Una tarjeta de visita

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Tradiciones peruanas
Cuarta serie (1894) de Ricardo Palma
Una tarjeta de visita


Entre don Sebastián de Aliaga, marqués de Celada de la Fuente, y su hermano don Juan José de Aliaga, marqués de Fuentehermosa, existía allí por los años de 1815 grave desavenencia. Los hermanos no sólo no se visitaban, sino que aun al encontrarse en la calle esquivaban el saludo.

No era todo esto porque los Aliagas se odiasen, sino por complacer a sus respectivas consortes, que no sabemos por qué femenil quisquilla se profesaban mutua inquina.

El don Sebastián, que a su título de marqués añadía el de conde de Lurigancho, desempeñaba el empleo hereditario de contador de la real casa de Moneda. A las nueve de la mañana, después del desayuno, subía al coche tirado por cuatro mulas y encaminábase a la oficina, donde permanecía hasta la una, hora en que terminaban las labores. Volvía a montar en su coche, apeábase a la puerta de un cajón de Ribera, donde ya lo esperaban los tertulios, que eran personajes de la nobleza y frailes de campanillas, y pasábase allí hora y media de charla, amenizada con una tanda de chaquete, juego de moda a la sazón. Tan luego como el esquilón de la catedral empezaba a llamar a coro a los canónigos, despedíase el conde de San Juan de Lurigancho, y siempre en coche regresaba a su casa, situada en la calle de Palacio.

En 1815 su hermano el marqués de Fuentehermosa encontrábase de los hombres más apurados como se dice. Era el caso que don Pablo de Avellafuerte, caballero de mucho fuste, le había pedido la mano de su hija doña Rosa, y el señor don Juan José no podía decidirse a otorgársela sin previo acuerdo con su hermano don Sebastián, que era el mayorazgo. La cuestión era de lo más grave que podía presentarse para un hidalgo de esos tiempos. No por el gusto de casar a la hija había de entroncarse con quien los de su linaje rechazaran.

El de Fuentehermosa no quería ir a casa de la cuñada por evitarse la humillación, según él creía, de saludar a ésta. Tampoco tenía voluntad para escribir a su hermano, porque el asunto no era para tratarlo por cartas. Decidiose, pues, a abordar a don Sebastián en terreno neutral, y al efecto anduve un día paseando del Portal a la Ribera, en acecho de momento oportuno para entrar en plática con el de Celada de la Fuente.

En el instante que éste daba fin a su obligada tanda de chaquete, apareciose don Juan José.

-¡Salud, caballeros! ¿Cómo estás, hermano?

-Así, así hermano..., algo achacosillo -contestó don Sebastián.

-Pues con venia de estos señores -continuó don Juan José-, vengo a consultarte si como jefe de la familia encuentras causa de oposición para el matrimonio de tu sobrina Rosa con Avellafuerte.

-Hombre, me parece bien pensado que cases a la muchacha con don Pablo. Es un caballero a las derechas, y me congratulo de que entre en la familia.

-Pues entonces, hermano, no hay más que hablar. ¡A la paz de Dios, caballeros!

Dio el de Fuentehermosa la mano al mayorazgo, despidiose de los tertulios y salió del cajón de Ribera.

Don Sebastián quedose cavilando en que la conducta de su hermano tenía mucho de altiva; pues no era en la calle, en casa de un extraño, en una tienda pública, en fin, en donde debió buscarlo para hablarle de uno de esos asuntos de familia a que la gente de sangre azul daba tan subida importancia. Después de cavilarlo mucho, resolvió el de Celada de la Fuente darle una leccioncita al de Fuentehermosa, y montando en su coche, dirigiose a la casa de éste, que era la que formaba el ángulo de las calles de San José y Santa Apolonia.

-Mi hermano ha debido buscarme en mi casa -murmuraba- y no en el cajón de Ribera. Con esta conducta ha querido darme a entender que me estoy encanallando. Ahora voy a chantarle cuatro frescas.

Al llegar a la casa preguntó por su amo al fámulo o portero, y éste le lijo que don Juan José no vendría hasta la noche, pues estaba de convite donde don Pablo Avellafuerte.

El mayorazgo de los Aliagas sacó del bolsillo de su casaca una tarjeta y escribió en ella con lápiz:


José Sebastián de Aliaga,
cajonero de Ribera,
humilde con los humildes,
soberbio con la soberbia.


Tal fue la espiritual tarjeta de visita que el conde de Lurigancho dejó en casa de su atrabilario hermano.