Una comedia moderna

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​Una comedia moderna​ de Mariano José de Larra



C'est un droit qu'à la porte

on achete en entrant.
(BOIL.: Art. poet., chant 3.)


Tityre, tu patulae recubans sub tegmine fagi.

«Con lo cual lloraban aquellos salvajes que era una bendición de Dios.»

Dice el padre Isla (Ger.) que hallándose un predicador ignorante en lo más tierno de su sermón, entre un auditorio lleno de temor de Dios, no sabiendo de qué texto echar mano para acabar de aterrarle y convencerle, exclamó con aquel verso de Virgilio, y como nadie le entendió quedaron todos persuadidos de que les había dicho una porción de picardías; «con lo cual -añade- lloraban aquellos salvajes que era una bendición de Dios». ¿Qué no hubiera dicho el crítico padre Isla si hubiera asistido al Jugador? Ni más, ni menos; el público lloraba porque no había reparado en lo que le decían. Sed nunc non erat hic locus; vamos al asunto.

¿Quién le había de decir al Duende, que nada gasta de París, a pesar de la moda y de haber vivido en él, que de París le había de venir materia para su segundo cuaderno, entonces precisamente cuando estaba más apurado, para empezarle y cuando, por demasiada abundancia de cosas criticables, repetía, como Horacio, l. 1, ep. 1, Bellua multorum es capitum nam quid sequar aut quem?

Pues ni más ni menos: cuando el Duende estaba tan perplejo, estaba dándose de calabazadas monsieur Víctor Ducange, nada menos que en todo un París, para proporcionarle un cuaderno que ha pensado dedicar a los aficionados de aquella capital.

Y, efectivamente, como dice cierta comedia moderna, ¿debemos dejar escapar los de acá una ocasión tan hermosa de dar en las orejas a los de allá? Y ojalá repitiera el público siquiera por esta vez ¿Por qué ha de tener razón siendo forastero?

TREINTA AÑOS O LA VIDA DE UN JUGADOR

Esta pieza melodramática pertenece a un nuevo género de poesía que no fue del tiempo de Horacio, ni de Terencio, ni de Plauto, ni mucho menos de Menandro, y todos aquellos clásicos antiguallas, que no sabían hacer más que piezas muy arregladas a razón, con muchas reglas, como si fueran precisas para hacer comedias, siendo así que éstas se hacen solas y sin gana, que no tenían genio para emanciparse de su esclavitud; ésta es la poesía romántica, objeto de una gran disputa que hay en el día en el Parnaso, sobre si han de entrar en él o han de quedarse a la puerta estas señoras piezas desarregladas dichas del romanticismo. ¡Y que todo esto suceda en Francia, como quien dice en casa del vecino, tabique por medio, y no se haya traslucido nada en esta España! Se pone en la Gaceta que en los Estados Unidos se hace ab ovo en nueve horas una casaca, y no se ha puesto un descubrimiento mucho más considerable como es este romanticismo, por medio del cual se logra recopilar como cosa de treinta años en poco más de tres horas y un modo de existir tan en compendio, y a cuyos esfuerzos deberemos que la vida del hombre sea una cifra.

Ya se ve, ¿qué extraño es que los españoles no sepamos nada de esto? Por descontado, no tenemos voto en la materia; de suerte que no nos pedirán el nuestro sobre si deben de entrar esas piezas en el Parnaso, como si éste no fuera tan nuestro como de los franceses, y aun un poquito más, sino que nos lo dan todo hecho, y bastante hacen, que harto brutos somos, cuando ni siquiera debieran acordarse de nosotros para nada. Y tienen razón, y si no, dígame el que se atreva: ¿qué es lo que se inventa en Madrid ni en toda España?, en sacándonos de nuestro puchero a mediodía, pare usted de contar. A ver si hemos inventado una porción de cosas útiles, como el gran sistema, de las sanguijuelas y del agua gomosa. ¿Cómo habíamos de haber dado nosotros, que somos españoles, en que los hombres no padecen nunca más enfermedades que las que dimanan del vientre, y que para toda clase de enfermedades y enfermos, en todos los climas y países, había de bastar forrar al doliente con sanguijuelas y echarle agua de goma en el cuerpo como en una cuba sin hondón? ¿Hubiéramos atinado jamás con el magnetismo animal, una ciencia como esa, por la cual a fuerza de sobos y de poner al paciente como una breva, éste sueña y dice durmiendo su mal y sus remedios? ¿Hubiéramos dado nosotros en toda la vida, aunque nos hubiéramos vuelto micos, con el nuevo método caligráfico para aprender a escribir en ocho días? ¿Hubiéramos sido capaces jamás de inventar, en vez de aquellos cómodos birlochos que hasta ahora se han usado, esos escrúpulos de carruajes, esos tíburis o canastillos para costura, en que cabe, a todo tirar, grande y medio, que todo ello vendrá a pesar como una media arroba? Y ¿cómo habíamos de haber discurrido nosotros que aquel mueble había de ser tirado de dos caballos muy altos, indispensablemente rabones, y puestos en fila, a guisa de tiro de carromato, como si tiraran de alguna cosa? Y dentro de poco ¿seremos nosotros los que inventemos, según va, tíburis de faltriquera, esto es, que se puedan doblar como una cartera y meter en el bolsillo, y al arbitrio del que le lleve desarrollarle y meterse en él, y ya tiene usted a un hombre levantado del suelo?

Jamás. Para inventar todas estas cosas es preciso saber otras muchas, que sólo se hallan en Francia; es preciso estar en París. El que no ha estado en París está dispensado de tener sentido común, y aunque nosotros las inventásemos, por ser nuestras, habían de parecer mal. Cuando Lope de Vega y sus contemporáneos hacían a cada paso de esos comediones, entonces no querían los señores franceses que se hiciesen, porque todavía no era tiempo de que se descubriese el romanticismo; el poder hacer esa clase de disparates estaba reservado para el señor Ducange: entonces nos trataban de cafres; de modo que ya está visto que tenemos don de errar y espíritu de contradicción: siempre lo hacemos todo al revés. Entonces los franceses nos decían, por boca de su oráculo Boileau:

Un rimeur, sans péril, de-là les Pyrénées

sur la scène en un jour renferme des années.
Là souvent le héros d'un spectacle grossier,
enfant au premier acte, est barbon au dernier.
Mais nous que la raison a ses règles engage.
Nous voulons qu'avec art l'action se menage;
qu'en un lieu, qu'en un jour, un seul fait accompli

tienne jusq'à la fin le théâtre rempli.


Allá, un coplero, al otro lado de los Pirineos, sin peligro de que le silben, acumula en un día, sobre la escena, años enteros; allá, el héroe de un espectáculo bárbaro, grosero y tosco, suele aparecer niño en el primer acto y anciano en el último.

Pero nosotros acá, los franceses, que no somos tan estúpidos como los españoles allá, porque la luz de la razón nos guía, no podemos permitir semejantes dislates, y queremos que un hecho único y acabado en un solo día y en solo un sitio marcado, entretenga el teatro lleno hasta el fin.

Y estos señores españoles que, según se explica Boileau, comen pan por privilegio y no andan en cuatro pies por gracia particular que les hacen los franceses, ¿no han de atreverse a reír de la Vida de un jugador? ¿Y no publicada ya en el siglo de Calderón, sino en el XIX, y no por algún ingenio de esta Corte, sino por monsieur Ducange? En el tiempo y el país de las luces ha nacido el Jugador, y todavía nos le vienen dando por muy bueno los señores cómicos en un cartel lleno de disculpas y de alabanzas.

Y tienen razón, a fe de Duende; el resultado es que no se ha silbado, ha estado el teatro lleno; pues ¿qué se le puede pedir? ¿Qué más reglas quiere usted en un drama? Ha producido dinero: pues eso es lo que es menester, y opino que esa es la única regla que debe tener una comedia.

A la verdad, que son cosa vieja las tales reglas en las comedias hace ya más de un siglo; reglas hasta ahora en todas partes menos en España: y a qué tiempo se le antoja a Moratín venirnos predicando las tales reglas en su Café: precisamente cuando ya van a ver su fin; y ahora que empezábamos a arreglarnos, volvamos otra vez a desandar lo andado, y a hacer comedias donde haya traidor, y si no séquito y comparsa de húsares a caballo, a lo menos, lo que viene a ser lo mismo, acompañamiento de ruleta y jugadores, comparsa de truenos, rayos, cte., y otras gracias de este jaez; pero examinemos un poco la pieza.

Se alza el telón y se descubre un enjambre de jugadores en el fondo, que se están arruinando sobre el tapete: llega el señor Dermont, observa y encuentra por casualidad al joven Rodolfo; se marchan en el ínterin los jugadores para dejarlos hablar, y quién sabe si para vestirse algunos de ellos de gendarmes, en cuyo traje han de volver a aparecer dentro de poco; vienen, efectivamente, quieren prender al forastero, y como por dicha Rodolfo conoce a Amelia y se ha impuesto en su historia, sin andarse en rodeos le da las señas de su casa con una llave y un papel para que busque modo de llevar al señor Germani una esquela, que no puede haber escrito, pues que en ella da cuenta de lo que le está pasando entonces, y le encarga con gran prisa vaya a impedir la boda. En el segundo acto se dispone ésta; sale el anciano padre, predica un rato a su hijo, como es de cajón, y apenas acaba de predicar, llegan a darle la mala nueva, pero ya tarde, porque se le pegaron las sábanas al señor Rodolfo, y en pos viene el tío que confirma las sospechas concebidas contra el hijo; pero viene tan inmediatamente después de Rodolfo, que habiendo llegado éste tarde, se hace inútil del todo su comisión. A este punto llegan los recién casados de la iglesia, y un jugador debe de ser por regla general un hombre muy bruto, que de buenas a primeras trata mal a su nueva esposa y a su padre, envía enhoramala a su, tío, y quiere anticipar a Rodolfo lo que le tiene dispuesto para la segunda jornada. Todo esto se aprende en la ruleta. Viene el juez, que no se digna quitarse el sombrero aunque ve gente decente, porque cree que la justicia está dispensada de saber educación, y entonces se descubre un delito en que ya empieza a conocerse que todo jugador tiene también un amigo peor que él, que le arroja a los precipicios, como es Warner. El pobre viejo, que no está para muchas fiestas, se accidenta todo, le meten a dar un paseo al cuarto inmediato, y de allí a poco le vuelven a sacar hecho un energúmeno, como un sacerdote antiguo inspirado, que le viene a decir a su hijo antes de marcharse a la otra vida que es un mal hombre, y que le tienen que suceder muchos chascos por ser un jugador, y otras mil cosas por este estilo, que adivina; el diablo son los viejos; y las concluye todas con su última maldición. Muere el viejo, Rodolfo y Dermont se marchan, y se citan sin duda para de allí a quince años, época en que tienen que volver a traer a la misma casa otros recados de más monta que en la primera jornada; se retiran el ama de llaves y los criados en tanto que se baja el telón y que probablemente los recién casados irán a olvidar en los brazos del amor las pláticas y pronósticos excelentes del difunto señor Germani, Q. E. P. D.

Y con esto va un trozo suelto de la vida de un jugador, que más a propósito parece para hacer una colección de aleluyas, como la vida del hombre malo y del hombre bueno, que para una comedia.

Pero sobre todo, lo que ya no alcanzó Moratín fue eso de llegarse usted al café inmediato, acabada la primera jornada, a tomar un tente-en-pié, volver a los seis minutos, y hallarse con quince añitos transcurridos, ahí como quien no quiere la cosa, y después de otras frioleras por un quítame allá esas pajas, al picarón de Warner que viene a requebrar a la señora jugadora, nada menos que en su misma alcoba, y allí juntito a la cama, mientras que el bonazo del marido, jugando, no sabe en qué juegos anda también metida su mujer; que por Dios que ve el público lo que no quisiera, si no le da al autor la gana de traerle a su casa tan a tiempo, y sin decirnos por qué. A bien que no nos importaba; el caso era que viniera, que por lo demás ya se supone que vino porque quiso.

Pues y ¿qué me dirán de aquella maldita casualidad de venir el honrado correveidile de Rodolfo a dar su recado precisamente cuando el horno estaba menos para rosquillas y el señor más furioso, y equivocarse y tirarle nada menos que un dúo de tiros? Ya se ve, ¿qué ha de ser?, consecuencias del juego; y si no, a ver si hay un jugador a quien no le requiebren la mujer; y ¿qué jugador hay que no haya hecho alguna muerte equivocadamente y a dos manos? Y a ver si hay alguna otra mujer, sino la de un jugador, que se vea en unos lances tan apurados: ciertamente que no, y aunque no fuese así, no se puede decir que no haya podido suceder aquella maldita casualidad. No hay más de malo que la pieza está llena, como la capa del otro, de casualidades bastante parecidas a ésa. Donde es preciso confesar que el autor tiene mucha inventiva es allá cuando aparece la posada del León de Oro; y cuando el triste jugador va a hacer el coco a los pobres suizos y alemanes. ¡Qué cosa más natural! Esta pobre gente, que es tan sencilla, por fuerza se ha de espantar. ¡Un jugador!, una clase de animal que nunca se ha visto por aquellos países. ¿Qué cosa más natural, repito, que espeluznarse y huir cien varas?

Aparece Jorge. Ya se supone cuando se le ve que no le colgaron por aquella friolera que hizo, allá hace quince años, en la segunda jornada, de matar a un pobrete que nunca le había hecho daño, falsificar aquellas letras y otras cosillas del tenor consabido, porque luego ya da a entender Warner que el autor dejó que se escaparan porque todavía no pensaba acabar la comedia, que le parecía corta, pues que no llevaba más que quince años de duración. Y, efectivamente, ¡qué cosa más lastimosa! Si los hubieran matado, nos hubiéramos privado de lo mejor, hubiéramos salido quince años antes del teatro, y nos hubiéramos quedado sin ver toda aquella jornada tercera tan preciosa, y precisamente en lo más bonito, cuando la pieza se llega a tomar aires desde París a la Suiza.

Ya le tenemos en el León de Oro, y ya está tomando un refrigerio el antiguo Jorge en cuestión, que ya se acordará el lector, aunque se han pasado quince años, que íbamos hablando de él; ya llega el señor pasajero y viene tan oportunamente como el señor Rodolfo en la segunda jornada: no dice a qué, pero ya se supone luego que le trajo el autor para matarle, ¡pobre hombre!, cuando menos se lo pensaba, ¡y a manos de todo un jugador! Eso ya pasa de juego; pero, en fin, al asunto. Ello es que viene el pasajero, porque, al fin, es una posada y va y viene todo el que quiere, que para eso son las posadas, y le da para beber, y de allí a poco Jorge le da a él para tabaco; todo lo cual, si bien no se ve todavía, ya se deja inferir por la oportuna tempestad, que siempre quiere decir algo, porque no se mueve la hoja en el árbol sin la voluntad del Señor; la cual, para anunciarnos el caso que va a suceder, viene a descomponer la alegría del pueblo suizo, que bailaba al son del tamboril y gaita gallega, si se escucha lo que tocan, alguna cosa como la muñeira, y de todo esto ¿quién tiene la culpa si no el jugador y el maldito vicio? Si él no hubiera formado tan malas ideas de matar a aquel hombre, no se hubiera armado la tempestad que tenía, que descargar luego sobre él, ni hubiéramos oído aquellos trémulos truenos, o, por mejor decir, aquellos risibles golpes de mampara, a cuyo ruido lloran los niños en la cazuela, llueve como si frieran los cómicos la cena, etc., etc. ¡Maldito juego!

Entretanto, llega, todo mojado por arriba, el señor de Casanova, que viene a ser aquel hijo que tuvo en tiempos más felices, al principio de la comedia, el jugador; y sin duda que el agua de las lluvias en Alemania no debe ser como la que cae por estas tierras, no debe formar lodo ni llegar al suelo, porque él viene sacudiendo el agua del capote y con las botas llenas de polvo. Allí encuentra una carta para él, no sabemos de quién, pero ya se supone que sería del que se la había escrito; tampoco sabemos por qué el hijo viene tan tarde, pues que su tío, que le había dejado por heredero, le habría informado antes de ir a la guerra de quiénes eran sus padres y dónde estaban, etc., pero él viene; claro es que ha estado muy ocupado, o, por lo menos, esperando a que llegara la tercera jornada, cuando no ha venido antes, y el que quiera saber más que se llegue a París a preguntárselo a monsieur Ducange, si es que él lo sabe, que es regular que no, y aunque lo sepa no lo dirá, porque no lo tendrá por conveniente y porque al que quiere saber mucho se le dice poco y al revés. Por último, se marcha el capitán para dejar que se muden los telones, y mientras que esto se hace se va con él la tempestad, porque tienen que llegar los dos a un mismo tiempo a la barraca, donde hace tanta falta uno como otro para concluir el drama. ¡Pero qué tempestad! No le falta más que hablar.

Ya estamos en la barraca, donde aparece la virtuosa señora, que no parece sino Epiménides cuando se despertó del largo sueño, que se encontró tan viejo que ya no se conocía. ¡Ya se ve! Al fin son quince años, y no se pasan en balde. Allí es donde se ve la futilidad de las cosas humanas y cuán pronto se pasa el tiempo. Siempre se ha dicho que la vida es un soplo; pero es preciso confesar que la de un jugador, por Ducange, no es sino medio soplo.

Allí ya tiene una niña más, y ¿por qué no? Lo que es eso, lo mismo puede tener hijos un jugador que otro cualquiera hombre: eso no se opone. Es verdad que tuvo el uno recién casada y el otro recién vieja; pero hemos visto parir tantas mujeres a los treinta años de casadas, que no hay dificultad en creer que sea una de tantas. Además, que si no fuera por la chica, ¿quién había de ver luego la sangre en la mano del padre? ¿Quién había de recibir al viajero? ¿Quién había de ir a buscar a la madre? ¿Quién había de decirles a los otros que estaba allí el capitán y que había dicho que tenía un millón? Y, al fin, por los chicos se pone la mesa, y de eso no tiene la culpa el jugador; Dios los da cuando quiere.

Ya llega el buen Jorge, que acaba de despachar al pasajero con un pasaporte bastante parecido al que dio en la segunda jornada a Rodolfo. Se pone la mesa y se merienda. Y para que se vea que nada es completo en esta vida, no bien han acabado cuando vea usted quién viene: el picarón de Warner, que parece un soldado licenciado; ha andado errante quince años, como un vago, manteniéndose, como los camaleones, con los aires de Italia y Alemania, y la casualidad le trae al mismo paraje donde está Jorge, porque se acuerda que hace quince años dejó por concluir una comedia que se hallaba en la segunda jornada; ello es preciso concluirla, porque está esperando cada cual que ha dado su dinero, y por casualidad llega. Bien dicen: «Dios los cría y ellos se juntan».

Huye la señora, porque todavía teme los juegos del buen Warner. Este llega a mesa puesta, y, con franqueza marcial, come sin convidar a nadie y va sacándole del cuerpo los secretos a Jorge; hasta que, rodando de una conversación en otra, vienen a parar al muerto, que van a tapar mejor, porque es preciso dar lugar a que venga el capitán. Entonces viene éste, y con él, naturalmente, la tempestad, la cual se está entre bastidores aguardando que silben disimuladamente por adentro -que debiera ser por afuera- para salir a hacer su pedacito de papel, que es lo que los antiguos llamaban recurrir al cielo o valerse de máquinas. Horacio dice que no las debe traer nunca el poeta sino cuando sean indispensables; pero Horacio pudo muy bien decir una cosa por otra, que no era infalible. Y ¿qué entendía Horacio de achaque de máquinas?

Después de la escena interesante en que ocurre la peripecia o súbita mutación de fortuna y el reconocimiento inesperado de madre e hijo, que desempeñan mejor los actores que el autor, la buena señora va a buscar a su marido para decirle que se separe de Warner, porque no quiere que su hijo le conozca, y es que ya sabe cómo las gasta; teme que se le seduzca y que le haga pasar al capitán otro rato igual al de marras, y tiene razón: para un militar que viene cansado del camino no sería el mejor recibimiento.

El capitán pide recado de escribir, mientras que el autor envía a pasear a la actriz, que estorba: a buscar a su marido por donde no está, para que tarde más; y el jugador, que no tiene para comer, tiene para tinta, papel, etc., en una situación en que no parece que tendrá gran correspondencia; pero de algún modo se había de quitar de en medio. Vuelven los jugadores y se prepara una escena digna de los habitantes de Melilla, Málaga o Ceuta; escena digna de la nobleza de Melpómene y de la inocente y maligna máscara de Talía; escena, en fin, en que es preciso hacer al autor la justicia de conocer bien a fondo el corazón de la clase más apreciable de la sociedad; pero entonces el cielo, que no duerme, se acaba de declarar en favor de la inocencia, y acumula sobre la barraca una gran cantidad de electricidad que atrae una media docena de rayos; ¡pero qué rayos!; en menos de dos minutos se convierte la escena en función de pólvora, que no parece sino que se van a acabar los novillos. Y ¿quién tiene la culpa de toda esta algazara? El maldito vicio; y en toda nación bien gobernada se debería usar en lugar de pararrayos un par de jugadores, porque ya está visto, según Ducange, lo eficaces que son para descargar las nubes. ¡Para que hubiéramos descubierto este arcano de la física experimental los españoles, que nunca las hemos visto más gordas, y que ya creíamos que los rayos no bajaban del cielo, sino de las nubes, como el agua y el granizo, etc., y atraídos, no por los juegos de nadie, sino por efectos naturales! Dios lo puede todo: sí que puede; pero Dios no trastorna todos los días las sabias leyes que rigen la naturaleza por un jugador más o menos, ni porque le dé la gana a monsieur Ducange, que efectivamente no merece la pena de que se trastorne el orden universal; y que los hombres jueguen o que no jueguen, pueden estar bien seguros de que si bien a cada uno no le faltará su castigo correspondiente, también es cierto que es mucho más terrible para un jugador medio alguacil que una docena de borrascas; y es hacer mucho menosprecio de la Divinidad el pensar otra cosa y el traerla a cada triquitraque como instrumento de los caprichos de un autor.

A este punto viene la tropa, pues que se ha descubierto el cadáver que acababan de dejar tan tapado, y en pocos minutos se ha avisado a la autoridad, ha enviado tropa, y ésta llega a concluir la pendencia: entonces se ve al jugador salir ensangrentado y hecho un ecce homo, a pesar de Horacio, que opina que esta clase de escenas no se debe presentar a la vista, y sí sólo saberse por relación. Se llevan a todos y se baja el telón: aquí dio fin la comedia, y no piden perdón al público del mal rato que le han dado; si siquiera supiéramos en qué viene a parar la cosa...; porque ahora digo yo: ¿por qué no habíamos de ver ya, para lo que falta, el entierro del buen Jorge, y de su mujer y de su niña, una cosa que hubiera costado tan poco trabajo? Con otros seis actitos más se completaba una docena, y el público no se quedaba a media miel. Estos señores autores que siempre han de dejar las cosas donde quieren, sin dar cuenta de lo que sucedió después... ¿Qué le costaba haber puesto siquiera otros diez o doce años y hubiéramos sabido qué carrera hizo el señor capitán, y si se volvió a escapar el picarón de Warner, que todavía puede ser que viva y le volvamos a ver dentro de otros quince años en la segunda parte del Jugador, y si volvió a parir de allí a otros treinta años la señora jugadora; con quién casó la niña; y qué se hizo de la barraca y la posada del León de Oro, etc.

¡Cómo ha de ser! ¡Paciencia! El drama es malo, pero no se silbó. ¡Pues no faltaba otra cosa sino que se metieran los españoles a silbar lo que los franceses han aplaudido la primavera pasada en París! Se guardarán muy bien de silbar sino cuando se les mande, o cuando venga silbando algún figurín, en cuyo caso buen cuidado tendrán de no comer, beber, dormir ni andar sino silbando y más que un mozo de mulas, y aunque fuera en Misa. Silbar a un francés, se mirarían en ello. Que hagan los españoles dramas sin reglas...: mais nous, nosotros, que no somos españoles y que no sabemos, por consiguiente, hacer comedias malas; mais nous, que hemos introducido en el Parnaso el melodrama anfibio y disparatado, lo que nunca hubieran hecho los españoles; mais nous, que tenemos más orgullo que literatura; mais nous, que en nuestro centro tenemos a todo un Ducange, que nos envanecemos de haber producido La huérfana de Bruselas, Los ladrones de Marsella, La cieguecita de Olbruc, Los dos sargentos franceses, etc.; mais nous, por último, que somos franceses que habitamos en París, que no somos españoles (¡gracias a Dios!), también sabemos caer en todos los defectos que criticamos y sabemos hacer comedias, ut nec pes nec caput uni redatur formae; y sabemos, lo que es más, hacer llorar en nuestra comedia melodramática, reír en nuestra tragedia monótona y sin acción, y bostezar en la cansada y tosca música de las óperas, con que, a pesar de Euterpe, nos empeñamos en ensordecer los tímpanos mejor enseñados.