Una cristiana: 07

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Una cristiana de Emilia Pardo Bazán
Capítulo VII

Capítulo VII

De Pontevedra a San Andrés de Louza y a la quinta del Tejo, es una jornada recreativa más bien que un viaje. Atravesé la ría en una lancha alquilada en Pontevedra: desembarqué en la opuesta orilla, y me resolví a andar a pie cosa de un cuarto de legua por la comarca más pintoresca que soñarse puede. Desde la playa, cuya arena finísima y plateada conserva la huella del pie, y que rodean grandes matas de aloes en flor, hasta los senderos cuajados de madreselva y los campos de maíz que susurraban al soplo del viento, todo me pareció un oasis, y mi espíritu se inundó de esa vaga felicidad que en la juventud nace de la excitación de los sentidos y de una especie de presentimiento inexplicable, nuncio del porvenir: presentimiento que sin augurarnos sucesos felices, nos alboroza como si en efecto hubiesen de serlo.

Situada en un alto la quinta del futuro suegro de mi tío, la vi desde la misma ensenada donde desembarcamos. Por mejor decir: lo único que distinguí claramente fue la torre cuadrangular, almenada, y las ventanas cuyos cristales teñía de rojo y oro el sol poniente. El resto del edificio lo cubría una masa de verdor, tal vez un grupo de árboles. De todos modos, para orientarme bastaba con lo visto. Dejé mi maleta en el pueblo, advirtiendo que ya enviaría por ella a la mañana siguiente, y emprendí la caminata.

Subí por el sendero en cuesta, azotando con la vara que empuñaba los sonoros maizales y las zarzas, de donde volaban asustadas las mariposas; y a una revuelta del camino, sorprendiome extraordinariamente la vista de mi hombre sentado en una piedra... La sorpresa no se explica al pronto, pero el caso es que el hombre era un fraile.

Por primera vez en mi vida veía yo un fraile: en carne y hueso. Me admiré como si creyese que los frailes ya no podían encontrarse más que en los lienzos de Zurbarán o Murillo. De pinturas del Museo, como de haber visto a Rafael Calvo, una tarde, representar el drama del duque de Rivas Don Álvaro o la fuerza del sino, se derivaban todos mis conocimientos en indumentaria frailesca. Comprendí que el fraile sentado en la piedra era un franciscano: el sayal se plegaba de un modo estatuario sobre sus muslos; la capilla la tenía caída sobre los hombros, y en la mano uno de esos sombreros de abate francés, de felpa grosera y alas abarquilladas, con el cual se abanicaba la frente sudorosa, respirando fuerte. Luego depositó el sombrero en el suelo mismo, y volviendo hacia fuera los codos y apoyando en los muslos las manos abiertas, se quedó meditabundo. Yo le observaba con ardiente curiosidad, imaginándome que por el hecho de ser fraile había de meditar aquel hombre en cosas o estrambóticas o sublimes. Él alzó la mano derecha, y deslizándola en la manga izquierda, sacó de la especie de bolso que formaba la joroba de la manga un pañuelo enorme, a cuadros blancos y azules, y se sonó con energía. Después se incorporó, y como el que dice «sus» recogió su chapeo y rompió a andar, a tiempo que emparejé con él.

Yo no sabía si ponerme a su lado, si quedarme atrás, o adelantarme y darle las buenas tardes sencillamente. Me intrigaba, me interesaba, me atraía aquel hombre, sin motivo racional ninguno. De los frailes tenía yo dos ideas muy antitéticas que, sin embargo, coexistían en mi espíritu: por un lado el fraile de cromo de Ortego, picaresco, glotón, lascivo, beodo, «hombre sin vergüenza asomado a una ventana de paño»; por otro el fraile de las novelas y los poemas, tétrico, exaltado, visionario, con la mente enflaquecida por el ayuno y los nervios desequilibrados por la continencia, huyendo de las mujeres, evitando a los hombres, lleno de flato, de tentaciones y de escrúpulos. Y quería saber a qué sección de estas dos pertenecía mi fraile.

Como si él me hubiese adivinado el pensamiento, al sentir mis pasos se detuvo, se enfrentó conmigo, y me dijo con acento resuelto e imperioso:

-Felices tardes, caballero. Usted me dispensará que le haga una pregunta. ¿Viene usted por casualidad de San Andrés de Louza? ¿Va usted a la Torre de los señores de Aldao?

-Sí señor, allá voy -contesté un tanto sorprendido.

-Pues si usted no tiene inconveniente iremos juntos. Yo sé el camino, porque estuve aquí otra vez. Me tomo la libertad de hacer a usted esta proposición, figurándome que en el campo, cuando uno va solo, no le molesta...

-¡Molestar! Al contrario -respondí, agradado de la marcialidad del fraile.

Echamos a andar brazo con brazo, pues el sendero se ensanchaba, y permitía este lujo de sociabilidad. Entonces noté que el fraile iba descalzo, con unas sandalias que sujetaban el pie por el empeine dejando libres los dedos, que eran bien modelados y carnosos, como los de las esculturas de San Antonio de Padua. Empezó a dirigirme preguntas.

-Ha de perdonarme usted, porque soy, amigo de la franqueza y de que la gente se conozca. ¿Es usted acaso pariente de Carmiña Aldao?

-No, señor, de su novio. Nada menos que sobrino carnal.

-¡Ah! Ya sé. El que estudia para ingeniero en Madrid. El hijo de Benigna.

-Justo. ¿Cómo está usted tan bien informado?

-Diré a usted: la familia de Aldao me distingue con bastante confianza: por eso me encuentro al tanto de esos pormenores. ¿Y qué tal, qué tal de estudios? Ya sé también que es usted muy asiduo, y joven de gran porvenir. Tengo muchísimo gusto en conocerle: se lo digo de corazón, porque gasto pocos cumplimientos. ¡Ah! Y ahora caigo en la cuenta de que todavía no sabe usted mi nombre. Como un pobre religioso no necesita presentarse, que el hábito le presenta... Me llamo Silvestre Moreno, para servirle.

-Yo Salustio...

-Ya estoy, ya estoy. Salustio Meléndez Unceta.

-Veo que no hay cosa que usted ignore.

-Eso quisiera -repuso el fraile riendo de muy buena gana; y de pronto, deteniéndose bruscamente me imploró:

-¿No podría usted hacerme el favor de un cigarrito de papel?

-No fumo -contesté con cierta prosopopeya, que después me pareció ridícula.

-Hace usted bien: una necesidad menos... Pero yo ¡caramelo! estoy tan viciado, que... En fin, lo mismo da, hasta el Tejo paciencia.

-¿Desde cuándo no ha fumado usted?

-¡Caramelo! Desde ayer por la tarde. En Pontevedra paré en casa de una señora anciana, muy respetable, viuda, sola, que, como usted comprenderá, no fuma, ni su criada tampoco. Por la mañana, cuando me afeité, me di un par de cortes, porque tenía un serrucho por navaja, y la señora fue tan caritativa, que me compró una navajita inglesa, que corta el pensamiento, finísima... aquí la llevo -añadió señalando a la manga-: no la he estrenado todavía. Ya ve usted que después de este obsequio, que debe de haberle costado algunas pesetillas, yo no iba a ser tan gorrón que le pidiese cuartos para tabaco...

-Pero -exclamé contagiado por la franqueza del fraile-, ¿es que no lleva usted consigo un céntimo?

-Pues claro que muchísimas veces no lo llevo, ni medio tampoco.

-¿Y cómo es posible?

-¿Y el voto de pobreza, recaramelo, es guasa?

-Siento muchísimo no fumar -exclamé- para este caso especial tan sólo.

-No se apure usted, amigo, que los frailes no nos apuramos tampoco porque nos falte una mala costumbre. Además, que en cuanto lleguemos al Tejo, me van a sobrar víveres. Ya verá usted el señor de Aldao cómo se despepita a ofrecerme cigarros.

Dijo esto con alegre filosofía y emprendió el camino con buen ánimo y gentil determinación, andando más listo que un servidor de ustedes. Una pregunta me bullía en los labios y me resolví a formularla.

-¿No le molesta a usted el ir descalzo?

Volviose sorprendido el fraile.

-No señor -contestó, recapacitando como para recordar si en efecto le molestaba la descalcez-. Al principio eché de menos, no los zapatos, sino las medias, y eso que no tenían nada de finas: que mi madre me las calcetaba bien gordas, y yo nunca puse otras sino las calcetadas por mi madre. Digo, sí... acabo de ponerlas no hace mucho... y de seda finísima; para que vea usted; no vaya a creerse que porque soy fraile no he gastado de esos lujos. Pero en fin, esto es capítulo aparte. Viniendo a lo de la descalcez, que es lo que usted me pregunta ya que yo quiero contestar categóricamente, sepa que desde que voy descalzo, nunca tuve sabañones en los pies, ni padecí de callos, ni de ojos de gallo, ni de ninguna molestia parecida -Al decir esto sacaba el pie, que en efecto era contorneado y sano, sin esa deformación de los dedos que produce la bota-. Y mire usted lo que puede la costumbre, caballero. Ya me parece que estoy más limpio así. Se me figura que las calcetas y el calzado no consiguen más que archivar las porquerías. Nadie que vaya descalzo lleva los pies realmente sucios, por mucho que trajine y mucho calor que haga, sobre todo si tiene la manía que tengo yo...

Diciendo y haciendo, se apartó diez pasos, y llegándose al regatillo que corría al borde del sendero, entre cañas y mimbrales, dejó en tierra las sandalias, remangó un tanto el hábito y metió un pie tras otro en el agua corriente. Después que hubo secado las plantas en la hierba, se volvió a poner sus sandalias y me miró con aire victorioso. Yo sonreí impulsado por una idea, o más bien por un sentimiento cordialísimo, que podía traducirse en esta forma:

-¡Qué fraile más raro y más simpático!

-Vamos -me dijo-: que adivino lo que está usted pensando, caballero.

-Puede ser. Diga usted y yo le diré si acierta.

-Pues, ¡caramelo!, usted piensa allá para su sayo... que los frailes gastamos pocos cumplidos, que somos muy democráticos y muy ajenos a los estilos de la sociedad, y que enseguida entruchamos con la gente.

-No señor, no era eso. Yo pensaba...

-Llámeme usted Padre Moreno, o Moreno a secas, si le es igual. Lo de «señor» es demasiado lujo para un pobre fraile.

-Pues Padre Moreno, lo que yo cavilaba... Pero temo que si lo digo le moleste.

-Nada de eso, nada de eso, yo me muero por la franqueza.

-Pues cavilaba en que los frailes no tienen faena de ser así... tan partidarios de la limpieza corporal como usted -(Al decir esto le miraba de soslayo, examinando con rápida ojeada sus manos, sus orejas, su cogote, todo lo que exteriormente delata los hábitos de pulcritud del individuo.)-. Hasta creí que condenaban ustedes por pecado el cuidar de la persona. Dicen que el mérito de algunos santos ascetas consistía en poseer un millón de habitantes y llevar el pelo y la barba... colonizados.

En vez de enojarse por tan irreverente supuesto, el Padre soltó la carcajada más sincera que he oído salir de humana boca.

-¿Con que usted creía eso? -me dijo cuando la risa le permitió hablar-. Y usted que parece un joven tan instruido ¿no sabe lo que decía la gloriosa Santa Teresa? Pues se lavaba muy bien, y luego exclamaba: «Señor, mi alma como mi cuerpo». ¿De modo que para usted todos los frailes éramos unos solemnes gorrinos? Entonces, buen susto habrá pasado al verme. ¿Usted ha tratado más frailes que este su servidor y capellán?

-A la verdad es usted el primero que veo en mi vida. Es más; pensé que no existían ustedes. Una tontería, porque sé muy bien que en España se están repoblando los conventos de varias órdenes; pero francamente, con la imaginación me figuraba yo que los frailes solo se encontraban en los cuadros, en los retablos de las iglesias, y así... Nada, aprensiones.

-Pues ya los ve usted en persona. Entre los frailes sucede igual que en el siglo, porque usted bien comprenderá que hay genios y gustos muy diferentes, aunque se rijan por una misma regla. Unos son descuidados; otros se acicalan más; pero como usted conoce, nuestro santo hábito no nos permite andarnos con muchas agüitas de olor y tarretes de esencias y de pomadas. Estaría bonito un religioso usando la velutina Fay y el Kananga o ganga... o como recaramelo se llame ese perfume que ahora se estila tanto.

-¡Vaya que está usted enterado, padre! -exclamé riendo a mi vez.

-Es que yo trato a señoras muy elegantonas y muy majas... Y no extrañe usted que quiera vindicarme y vindicar a los pobrecitos frailes de la mala fama que usted les cuelga. Figúrese que nuestro Santo Patriarca era tan aficionado al agua, que hasta compuso en alabanza suya unos versos preciosos, diciendo que es casta y limpia. Yo le hablo a usted con el corazón en la mano; me gusta la gente aseada, pero ciertos extremos de pulcritud que hacen ciertos hombres, me parecen cargantes y empalagosos. ¡Caramelo! Eso de que un señorito pierda media hora en recortarse y pulirse las tiñas... pase en las mujeres; lo que es en quien peina barbas...

Diciendo esto cruzose de brazos el fraile y se volvió hacia mí como queriendo respirar y descansar un poco. A la luz rojiza del poniente, que tanto entona las figuras, noté que la suya guardaba harmonía con aquella profesión de fe viril. Era membrudo sin llegar a grueso, y de aventajada estatura sin pasarse de alto. Su tez tostada y cetrina revelaba complexión biliosa y curtientes fatigas de viajero por regiones de sol. Los ojos los tenía vivos, alegres, negrísimos, bien delineados y abiertos sobre el alma de par en par. Su cuello, descubierto por la tonsura del cerquillo, indicaba vigor, y lo mismo las manos, grandes, ágiles y robustas, manos que así servían para elevar delicadamente la hostia como pudieran empuñar, caso de necesidad, la arada, el garrote o la carabina. Las facciones no desmerecían de las manos: acentuadas como por el palillo de hábil escultor, tenían la mezcla de calma y de firmeza que se advierte en ciertas esculturas de retablo. Entre la boca y la nariz, así como en la meseta de la barbilla, existían dos hoyuelos indicadores casi siempre de un fondo de bondad llamada a templar la fuerza del carácter. Por fijarme, hasta en las orejas me fijé, notando que eran como de confesor, de ancho conducto y casi movibles; unas orejas con mucha fisonomía, según suelen tenerla los eclesiásticos.

-¡Caramba con el fraile, y qué terne parece! -discurría yo sorprendido.

Seguimos caminando. Ya debía de estar muy próxima la quinta de Aldao, pero no llegaríamos antes de haberse entrado la noche, que caía plácidamente. Eran más penetrantes los olores de la madreselva; los perros, asomándose a las paredillas de las heredades, nos ladraban con mayor furia; oíase en lontananza la queja del mochuelo, y el bicornio de la luna, fino como un trazo de pincel, asomaba hacia la parte de la ría. El fraile manifestó con una exclamación trivial que sentía la belleza del sitio y de la hora.

-¡Vaya una tarde! ¡Cuidado que es lindo este país! Cuanto más se ve más hermoso parece. ¡Y tan fresco! Para mi gusto ya es demasiado; prefiero el clima del África.

-¿Ha estado usted mucho tiempo en África?

-¡Toma! Pues si soy medio moro.

-¿Y ha viajado usted por el desierto?

-¡Ya lo creo! Y sin tiendas de campaña, ni caja de provisiones, ni escolta, ni otras monsergas de esas que llevan los exploradores al uso. ¡Sobre un mulo y con un par de gallinas atadas al arzón de la silla; bebiendo el agua de los charcos y durmiendo bajo el pabellón de las estrellas, he rodado yo más por aquellos arenales y me han sucedido más lances y más aventuras!

De buena gana le hubiese preguntado sobre las correrías africanas: pero otra curiosidad mayor me punzaba, cuyo recuerdo despertó en mí el ver blanquear la cerca del Teixo y negrear sobre la cerca y bajo la torre la que me parecía mancha enorme de arbolado. Quise contrastar la exactitud de las noticias de mi madre, consultando a una persona que ya se me figuraba por todo extremo imparcial y sincera.

-¿Diga usted, Padre Moreno, usted conoce a la futura familia de mi tío? ¿Cómo es la novia? ¿Qué tal persona es el papá?

-Claro que les conozco -respondió el fraile aplicando sobre su abierto rostro una especie de máscara de discreción absoluta-. Es una familia muy apreciable y la novia de su tío de usted... una señorita muy buena.

-¿Y... es bonita?

No se espantó el fraile de la pregunta, antes respondió con desahogos:

-Yo soy mal juez: acaso me equivoque. Confieso que no me parece... así... ninguna cosa de quedarse admirado. No la llamaré fea, pero tampoco... Y no crea usted: aunque digo que soy mal juez, no es que me falten motivos para entender: porque allá en Tánger, Tetuán y Melilla hay judías y moras que pasan por guapas; y asómbrese usted: tengo moros tan amigos, que alguno me enseñó su harén... Le advierto que entre ellos es una prueba de estimación grandísima.

-¡Ah!... -murmuré sin poder reprimir una expresión maliciosa-. ¿Conque franca la entrada del harén?

-Sí -afirmó alardeando de naturalidad el fraile-. Y ¿quiere usted que le cuente cómo estaba la mora favorita, vamos, la predilecta de este moro amigo mío, que era un ricachón de allí?

-¿A ver cómo estaba? ¿Muy tentadora?

-Ya le he dicho que soy mal juez: yo sólo puedo describirle exterioridades... y usted opinará. El traje era de una seda riquísima, abierto en el pecho, y este adornado con unos collares de perlas gordas y de diamantes y pedrerías: dos o tres collares lo menos tenía la mujer. En los brazos unas ajorcas como las que pinta Cervantes en la novela del Cautivo... ¿no la ha leído usted? Pues así. Luego cojines, cojines y más cojines: unos debajo de los brazos, otros debajo de las caderas, otros detrás de la cabeza: y los cojines eran para impedir que se rozase, porque la mujer estaba reventando de gorda, que es el secreto de la hermosura entre las moras. Esta no se podía menear. ¿Y sabe usted con qué la engordaban? Pues con bolitas de pan, que ya no se puede llamar engordar a una mujer, sino cebarla. Fumaba por un tubo largo así... y tenía delante un veladorcito incrustado de nácar, con dulces y bebidas.

-¡Ah socarrón de fraile! -discurrí yo-. Te finges muy corriente y muy sencillo, y eres más tuno y más ladino que todas las cosas. Me estás mareando con tantos infundios moriscos, por no soltar prenda respecto a mi futura tía. Yo te pondré a parir: aguarda. -Y en voz alta exclamé: -Padre Moreno, usted que tan perfectamente describe a las moras, mejor sabrá retratar a una cristiana. Bien puede usted decirme, al menos, si la novia de mi tío está cebada con bolas de pan, o si tiene un talle esbelto y mono, como la palmera del desierto. Vamos, Padre...

Subíamos ya por el sendero peñascoso que linda con la cerca del Tejo. Allí no cabíamos bien los dos de frente. El fraile se volvió y se encaró conmigo para responder. Ya no le alumbraba el último reflejo del sol, como antes, pero aún entre la media obscuridad chispearon sus ojos cuando me respondió con inexplicable mezcla de donaire chancero y solemnidad entusiasta:

-Caballero, usted le ha de perdonar a un pobre fraile que se exprese como lo manda el hábito que viste y la regla a que obedece. De una mora, de tara infiel, yo puedo describir el cuerpo, porque si Dios se lo ha concedido hermoso, será lo único que se pueda alabar en ella, ya que el alma está envuelta en las tinieblas del error. Pero usted mismo ha dicho que la novia de su tío es una cristiana. Y a mí me consta que merece ese nombre tan... dispense si me expreso con demasiada vehemencia... iba a decir ese nombre tan sublime. De una cristiana, lo primero y acaso lo único que merece ensalzarse es el alma, y en mi boca sonarían mal otros elogios. ¡Un cuerpo que encierra un alma redimida con la sangre de Cristo! ¡Caramelo! No se lo voy a alabar a usted con palabras bonitas ni con flores retóricas. Con asegurarle a usted que su futura tía es en efecto una cristiana... he dicho cuanto tengo que decir.

-¿Tan buena es, Padre Moreno?

-Excelente, excelente, excelente.

El tono con que el fraile triplicó el adjetivo, no dejaba lugar a insistencia. Por otra parte, habíamos llegado al portón. Sin embargo, cuando el Padre agarró la aldaba, no pude menos de soltarle una preguntita insidiosa:

-¿Y usted, Padre Moreno... viene a la boda por pura amistad?

-¡Naranjas! -exclamó con el tono recio que suele darse a las interjecciones más castizas-. ¡Si vengo a echar las bendiciones!