y aun los dos alcaldes ordinarios pertenecían a esa nacionalidad, no embargante expresa prohibición de una real pragmática. Los criollos, castellanos y andaluces formaron alianza para destruir o equilibrar por lo menos el predominio de aquéllos, y tal fue el origen de la lucha que durante muchos años ensangrentara esta región y a la que el siempre victorioso general de los vicuñas don Francisco Castillo puso término en 1624, casando a su hija doña Eugenia con don Pedro de Oyanume, uno de los principales vascongados.

En 1617 el virrey príncipe de Esquilache escribió a Ortiz de Sotomayor una larga carta sobre puntos de gobierno, en la cual, sobre poco más o menos, se leía lo siguiente: «E catad, mi buen don Rafael, que los bandos potosinos trascienden a rebeldía que es un pasmo, y venida es la hora del rigor extremo y de dar remate a ellos; que toda blandura resultaría en deservicio de su majestad, en agravio de Dios Nuestro Señor y en menosprecio de estos reinos. Así nada tengo que encomendar a la discreción de vuesa merced que, como hombre de guerra, valeroso y mañero, pondrá el cauterio allí donde aparezca la llaga; que con estas cosas de Potosí anda suelto el diablo y cundir puede el escándalo como aceite en pañizuelo. Contésteme vuesa merced que ha puesto buen término a las turbulencias y no de otra guisa; que ya es tiempo de que esas parcialidades hayan fin antes que, cobrando aliento, sean en estas Indias otro tanto que los comuneros en Castilla».

Los vicuñas se habían juramentado a no permitir que sus hijas o hermanas casasen con vascongados; y uno de éstos, a cuya noticia llegó el formal compromiso del bando enemigo, dijo en plena plaza de Potosí: «Pues de buen grado no quieren ser nuestras las vicuñitas, hombres somos para conquistarlas con la punta de la espada». Esta baladronada exaltó más los odios, y hubo batalla diaria en las calles de Potosí.

No era Ortiz de Sotomayor hombre para conciliar los ánimos. Partidario de los vascongados, creyó que la carta del virrey lo autorizaba para cometer una barrabasada; y una noche hizo apresar secreta y traidoramente a don Alfonso Yáñez y a ocho o diez de los principales vicuñas, mandándoles dar muerte y poner sus cabezas en el rollo.

Cuando al amanecer se encontraron los vicuñas con este horrible espectáculo, la emprendieron a cuchilladas con las gentes del corregidor, quien tuvo que tomar asilo en una iglesia. Mas recelando la justa venganza de sus enemigos, montó a caballo y vínose a Lima, propalando antes que no había hecho sino cumplir al pie de la letra instrucciones del virrey, lo que como hemos visto no era verdad, pues su excelencia no lo autorizaba en su carta para decapitar a nadie sin sentencia previa.

Tras de Ortiz de Sotomayor viniéronse a Lima muchos de los vicuñas.

II[editar]

Celebrábase en Lima el Jueves Santo del año de 1618 con toda la solemnidad propia de aquel ascético siglo. Su excelencia don Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache, con una lujosa comitiva, salió de palacio a visitar siete de las principales iglesias de la ciudad.

Cuando se retiraba de Santo Domingo, después de rezar la primera estación tan devotamente cual cumplía a un deudo de San Francisco de Borja, duque de Gandía, encontrose con una bellísima dama seguida de una esclava que llevaba la indispensable alfombrilla. La dama clavó en el virrey una de esas miradas que despiden magnéticos efluvios, y don Francisco, sonriendo ligeramente, la miró también con fijeza, llevándose la mano al corazón, como para decir a la joven que el dardo había llegado a su destino.


«A la mar, por ser honda,
se van los ríos,
y detrás de tus ojos
se van los míos».


Era su excelencia muy gran galanteador, y mucho se hablaba en Lima de sus buenas fortunas amorosas. A una arrogantísima figura y a un aire marcial y desenvuelto, unía el vigor del hombre en la plenitud de la vida, pues el de Esquilache apenas frisaba en los treinta y cinco años. Con una imaginación ardiente, donairoso en la expresión, valiente hasta la temeridad y generoso hasta rayar en el derroche, era don Francisco de Borja y Aragón el tipo más cabal de aquellos caballerosos hidalgos que se hacían matar por su rey y por su dama.

Hay cariños históricos, y en cuanto a mí confieso que me lo inspira y muy entusiasta el virrey-poeta, doblemente noble por sus heredados pergaminos de familia y por los que él borroneara con su elegante pluma de prosador y de hijo mimado de las musas. Cierto es que acordó en su gobierno demasiada influencia a los jesuitas; pero hay que tener en cuenta que el descendiente de un general de la Compañía, canonizado por Roma, mal podía estar exento de preocupaciones de raza. Si en ello pecaba, la culpa era de su siglo, y no se puede exigir de los hombres que sean superiores a la época en que les cupo en suerte vivir.

En las demás iglesias el virrey encontró siempre al paso a la dama y se repitió cautelosamente el mismo cambio de sonrisas y miradas.


«Por Dios, si no me quieres
que no me mires;
ya que no me rescates,
no me cautives».


En la última estación, cuando un paje iba a colocar sobre el escabel un cojinillo de terciopelo carmesí con flecadura de oro, el de Esquilache, inclinándose hacia él, le dijo rápidamente:

-Jeromillo, tras de aquella pilastra hay caza mayor. Sigue la pista. Parece que Jeromillo era diestro en cacerías tales, y que en él se juntaban olfato de perdiguero y ligereza de halcón; pues cuando su excelencia, de regreso a palacio, despidió la comitiva, ya lo esperaba el paje en su camarín.

-Y bien, Mercurio, ¿quién es ella? -le dijo el virrey que, como todos los poetas de su siglo, era harto aficionado a la mitología.

-Este papel, que trasciende a sahumerio, se lo dirá a vuecencia -contestó el paje, sacando del bolsillo una carta.

-¡Por Santiago de Compostela! ¿Billetico tenemos? ¡Ah, galopín! Vales más de lo que pesas y tengo de inmortalizarte en unas octavas reales que dejen atrás a mi poema de Nápoles.

Y acercándose a una lamparilla, leyó:


 «Siendo el galán cortesano
 y de un santo descendiente,
 que haya ayunado es corriente
 como cumple a un buen cristiano.
 Pues besar quiere mi mano,
 según su fina expresión,
 le acuerdo tal pretensión,
 si es que a más no se propasa,
 y honrada estará mi casa
 si viene a hacer colación».


La misteriosa dama sabía bien que iba a habérselas con un poeta, y para más impresionarlo recurrió al lenguaje de Apolo.

-¡Hola, hola! -murmuró don Francisco- Marisabidilla es la niña; como quien dice, Minerva encarnada en Venus. Jeromillo, estamos de aventura. Mi capa, y dame las señas del Olimpo de esa diosa.

Media hora después el virrey, recatándose en el embozo, se dirigía a casa de la dama.


III[editar]

Doña Leonor de Vasconcelos, bellísima española y viuda de Alonso Yáñez, el decapitado por el corregidor de Potosí, había venido a Lima resuelta a vengar a su marido, y ella era la que tan mañosamente y poniendo en juego la artillería de Cupido atraía a su casa al virrey del Perú. Para doña Leonor era el príncipe de Esquilache el verdadero matador de su esposo.

Habitaba la viuda de Alonso Yáñez una casa con fondo al río en la calle de Polvos Azules, circunstancia que, unida a frecuente ruido de pasos varoniles en el patio e interior de la casa, despertó cierta alarma en el espíritu del aventurero galán.

Llevaba ya don Francisco media hora de ceremoniosa plática con la dama, cuando ésta le reveló su nombre y condición, procurando traer la conferencia al campo de las explicaciones sobre los sucesos del Potosí; pero el astuto príncipe esquivaba el tema, lanzándose por los vericuetos de la palabrería amorosa.

Un hombre tan avisado como el de Esquilache no necesitaba de más para comprender que se le había tendido una celada y que estaba en una casa que probablemente era por esa noche el cuartel general de los vicuñas, de cuya animosidad contra su persona tenía ya algunos barruntos.

Llegó el momento de dirigirse al comedor para tomar la colación prometida. Consistía ella en ese agradable revoltijo de frutas que los limeños llamamos ante, en tres o cuatro conservas preparadas por las monjas y en el clásico pan de dulce. Al sentarse a la mesa cogió el virrey una garrafa de cristal de Venecia que contenta un delicioso Málaga, y dijo:

-Siento, doña Leonor, no honrar tan excelente Málaga, porque tengo hecho voto de no beber otro vino que un soberbio pajarete, producto de mis viñas en España.

-Por mí no se prive el señor virrey de satisfacer su gusto. Fácil es enviar uno de mis criados donde el mayordomo de vuecencia.

-Adivina vuesa merced, mi gentil amiga, el propósito que tengo.

Y volviéndose a un criado le dijo:

-Mira, tunante llégate a palacio, pregunta por mi paje Jeromillo, dale esta llavecita y dile que me traiga las dos botellas de pajarete que encontrará en la alacena de mi dormitorio. No olvides el recado y guárdate esa onza para pan de dulce.

El criado salió, prosiguiendo el de Esquilache con aire festivo:

-Tan exquisito es mi vino, que tengo que encerrarlo en mi propio cuarto; pues el bellaco de mi secretario Estúñiga tiene, en lo de catar, propensión de mosquito, e inclinación a escribano en no dejar botella de la que no se empeñe en dar fe. Y ello ha de acabar en que me amosque un día y le rebane las orejas para escarmiento de borrachos.

El virrey fiaba su salvación a la vivacidad de Jeromillo y no desmayaba en locuacidad y galantería. «Para librarse de lazos, antes cabeza que brazos», dice el refrán.

Cuando Jeromillo, que no era ningún necio de encapillar, recibió el recado, no necesitó de más apuntes para sacar en limpio que el príncipe de Esquilache corría grave peligro. La alacena del dormitorio no encerraba más que dos pistoletes con incrustaciones de oro, verdadera alhaja regia que Felipe III había regalado a don Francisco el día en que éste se despidiera del monarca para venir a América.

El paje hizo arrestar al criado de doña Leonor, y por algunas palabras que se le escaparon al fámulo en medio de la sorpresa, acabó Jeromillo de persuadirse que era urgente volar en socorro de su excelencia.

Por fortuna, la casa de la aventura sólo distaba una cuadra del palacio, y pocos minutos después el capitán de la escolta con un piquete de alabarderos sorprendía a seis de los vicuñas, conjurados para matar al virrey o para arrancarle por la fuerza alguna concesión en daño de los vascongados.

Don Francisco, con su burlona sonrisa, dijo a la dama:

-Señora mía, las mallas de vuestra red eran de seda y no extrañéis que el león las haya roto. ¡Lástima es que no hayamos hecho hasta el fin vos el papel de Judith y yo el de Holofernes!

Y volviéndose al capitán de la escolta, añadió:

-Don Jaime, dejad en libertad a esos hombres, y ¡cuenta con que se divulgue el lance y ande mi nombre en lenguas! Y vos, señora mía, no me toméis por un felón y honrad más al príncipe de Esquilache, que os jura por los cuarteles de su escudo que si ordenó reprimir con las armas de la ley los escándalos de Potosí, no autorizó a nadie para cortar cabezas que no estaban sentenciadas.

IV[editar]

Un mes después doña Leonor y los vicuñas volvían a tomar el camino de Potosí; pero la misma noche en que abandonaron Lima, una ronda encontró en una calleja el cuerpo de Ortiz de Sotomayor con un puñal clavado en el pecho.