Vida sencilla

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Don Sebastián Ibarrieta, en 1878, se hizo dueño, por poca plata, de seis leguas cuadradas de campo, en una de las partes más despobladas entonces de la provincia de Buenos Aires, entre Guaminí y Trenque Lauquen. Aunque de los indios ya no quedara más que el recuerdo, era éste bien vivaz aún, y era preciso tener audacia para aventurarse a poblar tan lejos. La tuvo don Sebastián, como buen vasco que era de valor sereno, como inconsciente del peligro.

Eligió, en la misma línea del campo, el sitio que le pareció más a propósito para establecer la estancia, y con sus peones, hizo cavar, en círculo, dos zanjas concéntricas, hondas y anchas, en el suelo arenoso, amontonando entre ambas la tierra sacada: y esto fue el corral para la hacienda.

Hizo cavar también una especie de cueva, cercada de pequeñas paredes de adobe crudo, de un metro de alto sobre el suelo, techada con algunas chapas de hierro galvanizado: y esto fue la casa.

Trajo de adentro dos mil vacas y seis mil ovejas; estableció alrededor del campo, y también sobre la línea, algunos puestos edificados en la misma forma lujosa de la estancia, dotados cada cual de una majada, y pasó así cinco años de vida ruda, casi solitaria, cuidando sus intereses a lo antiguo, de acuerdo a veces con la naturaleza, más a menudo en riña con ella.

Poco a poco se le había venido acercando el progreso. La casa de negocio más cercana estaba a veinte leguas de la estancia; se estableció una a tres leguas. Por el camino chileno pasaron cada día más tropillas y más arreos; acabó por pasar por él, primero, cada mes, y después, cada semana, una galera. Los campos vecinos se fueron poblando uno por uno y en el horizonte asomaron algunos ranchos. El pueblo, cabeza de partido, también adelantaba; ya era núcleo importante de población, cuando se instalaron definitivamente en él las autoridades reglamentarias.

Don Sebastián, de vez en cuando, pudo comer pan en lugar de galleta. En el pueblo pudo también, por fin, comprar materiales e hizo edificar un rancho confortable y un gran galpón; y como ya tenía casa, pensó en casarse, y se casó con la hija del comerciante de quien era el mejor cliente.

Los puestos tuvieron corrales para las majadas; y ranchos modestos, pero habitables, reemplazaron las cuevas provisionales. Estableció en la estancia un bañadero para las ovejas y plantó gajos de sauce alrededor del corral con unas cuantas hileras de álamos para reparo de la casa.

A ruego de la señora, alambró una quinta grande, donde se cultivaron verduras, y sembró dos cuadras de maíz.

Así, cada año traía consigo algún progreso. En los campos vecinos, todos hacían lo mismo; los ranchos, por todas partes, se habían multiplicado, y los montes, cada día más crecidos, ya dejaban ver, de trecho en trecho, sus sombrías masas imponentes.

En los rastrojos, varias veces removidos, vino la alfalfa como bendición del Cielo; y los pechos amarillos, chacotones y bulliciosos, ayudaban a destruir en ella la isoca, en recompensa de la hospitalidad que se les diera en los sauces, ya frondosos, del primitivo corral, que llenaron de nidos y de la alegre algarabía matutina y vespertina de sus contiendas amorosas.

Se hizo otro galpón, se alambraron dos potreros, y don Sebastián trajo de la ciudad, aprovechando el ferrocarril que ya llegaba a veinte leguas de la estancia, carneros finos y un toro bastante bueno.

¡Tiempo al tiempo!, van pasando los años, pero cada uno de ellos se señala con algún adelanto; y, despertada por el trabajo humano, su fecundidad transforma, poco a poco, en emporio de riquezas el desierto pampeano. Crece la familia; crecen los haberes; se multiplican las haciendas; toma valor la tierra.

Y llegó el día en que don Sebastián Ibarrieta pudo realizar el sueño dorado de todo estanciero: alambrar el campo.

Diez años hacía que, cada día, vigilaba el repunte de su hacienda de la línea al centro, con el ojo siempre alerta sobre la invasión de los vecinos, sobre las quemazones que prenden, al pasar, los que cruzan, sobre los robos, siempre fáciles en campo abierto. Hoy, ya se sentía, realmente, dueño de su tierra y podría consagrar a mejorar su hacienda todos sus empeños, todas sus fuerzas, únicamente dedicados, hasta entonces, a vigilarla.

No solamente se habían acrecentado rodeos y majadas, sino que también se habían hecho bastante mestizos. Todo rendía más: más lana, más capones, más novillos, y todo el producto se venía a acumular en adelantos, en la misma estancia. Se edificaban más galpones para depósitos y para pesebres; se multiplicaban los potreros y las divisiones para clasificar y separar los animales. Las aguadas ya no eran los miserables jagüeles criollos de antes, de mezquino rendimiento, de labor ingrata. Numerosos e incansables molinos de viento llenaban, sin cesar, amplios estanques australianos, insuperable valla contra la sed.

Los alfalfares se extendían. Se juntaban unas con otras las grandes áreas que tenía sembradas cada puesto. Había montes en todas partes, frutales y otros, para reparo de la hacienda, para provecho inmediato y consumo del establecimiento, sin contar sus mil promesas de variada riqueza para el porvenir.

Corrales perfeccionados para encerrar, apartar y trabajar la hacienda habían reemplazado el primitivo corral de zanjas y los que habían seguido, de palos a pique y de alambre. Ya los ranchos parecían algo más que mezquinos y don Sebastián contrató con un hornero la fabricación de ladrillos. No faltaba tierra, ni tampoco leña, y pronto se van los centenares de miles de ladrillos en seis leguas cuadradas.

Sobre todo, que un ramal del ferrocarril ya se estaba construyendo, que iba a cruzar el campo, parándose casi en el mismo medio, en una estación, cuya habilitación venía a abrir, para don Sebastián, horizontes nuevos de incalculable provecho: formación de un pueblo, con su afluencia de comerciantes, grandes y pequeños, dispuestos a disputarse los solares; división en quintas y chacras, que se venderían a precios inesperados, y todo el campo de la estancia entregado al arado de colonos afanosos que reemplazarán por un océano de espigas doradas los últimos penachos plateados de las cortaderas. Y ya está todo esto; el progreso vuela; las parvas de trigo y de alfalfa alzan por todas partes sus opulentos lomos; las trilladoras se apuran. La población se tupe cada vez más y los agricultores ofrecen, de arrendamiento anual, más de diez veces lo que costó el campo. ¡Qué metamorfosis en treinta años! ¡Esta sí que ha sido revolución!

Don Sebastián Ibarrieta nunca ha dejado de vivir en su estancia y sigue viviendo en ella, lleno de legítimo orgullo, por el camino recorrido y los progresos realizados. La estancia, por lo demás, se ha vuelto casi un pueblo. Una casa señorial ofrece a sus moradores, miembros, sin cuento ya, de la familia patriarcal y visitas numerosas, todas las comodidades deseables en el campo. Las viviendas para el personal, las cocinas, la lechería, los galpones, los pesebres y cocheras, todo rodeado de parques y montes, forman un conjunto importante que, agrandado aún por los reflejos del espejismo, llama la atención del viajero que pasa, allá, lejos, en el tren...

Pero don Sebastián, paulatinamente y sin sentir, como hombre feliz que ha sido y sin historia, gastó en su larga obra sus fuerzas vitales; con ellas la cimentó; y los treinta años de trabajo continuo en que formó la estancia que es su gloria, han agotado su vida.

-¡Qué lástima -dice, de vez en cuando- tener que abandonar todo aquello!

¡Paciencia!, gozarán otros; y sólo le consuela, al irse, pensar que serán sus hijos; aunque bien sabe que no gozarán ellos tanto como él, porque encontrarán creado todo lo que él halló por crear. Y crear es lo único interesante en la vida.


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