Venatoria

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Venatoria


Calculaba Otaduy que pronto se verificaría una embestida de la indiada. Desde el fortín veía en la noche lejano fuego en toda la redondez del campo. Eran, ciertamente, las hogueras de los asediantes. No podía imaginar el policiaco argentino, cuándo llegarían las tropas, suponiendo que Felipe del Estero no hubiera sido detenido o asesinado en su heroico empeño de comunicar a las autoridades de Resistencia lo que ocurría. Procediose al examen de los víveres. Consistían éstos en tres piernas de buey, asadas, en media docena de pollos, en unos treinta huevos de gallina, en seis panes de a kilo y en unas cuantas frutas y legumbres. Aunque Otaduy invocaba a los niños de Cerdera para que comiesen poco, la actividad en que vivían les excitaba el apetito. Comprendía también el jefe del reducto, que si aquellos, sus únicos soldados, carecían de vigor para la lucha, les invadiría el desánimo, porque tripas llevan pies. Y aún hay una frase más expresiva sobre esta relación de lo físico y lo moral. El duque de Ahumada, nuestro insigne caudillo lontano, dijo: «Buen rancho, buen soldado; carne abundante y vino que sobre, heroicidad en las luchas»...

El pamplonés argentinizado, no había de oponer trabas a la famélica condición de los herederos de Lanceote.

Díjoles:

-Poco tenemos, pero comed hasta hartaros... Lo que hemos de hacer es cazar.

En esto pasaron por lo alto varias palomas silvestres, de color de pizarra, grandes, hermosas. Ellas se pararon en las copas de los árboles inmediatos. Y Otaduy, cogiendo su fusil y sustituyendo los cartuchos de balas por los de perdigones, hizo seis disparos rapidísimos. Once palomas cayeron muertas. Él salió del fortín y volvió en el acto con la presea venatoria.

Media hora después atravesó la picada un gamo. Cumpliendo las órdenes de Otaduy, los niños permanecían silenciosos con sus rifles en las manos. El policiaco dijo a Basilio, con voz muy queda:

-Ahí tienes tu víctima. Mátanos a ese gamo.

Basilio ajustó el rifle sobre el hombro derecho, apuntó sin temblor. Oprimió el disparador, y el gamo cayó herido.

-Anda en busca de tu presa -ordenó Otaduy.

Y Basilio, saltó del reducto, corrió hacia el sitio donde el gamo yacía, y le arrastró hasta introducirlo detrás de los estacones que los defendían.

-Ya veis -repuso Otaduy- cómo vamos a alimentarnos.

Un banquete cada día, un festín sin término... Estas palomitas montaraces son de un sabor delicado. Y ellas traen el propio condimento, con sus mismas mantecas son asadas. Saben a gloria... Y el gamo, ese gamito que tu has matado, niño, Basilio, nos permitirá resistir muchos días de incomunicación con los hombres.

Generoso abrazó a Otaduy.

-Usted nos defiende como si fuese Dios. Usted nos ampara. Usted nos enseña... Porque las ideas que se le ocurren a usted son tan grandes, que nadie nos vencerá.

Y Basilio, el pequeñín, que abrazaba su rifle como si fuese una insignia de honor, gritó, exaltado:

-¡Que nos vengan los indios!... ¡Valemos más que ellos!...