Una cristiana: 19

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Una cristiana
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XIX

Capítulo XIX

Mi madre, con su sagacidad relativa y al pormenor, conoció al punto que yo iba preocupado y mohíno, pero erró la causa. «A ti te han dado algún desaire en el Tejo. No me digas que no. Te hicieron perrerías, de seguro. Si no fue así, ¿por qué te viniste como los conejos en busca del tobo, sin despedirte ni cosa que lo valga? Vamos, confiésale a tu mamá el disgusto». Por más que juré y perjuré no haber recibido sino atenciones, ella no la tragó. «Bien, bien, cállate, haz misterio... Yo lo sabré, que todo se sabe. Ya me lo contarán los de fuera». Tuve que referirle punto por punto las circunstancias de la boda: digo mal, ella fue quien se adelantó a mis explicaciones, mostrándose enterada de menudencias que me asombraron. Estaba en detalles que yo desconocía. Era condición de su inteligencia pronta y aguda dominar la micrografía de la vida y desconocer en cambio sus leyes eternas, hondas, visibles sólo para los espíritus superiores: las que han de regirla hasta que se apague su soplo y el universo se enfríe por falta de amor...

Los primeros días de estancia en la aldea sentí gran alivio. Aquel raro frenesí del día de la boda se había calmado con la falta de especies sensibles que lo reavivasen, y me parecía que el entusiasmo por la tití, el furor celoso, el lirismo y las meditaciones poéticas en la playa, fueran no más que travesura de la imaginación, la cual gusta de fingir sentimientos profundos donde no hay sino antojo, efervescencia y espejismo.

Contribuyó a sosegarme la compañía de Luis Portal, que vino desde Orense a pasar conmigo una semana. Nos dimos tales paseos y tales atracones de pan y leche, que el sano cansancio y la rusticación hicieron su oficio, preparándome a oír con tranquilidad y hasta prestar asentimiento a razones por el estilo de las que siguen:

-«Lo que te sucede a ti -me decía Luis en ocasión de estar los dos tumbados al pie de un castaño, donde habíamos escotado la meridiana- es un fenómeno muy común entre nosotros los españoles, que creyendo de buena fe preparar y desear el porvenir, vivimos enamorados del pasado, y somos siempre, en el fondo, tradicionalistas acérrimos, aunque nos llamemos republicanos. Lo que te encanta y atrae en la señora de tu tío Felipe, es precisamente aquello en que menos se ajusta a tus ideas, a tus convicciones y a tu modo de ser como hombre de tu siglo. Me sales con que la señorita de Aldao realiza el ideal de la mujer cristiana. Patarata, chacho. ¿Me quieres tú decir qué encontramos nosotros de bonito en ese ideal, si lo examinamos detenidamente? El ideal para nosotros, debiera ser la mujer contemporánea, o mejor dicho la futura: una hembra que nos comprendiese y comulgase en aspiraciones con nosotros. Dirás que no existe. Pues a tratar de fabricarla. Nunca existirá si la condenamos antes de nacer.

»¿Cuáles son y en qué consisten las virtudes que atribuyes a la tití y que tanto admiras? A mí me parecen negativas, irracionales, brutales. No te asustes, brutales he dicho. ¿Casarse con un hombre repulsivo, entregársele como un autómata, y todo por qué? ¿Por no autorizar con su presencia los pecados ajenos? ¿Quién responde de más acciones que las propias? Esa señorita o está demente o es tonta de remate; y al fraile que tal consiente y apadrina... no quiero calificarle, porque se me iría la lengua. Ese comprende mejor que la tití a lo que la tití se compromete: ese debiera haber evitado semejante barbaridad... Te digo que el frailecito... ¡Rediós! Pero, en fin, el fraile es el fraile; y nosotros, que pretendemos innovar la sociedad, en algo hemos de diferenciarnos de él.

»Una mujer como la que está pidiendo la sociedad nueva se pondría a servir, a coser, a fregar los suelos, si no se hallaba bien en la casa paterna, si creía su dignidad lastimada; pero nunca enajenaría su libertad y su corazón y su cuerpo para irse con semejante marido.

»A ti te entró la manía del cristianismo. Hay que dejarte. ¡Una perfecta cristiana! ¿Y por qué te seduce una perfecta cristiana? ¿Eres acaso perfecto cristiano tú? ¿Aspiras a serlo? ¿O crees que la ordenada marcha de la sociedad consiste en la esposa cristiana y el esposo racionalista?

»Salustiño, despierta, que estás soñando. ¡Vas a enamorarte de una mujer porque piensa al revés que tú en casi todo! Pues que está soltera; que te corresponde; que os casáis, que ella conserva encendida la antorcha de la fe... y que no te arriendo la ganancia. Déjasela a tu tío, que para él es de molde. Harán la gran pareja. ¡Pero para ti! Chachiño, cúrate de romanticismos y de cristiandades. Esto no quiere decir que no le hagas el amor a la tía; pero al modo humano, sin música de Pobulo. Si te gusta, ¡arriba con ella! Es decir... siempre debes tener cuidado, para evitar dramas... Los dramas, en el teatro Español... y aun allí, la mayor parte salen hueros. En fin... sin drama... ya me entiendes. Pero como vuelvas a hacerme novelas de cristianas y judíos... te doy bromuro. Y sobre todo... ¡a empollar! Yo otro año no soy perdigón, ni por la diosa Venus que venga a hacerme garatusas».

No dejaron de persuadirme las observaciones del discretísimo orensano. Cuando menos, me indujeron a meditar sobre el problema de mis entusiasmos locos. En efecto, el pensar y el sentir de mi tití eran radicalmente opuestos a los míos: yo no creía en nada de lo que ella reverenciaba por dogma; su moral difería de mi moral: la palabra deber en nuestros labios tenía diferente significación; y sin embargo, me atraía más hacia ella esa propia disparidad de ideal, como al blanco le atrae a veces el color cetrino de la mulata, y a la ardiente gitana el dorado cabello del inglés. ¿Acertaba Portal al decir que nosotros estábamos sin hembra propia y nos convenía buscarla, hacerla a nuestra imagen para que su alma nos comprendiese y su cerebro funcionase a compás del nuestro? O al contrario, ¿era mayor atractivo la picante oposición de las almas y el tener yo en la mía cámaras obscuras donde, como en la de Barba Azul, le estaría a ella siempre vedado penetrar? Por qué exaltaba yo a aquella mujer viendo en ella la perfección misma del tipo femenil? ¿Por qué su sacrificio, que en mí me parecería absurdo, en ella se me antojaba sublime?

«En lo que acierta Luis -resolvía yo definitivamente- es en eso de que nos conviene empollar y que el drama interior es enemigo del estudio». En efecto, cogía yo los libros para repasar un poco aprovechando el ocio de las vacaciones, y al concentrar mis facultades para aplicarlas a las inflexibles matemáticas, trabábase en el campo de mi mollera descomunal batalla, que yo llamaba, en mi lenguaje íntimo, la guerra entre las rectas y las curvas. Las rectas eran las ecuaciones, los polinomios, los teoremas, los problemas de secciones de ángulos y otras demoniuras semejantes; las curvas, los ensueños amorosos, las antipatías judaicas y toda la pícara ebullición de mi fantasía moza. Al principio las curvas llevaron la mejor parte, pero la táctica y precisión de las rectas acabó por imponerse a aquel indisciplinado ejército, que se replegó en el peor orden posible hacia el corazón, su íntimo refugio.

Ya se acercaban a su término las vacaciones cuando tuvimos una visita inesperada. El Intransigente Serafín vino en persona, sin asomo de hiel ni de rencor, sobón y cordial lo mismo que un gozquecillo, a instalarse en la Callosa: yo no pude recordar que le hubiese convidado, y, mamá juraba que tampoco. Le tomamos a beneficio de inventario, y desde el primer día le dedicó mi madre a recortar espalleres, a recoger fruta y a echar pitanza a los pollos, tareas que él desempeñaba gustosísimo. Cuando nos hablamos sin testigos, lejos de mostrarme el más mínimo enfado, me soltó un abrazo vehemente y me hizo cosquillas. «¿No sabe? -preguntó muy cariñoso-. Así que usted se largó yo me desaté. Si me pillan así, liado, buena la hacíamos. ¡Qué guasa! Lo de mirar no estaba bien. Pero era guasa, era pavita. El Pajaritum tenía la culpa. Los novios, a Pontevedra aquella misma tarde. Ahora andan por allá muy majaderos, luciendo las galas; el Santo les ha obsequiado con una gran comida en el Naranjal: hubo sesos de contribuyente fritos, y pierna de litigante en escabeche... De postres, turrón: como que ya la casa de su tío está alquilada para oficina de Correos. ¿Eh? ¡Gui, gui! Al señor de Aldao le ha venido no sé qué cruz, con mucho tratamiento de perliquitencia... ¿Y no sabe lo bueno? ¿No ha leído de la irrisión, digo, de la procesión de la Divina peregrina? Me pasmó de que no cayese sobre ella fuego del celo, según dijo el otro: Pluit super Sodomam et Gomorrham sulphur et ignem a Domino de cælo. ¡Si viera la carnavalada! Don Vicente llevando el guión; Pimentel, muy foncho, de corbatín blanco; su tío alumbrando, con una cara que parecía el pecado mortal; todos los turroneros con su cirio agarrado... ¡que nunca en su vida pensaron agarrar un cirio...! ¡y detrás los polainudos, los secretarios de ayuntamiento con sus cirolas, cada alcalde y cada juez y cada registrador y cada fantoche! Hombre, ¿cómo no fue a Pontevedra ese día? Otra igual, ni en veinte años. Hasta los periodiqueros y los masones alumbraban. Le digo que sí. Y luego el Teucrense le llamó a la procesión festival. ¿Qué es festival? A modo de saturnal, sin duda». Después, bajando la voz, añadió: «También un obispo papaba moscas allí, y no por amor de la Peregrina, sino por el Santiño de los milagros oficiales... Pero no se pasme de eso. Nestorio fue obispo de Constantinopla. ¿Y quién promovió el cisma de aquel grandiosísimo cerdo del rey de Inglaterra, sino otro gorrino de obispo hereje que se llamaba Crémor o Cremen...? Déjenle de obispos. La Iglesia la hemos de regenerar solitos el Papa y los clérigos... digo, no, los aprendices de clérigo y unos cuantos laicos de agallas... mande lo que guste la Encíclica Cum multa».

Le aseguré que no sabía lo que podía mandar semejante Encíclica, y le pregunté por Candidiña como al descuido. «¡Uy! Buena pieza... gui, gui. Ahora solita con el viejo... Lo ha de volver del revés». Hablome también del Padre Moreno y supe que el fraile moro, terminados sus baños de mar, pensaba recalar dos días en la Ullosa.

En breve se confirmó el anuncio y apareció el Padre todo empolvado de su larga jornada en diligencia. Mi madre, que le quería mucho, le recibió al pronto con cierta frialdad: no podía perdonarle el haber bendecido la boda. Yo en cambio extremé la cortesía. Hubiera deseado poder decirle a Aben Jusuf: «Aquellos delirios pasaron. Se ha deshinchado el énfasis sentimental. ¡Si viese usted, Padre, qué bien me encuentro! Lo mismo que quien se aplica un anestésico para curar una neuralgia, y la cura. Mi neuralgia o dolor de muelas amoroso ya no existe. Me parece increíble haber sido yo aquel que por poco se desnuca arrojándose de un árbol, se envilece espiando, se tira al mar en una noche de bodas o le pide a usted el hábito de novicio. Aquí tiene usted a un muchacho formal, alumno de Ingenieros e hijo de Benigna Unceta, señora muy práctica. Estoy sano». Si no fue esto mismo, algo muy semejante indiqué en un paseíto que nos dimos por los montes el fraile y yo. Recuerdo que él se mostró sinceramente satisfecho y debió de contestarme por el estilo que verán ustedes:

«Lo celebro, pero no fiarse. Los calenturones del corazón no duran como dan; ¡Dios nos asista! sólo que repiten. Y repiten por culpa nuestra, que nos llegamos al fuego. En esa lotería se pagan aproximaciones. No aproximarse. Respetuosa distancia. Cordón sanitario. Si hace usted otra cosa, no le tendré por hombre de bien».

Mutatis mutandis, así se expresó el Padre Moreno. Pasados los primeros instantes, mi madre, que tiene corazón de oro e instintos hospitalarios, le trató con agasajo, empeñándose en alimentarle bien y a todas horas, hasta el extremo de que el fraile se sublevase cómicamente. «No más pollo, aunque usted me haga pedazos... Ni más pisto... ¡Qué señora! Alma de almirez, corazón de dátil, ¿quiere que yo reviente aquí? Usted mande en su polisón, señora, que yo mando en mi estómago...». Poco duró el exagerado obsequio gastronómico; a los dos días el Padre se nos marchó a su convento, dejándonos un gran vacío. Había expirado también su temporada de vacaciones y el permiso del superior para bañarse y atender a la salud, y el moro con sayal se volvía resignadamente a su tétrico retiro de Compostela, donde a fuerza de humedad sudaban los muros y verdeaban el marco de las ventanas y las junturas de las piedras. A pesar de la entereza con que el fraile afirmó que iba satisfecho al cumplimiento de su deber, comprendí que aquel español medio sarraceno, prendado de la luz del África, debía de sufrir mucho en cuerpo y espíritu viéndose desterrado a clima tan húmedo y gris.

Le vi marchar a su ostracismo recordando con sorpresa que le había envidiado aquel sayal y hasta aquella cadena de los votos. «A la fuerza yo he padecido este verano una especie de psicalgia o neurosis moral. Ahora que estoy convaleciente lo comprendo». Los pocos días que faltaban ya para mi salida hacia Madrid, como no teníamos huéspedes ni gran distracción, me sepulté en la lectura de dos o tres librotes muy interesantes: obras de filosofía, entre ellas la Crítica de la razón pura, de Kant. Exento, a mi parecer, de todo sentimental oleaje y de toda engañosa alucinación, ¡con qué puro deleite se empapaba mi inteligencia, docilitada por el estudio de las matemáticas, en la doctrina del filósofo! ¡Con qué dulce firmeza sentía penetrar en las últimas casillas de mi cerebro aquellas verdades del criticismo, que, lejos de conducir a la escéptica negación, nos infunden sereno convencimiento de la vanidad de nuestras tentativas para conocer el mundo exterior y nos encierran en el benéfico egoísmo del estudio de nuestras propias facultades!

Cuando después de una lectura de Kant salía yo a recorrer el soto, la pradería, las modestas dependencias de la granja patrimonial, y la paz del atardecer se me infiltraba en el espíritu, me encontraba venturoso, salvado de mis locuras, encerrado en la línea recta. «Entiende y serás libre», repetía para mí con juvenil orgullo.