Utopía: Los esclavos

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Los utópicos no hacen esclavos a los prisioneros de guerra —a menos de que la guerra la haya buscado el país enemigo —, ni a los hijos de los esclavos, ni a los extranjeros que vienen a Utopía, aunque sean esclavos en sus países. Sólo reducen a esclavitud a los naturales de su isla que merecen ese castigo por sus delitos, o a los que han sido condenados a muerte en las ciudades de otras tierras por los grandes crímenes que han cometido.

De este último género de esclavos tiene muchos, porque o les son vendidos por poco precio, o les son entregados graciosamente. Hacen trabajar constantemente a los esclavos y les ponen cadenas. Tratan más duramente a los indígenas, porque los utópicos juzgan que son más culpables y merecen un castigo mayor, ya que han sido enseñados a ser virtuosos por su excelente República y no han sabido guardarse de hacer mal. Tienen otra especie de esclavos: los ganapanes míseros y pobres de otras tierras que eligen de su propia voluntad ser esclavos en Utopía. A éstos trátanlos con bondad, casi como si fueran ciudadanos libres de la isla, sólo que les obligan a trabajar un poco más, ya que están acostumbrados a ello. Si alguno quiere partir —lo cual sucede muy pocas veces —, no le retienen contra su voluntad ni le dejan marcharse con las manos vacías.

Como ya he dicho, cuidan a los enfermos con gran amor, y nunca faltan a éstos los alimentos o medicinas que son necesarios para su curación. A los que padecen alguna dolencia incurable, procuran consolarlos visitándolos y platicando con ellos. Si el mal, a más de ser incurable, causa al enfermo crueles sufrimientos, le exhortan los magistrados diciéndole que, puesto que no puede cumplir ninguno de los deberes que impone la vida y es una molestia para los demás y se daña a sí mismo, ya que no hace más que sobrevivir a su propia muerte, debe determinarse a no querer vivir enfermo por más tiempo; y pues semejante vida es un tormento para él, debe disponerse a morir con la esperanza de que huye de ella como se huye de una cárcel o de un suplicio; o, si no, debe consentir que otros le libren de la vida. Dícenle también que con la muerte sólo pondrá fin a su tormento, pero no a su felicidad. Los que son persuadidos así, se dejan morir de hambre voluntariamente o mueren durante el sueño sin enterarse de ello. A nadie fuerzan a morir, ni dejan de cuidar a los que rehusan hacerlo. Mas consideran honrosa la muerte de los que así renuncian a la vida. Si alguno se quita la vida sin causa que juzguen justa los sacerdotes y el Senado, se le considera indigno de ser enterrado o de que su cuerpo sea consumido por el fuego, y su cadáver es arrojado a un hediondo pantano.

Las mujeres no se casan antes de los dieciocho años, ni los varones hasta que son cuatro años mayores. Si el mozo o la moza han tenido trato carnal con otra persona antes de casarse, el autor de la ofensa es castigado severamente y a ambos se les prohíbe para siempre el matrimonio, a menos que el Príncipe les otorgue su perdón. Pero el padre y la madre de familia de la casa donde fue hecha la ofensa corren el peligro de ser grandemente vituperados y de quedar deshonrados por no haber velado lo suficiente para que no sucediera. Aplican tan severo castigo a ese delito porque juzgan que serían bien pocos los que estarían unidos por los lazos del matrimonio si no se les quitara la libertad de darse a ese vicio, pues hay que estar toda la vida con una persona y sufrir con paciencia, además, todas las pesadumbres e inquietudes que lleva consigo el connubio.

En lo tocante a la elección de los cónyuges, tienen en Utopía una costumbre, que observan rigurosamente, que a nosotros nos pareció muy extravagante y absurda, pues la mujer, sea doncella o viuda, ha de ser mostrada desnuda al que pretende casarse con ella por una grave y honesta matrona, y lo mismo el varón a la muchacha por un hombre discreto. Nos reímos de esa costumbre y la desaprobamos por parecemos extraña. Pero los utópicos, por otra parte, se asombran grandemente de la necedad de todas las demás naciones, ya que al comprar un potro, que vale poco dinero, somos tan cautos y circunspectos, que, aun cuando el animal esté casi desnudo, no lo compramos si no le quitan antes la silla y todos los arreos, por temor de que bajo ellos se esconda alguna llaga o matadura; y, sin embargo, al elegir esposa, cosa que puede llenar de placer o de pesares toda nuestra vida, obramos tan atolondradamente, que apreciamos el valor de una mujer con sólo ver un palmo de su cuerpo —pues no le podemos ver más que el rostro —, ya que lo restante de su cuerpo está cubierto con vestidos, y puede suceder que luego descubramos algún defecto en su cuerpo y tomemos aversión a la mujer. No todos los hombres son tan juiciosos que aprecien solamente las prendas morales, las virtudes de las que han de ser sus esposas. La belleza, las gracias del cuerpo añaden valor a las virtudes. En verdad, pueden ocultarse tan repugnantes deformidades bajo las ropas, que aparten el afecto que el marido tenía hacia su mujer cuando ya no es legal la separación de sus cuerpos. Y si tales deformidades se descubren después que se haya consumado el matrimonio, el esposo tiene que resignarse con su suerte. ¡Cuánto mejor sería que hubiese una ley que impidiese esos engaños antes de casarse!

Esto se mira mucho en Utopía, porque es el único país de aquella parte del mundo en que el hombre se contenta con una sola esposa. Allí el matrimonio no lo disuelve sino la muerte, y sólo se rompe el vínculo por causa de adulterio y de la conducta inmoral de uno u otro consorte. En ambos casos permite el Senado contraer nuevo matrimonio al cónyuge inocente, y el otro es infámado y condenado a no poder casarse otra vez. No se consiente que el esposo repudie a la esposa por causa de enfermedad que pueda deformarle el cuerpo. Juzgan que es gran crueldad el abandonar a alguien cuando más necesitado está de consuelo, y que sería faltar a la fidelidad prometida si el abandonado se hallaba en la vejez, pues la vejez trae consigo las enfermedades y es una enfermedad en sí misma. Mas si ocurre que el marido y la mujer no pueden vivir bien avenidos, cuando ambos encuentran nuevos cónyuges con quienes esperan vivir más sosegada y alegremente, se pueden divorciar, con el consentimiento de entrambos, y contraer nuevo matrimonio; mas se necesita para ello la autorización del Senado, que no la concede antes de que ellos y sus esposas hayan meditado largo espacio sobre tan delicado negocio y hayan considerado bien sus circunstancias. Muéstranse, empero, muy poco inclinados a consentir el divorcio, pues saben cuán poco propicia para el mantenimiento del amor conyugal es la esperanza de poder contraer nuevas nupcias fácilmente.

Los que faltan a la fidelidad prometida son condenados a la más dura esclavitud; si ambos culpables son casados, los esposos ultrajados pueden divorciarse de ellos y casarse entre sí o con quien quisieran; mas si alguno de ellos sigue amando al infiel consorte, la Ley no prohibe que pueda seguirlo en su castigo. A veces el arrepentimiento de uno y la constancia amorosa y los ruegos del otro consiguen ablandar el corazón del Príncipe, y éste, por todo esto, movido a compasión y piedad, da la libertad al esclavo. La reincidencia en el adulterio es penada con la muerte. La Ley no impone ninguna pena determinada para los demás delitos; acomódala el Senado a la gravedad de la ofensa y la modera a su arbitrio, según los casos. Los esposos castigan a las esposas y los padres a los hijos, a menos que el delito sea tan horrible que demande un castigo público. Comúnmente, los más de los crímenes, por atroces que sean, son castigados con la esclavitud, pues creen que no es menos aflictiva para el delincuente, ni menos provechosa para la República, que la ejecución inmediata del criminal. El trabajo de éste es más provechoso que su muerte, y es una pena ejemplar que sirve para impedir que otros puedan cometer crímenes semejantes. Si los condenados se muestran recalcitrantes y rebeldes, son muertos como si fuesen bestias feroces que no han podido ser amansadas ni con las cadenas ni con la prisión. No se quita la esperanza a los que sufren con paciencia la esclavitud. Si con el tiempo los amansan y doman las penalidades que padecen, si dan pruebas de un sincero arrepentimiento, si muestran que les entristece más el delito que han cometido que el castigo, el Príncipe, usando de sus prerrogativas, o a veces el sufragio del pueblo, mitigan la dureza de su esclavitud o los perdonan y les dan la libertad. La incitación al adulterio es tan castigada como éste, porque los utópicos consideran que la intención es tan dañosa como el acto mismo, y que no puede ser excusa para el delincuente de esta índole el que no se haya podido cometer el delito por causas ajenas a él.

Gustan mucho de los bufones, y son vituperados los que los maltratan. No está prohibido en Utopía el deleitarse con este género de locura. Creen los utópicos que esto hace mucho bien a los mismos locos. No permiten que tengan bufones las personas tristes y severas que no ríen sus dichos y sus hechos, porque temen que no los traten con bondad y que no sepan aprovecharse de lo único que los bufones tienen y pueden dar, que es divertir a los demás. Es mirado con malos ojos el que hace burla de un ser deforme o estropeado, y vituperan, no al infeliz mofado, sino al necio mofador que se ríe de la desgracia ajena, desgracia que no tiene poder de impedir el que la tiene. Consideran poco juicioso el no hacer caso de la belleza natural del cuerpo; mas juzgan también que usar de afeites para realzarla es vanidad y causa deshonor. Saben por experiencia que los esposos aprecian más la fidelidad y la humildad que la hermosura de sus esposas. Y si el amor se gana algunas veces con la belleza, solamente puede ser conservado y durar por la virtud y la obediencia. En Utopía, no solamente impiden con la amenaza de los castigos que la gente haga mal, sino que la incitan a la virtud prometiendo honores y recompensas. Colocan en las plazas públicas estatuas de los insignes varones que han sido grandes bienhechores de la República, para que así quede perpetua memoria de sus buenas acciones y para que la gloria y renombre de los antepasados sea para los descendientes de ellos incitación a perseverar en la virtud. Quien ambiciona desordenadamente una magistratura es quien menos esperanzas puede tener de conseguirla.

Los utópicos viven juntos amorosamente. Ninguno de sus magistrados es insolente y vano, ni infunde temor. Padres llaman a éstos y como padres se comportan. Los ciudadanos tienen el deber de rendirles los honores debidos a su rango, pero no son obligados a hacerlo. El Príncipe no se distingue de los demás por sus regias vestiduras o corona, sino porque lleva en la mano una pequeña gavilla de trigo. Conoceréis al Obispo porque llevan un cirio delante de él.

Tienen pocas leyes, aunque para un pueblo tan instruído y de tales instituciones, con pocas basta. Lo que más censuran a otros países es que, teniendo innumerables libros de leyes, todavía no tengan suficientes leyes. Consideran injusto que se obligue a los hombres a cumplir esas leyes, que son tantas, que no pueden leerlas todas, y tan oscuras, que son bien pocos los que pueden entenderlas. Por eso no quieren tener letrados, los cuales manejan artificiosamente los negocios y disputan sutilmente sobre las leyes. Creen que es mejor que cada uno defienda su pleito y declare ante el juez lo que habría confesado al letrado. Así hay menos incidentes y se sabe antes la verdad, pues hablan los pleiteantes sin haber sido aleccionados por un letrado sobre lo que tienen que decir, y el juez, con juicio discreto, puede pesar las palabras de ellos y ayudar a los hombres de bien a defenderse de los maliciosos engaños de las gentes taimadas. Esto no se podría hacer en otras naciones donde hay tantas leyes complicadas y oscuras. Mas en Utopía todos son agudos letrados, pues, como he dicho, son poquísimas las leyes, y, por sencillas y claras, fáciles de interpretar rectamente. Dicen ellos que todas las leyes son hechas y promulgadas para que cada cual sepa cómo debe obrar. Las interpretaciones más sutiles sólo podrían convenir a unos pocos, pues pocos son los que entenderlas pueden. Las leyes claras las pueden entender todos. En lo que toca al vulgo —y el vulgo son los más —que es el que más necesitado está de conocer sus deberes ¿no sería mejor para él que no hubiese leyes cuya interpretación sólo alcanzan los que tienen grande inteligencia tras largas controversias? El entendimiento del vulgo no llega a comprenderlas, ni toda su vida, empleada en trabajar para ganar el sustento, bastaría para ello.

Estas virtudes de los utópicos hacen que los pueblos vecinos de su isla, en los que los hombres viven libres —pues Utopía ha librado a muchos de ellos de la tiranía tiempo ha —hacen, digo, que les pidan magistrados, unos por un año, otros por cinco, a los cuales, cuando llega el término de sus funciones, acompañan a su tierra colmados de honores, y luego se llevan a otros que los suplan. No puede haber duda de que las naciones que así proceden tienen la mejor forma de gobierno, pues la salud o la ruina de las Repúblicas depende de los magistrados. ¿Y hay mayor prudencia que la de elegir para magistrado a hombres que no venden su honradez a ningún precio —que tienen que volver a Utopía, donde el dinero no es útil —que, siendo extranjeros en la tierra adonde van a ejercer su oficio, no conocen allí a nadie, no profesan afecto ni enemistad a ninguno? Porque si esos dos males, la parcialidad y la avaricia, se sientan donde los jueces, se deshace incontinente la justicia, que es el lazo más fuerte y más seguro que une a los ciudadanos de una República. A esos pueblos que van a pedirles jueces los llaman los utópicos aliados, y a otros a los que hacen beneficios, amigos.

No pactan jamás alianzas con las demás naciones, pues éstas suelen concluirlas, romperlas y renovarlas. Pues dicen los utópicos: ¿Para qué sirven esas alianzas, si ya los hombres están bastante unidos entre sí por naturaleza, y los que no reconocen este vínculo no mantendrán su palabra? Se inclinan a ser de esta opinión porque en aquellas partes del mundo los pactos entre Príncipes no suelen ser cumplidos demasiado lealmente. Porque en Europa, y especialmente en aquellas tierras donde reinan la fe y la religión de Cristo, la majestad de los tratados es sagrada e inviolable, en parte a causa de la bondad y justicia de los soberanos, y en parte a causa del temor y de la reverencia que infunden los pontífices, los cuales cumplen religiosamente todo la que prometen, obligando así a los Príncipes a que lo cumplan también, usando, si es menester, de la autoridad y el poder pontifical. Y creen con razón que sería muy vituperable cosa que los que llevan el nombre de fieles, fuesen infieles a sus promesas. Mas en aquella parte del mundo recién descubierta, que la línea equirioccial separa menos de nosotros que las diferencias de costumbres o de la manera de vivir, no se tiene confianza alguna en las alianzas. Las que se conciertan con las más sagradas ceremonias, son las que antes se rompen; los que no quieren cumplir la palabra dada, hallan siempre motivo para ello en la letra de los tratados, y así rompen la alianza y destruyen la verdad. Si se descubriese fraude o dolo en un contrato entre particulares, hasta los que no se esconden de decir que aconsejan tales cosas a los Príncipes, dirían a voces y con el ceño fruncido que es un delito odioso que debe ser castigado dando muerte vergonzosa a su autor. Podría creerse, por consiguiente, que la justicia es virtud baja y plebeya que está muy debajo de la alta dignidad de los Reyes o bien que hay dos justicias: una para la gente de humilde condición, que anda arrastrándose por el suelo, y a la que sujetan muchas manos para que no pueda correr tras los ladrones y perseguirlos; y otra que es virtud de sólo los Príncipes y de más alta majestad que la justicia de los humildes, que puede obrar más libremente, para la cual no es ilícito lo que quiere. Estas costumbres de los Príncipes —y ya he dicho que los Reyes no suelen cumplir demasiado fielmente los pactos —son la causa de que los utópicos no quieran concertar tratados. Quizá mudasen de opinión si vivieran aquí. Paréceles que la costumbre de concertar alianzas es perniciosa. Esas alianzas —como si no hubiese alianza natural entre dos pueblos que sólo divide una pequeña colina o un riachuelo —hacen creer a los hombres que han nacido para ser adversarios y enemigos unos de otros y que sería lícito devastar las tierras de los demás y dar muerte a sus moradores si no hubiera tratados. Las alianzas que se conciertan no favorecen el crecimiento de la amistad, pero siguen dando licencia para robar, pues a veces, por falta de previsión o de prudencia, algunas de las cláusulas de los tratados no han sido escritas con claridad para que puedan ser bien entendidas, y no impiden ese mal. Los utópicos opinan lo contrario, piensan que no se debe tener por enemigo a quien no os hizo daño alguno, y que el vínculo creado por la Naturaleza es la verdadera alianza, pues los hombres están unidos más fuertemente por el amor y la buena voluntad que por la letra de los tratados, y más aún por sus buenos sentimientos.