Diario Militar de José Miguel Carrera: Capítulo I. 25 de Mayo de 1810 - Agosto de 1810

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Diario Militar de José Miguel Carrera de José Miguel Carrera
Capítulo I. 25 de Mayo de 1810 - Agosto de 1810.

Capítulo I. 25 de Mayo de 1810 - Agosto de 1810.

I.Prisión de Rojas, Ovalle y Vera. Deposición de García Carrasco. Constitución de la Junta Gubernativa. Creación de cuerpos militares. Motín de Figueroa. Instalación del Congreso Nacional. Arribo de Carrera a Chile. Preparativos del golpe de Estado del 4 de septiembre de 1811.


En 25 de mayo de 1810 sucedió la prisión de don José Antonio Rojas, don Juan Antonio Ovalle y don Bernardo [de] Vera; dimanó de las sospechas que tuvo el Capitán General, Brigadier don Francisco Antonio García Carrasco, de que querían seguir los pasos de Buenos Aires. Carrasco, en los críticos momentos de la prisión de Fernando VII, se consultó con Ovalle, quien le aconsejó instalase una Junta de la que él fuese Presidente, y para esto le presentó el plan que creyó oportuno. Carrasco lo admite, lo presenta al examen de varios de los oidores y de otros enemigos de todo sistema liberal; le persuaden de que el plan envuelve una completa revolución, y que era llegado el momento de tomar medidas enérgicas para evitarla, anunciándole que Rojas, Ovalle y Vera se reunían todas las noches para acordar el modo de ejecutarla.

No necesitó más aquel déspota para proceder contra ellos; los hizo apresar y los mandó a Valparaí­so con escolta a las órdenes de Vial.

El Oidor [Félix Francisco] Basso los siguió para formarles el correspondiente sumario. Verificado éste, los embarca­ron a bordo de la Castor y los remitieron a Lima. Vera, que temía la presencia del Virrey [José Fernando de Abascal], tomó una bebida para parecer muy enfermo, y pudo quedarse por entonces.

El pueblo, irritado por este procedimiento contra tan beneméritos ciudadanos, pensaba únicamente en separar a Carrasco; antes creyeron necesario quitar de su lado a don Judas Tadeo Reyes, a don Juan Francisco Meneses y a don Juan José Campos; el primero Secretario, el segundo Escribano de Gobierno y el tercero su Asesor. Para esto, y con el fin de pedir que volviesen los tres expatriados, y que se les formase causa antes de que experimentasen el castigo de embarcarlos a un país distante, ocasionándoles gastos de consideración, dejando en abandono a sus familias y exponiendo a dos de ellos a una grave enfermedad por su avanzada edad y quebrantada salud, el Cabildo, acompañado de la parte principal del pueblo, se presen­tó en la casa de la Audiencia, a la que fue llamado Carrasco. En aquella sesión se consiguió la deposición de sus tres perversos agentes, pero no la vuelta de los tres que habían marchado ya; sólo Vera logró este indulto por su fingida enfermedad.

Carrasco, bárbaro por naturaleza, y soberbio con el poder de las bayonetas, dijo aquel día a tan res­petable reunión: “¿Y ustedes saben si podrán salir de aquí?” Uno de aquellos chilenos que llevaban sus armas dispuestas quiso contestarle con un tiro, pero le fue impedido por los demás; sin embargo, conoció el viejo que eran superfluas las amenazas y cedió a cuanto pidió el Cabildo. No era esto sólo lo que se ape­tecía, y por eso se aumentó el descontento, trabajando con más descaro cuando obtuvieron los resueltos el primer triunfo contra el Capitán General de Chile. La Audiencia conoció que era imposible contener las ideas del pueblo, y quiso tentar el último recurso separando a Carrasco y obligándolo a renunciar; lo hizo así, y dio el mando al oficial de más graduación.

En 16 de julio de 1810 fue depuesto Carrasco, sucediéndole el Brigadier [Mateo de Toro Zambrano,] Conde de la Conquista. Es­te viejo demente no era patriota ni sarraceno, y por sí nada podía hacer. La Audiencia trabajaba por ase­gurarse, y el pueblo por instalar una Junta. La Audiencia quería hacerse de fuerza y nada conseguía; entre los muchos comisionados para persuadir al Conde a que hiciera oposición al instalamiento de una Junta se cuentan los malos, los traidores chilenos don Manuel Manso, Administrador de la Aduana, Fray Francisco Figueroa, ex Provincial de San Agustín, y el Doctor don José Santiago Rodríguez, Canónigo de la Catedral de Santiago. Los jóvenes más resueltos y entusiastas por la revolución no repararon ya más que en los ma­les que ofrecía el poder de la Audiencia, sostenida por la fuerza armada; se reunían y servían de escolta a los que representaban los derechos del pueblo, y llegó ocasión en que abocaron sus armas a las guardias del jefe, obligándolas a mantenerse quietas. Algunos vecinos de los que tenían influjo en la campaña, o que mandaban fuerzas de las milicias, las disponían en favor del pueblo: era ya imposible evitar el paso que se habían propuesto. La Audiencia, aunque tan decidida en contra de la revolución, creyó entonces condes­cender en parte; a la verdad ella nada podía, y para conservarse, para quedar en actitud de hacer algo en mejor oportunidad, aparentó voluntad.

En 18 de setiembre de 1810 se instaló la primera Junta de Chile, compuesta de siete vocales: el Pre­sidente de ella era el mismo Conde [Toro Zambrano], y los seis restantes, don Juan Martínez de Rozas, don Francisco [Javier] Rei­na, Coronel de artillería y Comandante de la brigada de Santiago, don Juan Enrique Rosales, el Obispo de Santiago, Doctor don José Santiago Martínez de Aldunate, don Fernando Márquez de la Plata, Decano de la Audiencia, llamado de España al Consejo de Indias, y don Ignacio [de la] Carrera. Los secretarios, don José Gaspar Marín y don José Gregorio Argomedo.

La elección se hizo por más de cuatrocientos de los principales vecinos, entre los que se hallaban to­das las corporaciones y jefes militares. En aquel acto se recibió un oficio de la Audiencia, protestando de nulidad por ser toda aquella obra opuesta a los derechos del Rey. Despreciaron la amenaza, pero los oido­res quedaron pacíficamente en sus empleos. El acta del nuevo Gobierno reconocía la Junta Central o la Regencia y mandaba en nombre de Fernando. Se dio parte a España y las Cortes aprobaron todo lo hecho. En el navío Standart de S.M.B., vino [llegó] el decreto de reconocimiento de las Cortes.

Los primeros pasos de este naciente Gobierno se dirigieron a la reunión del Congreso y a la organi­zación de algunos cuerpos veteranos. En el acta de instalación que aprobaron las Cortes se protestaba que el primer cuidado sería citar los diputados al Congreso, y se conformó con esta determinación; no así la Audiencia, y los que veían en la libertad de Chile una traba a sus ambiciosas miras. Se creó el Cuerpo de Granaderos, de setecientas plazas, y los dos escuadrones de Dragones, de trescientas; para jefe del primero se eligió al Teniente Coronel don Santiago Luco, y para el segundo, a don Joaquín Guzmán; ambos eran absolutamente ineptos para la carrera militar.

Se mandaron a Buenos Aires trescientos veteranos escogidos de las tropas de Concepción, y se permitió que los porteños pusiesen bandera de recluta, con la que pasaron la cordillera mil hombres.

Se convocaron [se convocó a] los diputados para el Congreso, señalando [señalándose] a las provincias el número que debían elegir.

El 1º de abril de 1811 se convidó a la sala del Consulado a las mismas personas que eligió la Junta, a fin de que eligiesen los doce diputados que debían asistir al Congreso por la capital.

En aquel aciago día se presentó don Tomás Figueroa a la cabeza de trescientos hombres, compues­tos de algunos veteranos de Concepción y de Dragones de Santiago, con el objeto de sorprender la reunión del pueblo y restablecer el antiguo Gobierno. Una casualidad había frustrado la elección, y como se encon­traba burlado se dirigió con su columna a la plaza mayor. Observados por la Junta estos movimientos, manda que el Cuerpo de Granaderos salga a ocupar la plaza; aquel cuerpo era naciente, y sólo pudo ser útil por la decisión de su Sargento Mayor, don Juan José de Carrera; este oficial, por la irresolución del Comandante, ocupó la vanguardia y entró en la plaza con su columna, que formó en batalla, apoyando su derecha sobre los baratillos. Figueroa tenía su línea junto a la pila. Quiso tomar aquel traidor el mando en jefe de los dos cuerpos a pretexto de su mayor antigüedad, desentendiéndose de los motivos por que se hallaban en aquella posición. El jefe de los Granaderos le contestó que no obedecía otras órdenes que las del Gobierno, que mandase él su cuerpo y que él mandaría el suyo. En esto se retira Figueroa y manda hacer fuego, según dicen algunos; otros dicen que lo rompieron los Granaderos; lo cierto es que se hizo una descarga, y que a ella escaparon Figueroa a Santo Domingo, el Coronel Vial y el Coronel Luco a la pescadería y otros muchos al lugar que les pareció más seguro: la plaza quedó por los Granaderos. Antes de batirse subió Fi­gueroa a la Audiencia, y dijo a los señores “Mis armas sostienen la religión, mi Rey y el antiguo Gobierno“; no se sabe lo que contestarían; después se dijo que le habían encargado no hubiese efusión de sangre; lo cierto es que no dieron aviso alguno a la Junta. No, no se olviden jamás de los nombres de estos infames: componían la Audiencia don Manuel Irigoyen, hijo de Buenos Aires, don José Concha y don José Santia­go Aldunate, naturales de Santiago de Chile, don Félix Basso, de Barcelona, y el Decano don Juan [Rodríguez] Balles­teros, de Andalucía. No dejemos de recordar las particularidades de aquel mismo día.

Figueroa contaba para su obra con la protección de todos los europeos y de la Audiencia. Na­die se comprometió descaradamente, a excepción de un tal Molina, natural de la frontera, soldado de aquellos Dragones; era éste el segundo caudillo.

Los dos cuerpos combatientes tomaron distinto rumbo a la primera descarga, a excepción de algu­nos pocos soldados y oficiales de Granaderos, por lo único que se conoció habían triunfado. El Comandante para correr tiró el bastón, y un soldado estuvo advertido para arrancarle el puño de oro antes que vol­viese a buscarlo. Un oficial, no contento con huir y tirar la casaca, se escondió bajo una mesa de billar.

Otro, se dijo herido y se tendió como muerto, estando bueno y sano.

Estando reunido el Gobierno y rodeado de un inmenso pueblo, se presentaron dos soldados de Fi­gueroa con sus fusiles, sin duda con el objeto de asesinar al Gobierno. No hubo un hombre que se atreviese a contenerlos; los entretuvieron con agrado y engaño hasta que llegó don Luis de Carrera con una compañía de fusileros de artillería, a cuya vista huyeron por los tejados; esta misma compañía conoció a muchos de los que se retiraban por la calle de Ahumada, y fue la que prendió a Figueroa debajo de un pa­rral en Santo Domingo y lo libró de ser arrastrado por el pueblo.

La compañía de Dragones de la Reina, a las órdenes de su digno jefe, don Manuel Ugarte, hizo du­rante el peligro movimientos propios de su valor y conocimientos. Se alejaba del ruido para obrar con más acierto y huía del humo porque no le quitase la vista de las evoluciones del enemigo.

El Gobierno, atónito, no sabía qué hacerse. El vocal don Juan Martínez de Rozas, vuelto en sí con el triunfo, montó el caballo de un lechero, no sé si le quebró los cántaros, y puesto a la cabeza de los Dragones de Ugarte se dirigió a la plaza, como para proteger al ejército de la patria, pero ya estaba vencedor y reunido. En vista de la heroica resolución del señor [Martínez de] Rozas, quisieron algunos aclamarle Presidente, y lo habrían logrado si no se hubiesen opuesto otros más avisados. Al fin todo se tranquilizó felizmente. La Junta quedó como estaba, y procedió a formar causa al traidor, que fue pasado por las armas y puesto a la expectación pública el día 2 de abril, día en que también se suspendió de sus funciones a la Audiencia, cuyos miembros fueron después desterrados a distintos puntos; a excepción de Concha, todos los demás consiguieron pasaporte para Lima. Ellos debieron seguir la suerte de Figueroa; pero o no descubrieron o no quisieron descubrir sus crímenes por no ensangrentar más la revolución.

En 2 de mayo de 1811 estaban en Santiago los diputados de las provincias para el Congreso, y, co­mo se hubiese retardado la elección de los doce de la capital, [Juan Martínez de] Rozas, que no podía todo lo que quería, in­trigó e hizo que los diputados se fuesen a la sala de Gobierno y pidiesen asociarse a él hasta la instalación del Congreso. Así se verificó y se vio un Gobierno tan numeroso como la Central de Sevilla. Siguieron las intrigas para la elección de los diputados de Santiago, y se verificó burlando las esperanzas de [Martínez de] Rozas y Larraines, porque recayó la elección en los enemigos de la Casa Grande , y era en parte sensible porque esta­ba el poder en manos de egoístas y sarracenos; el mejor era tímido e incapaz de nada bueno. Se entroni­zó entonces la casa de Cotapos, Infante, etc.

En 6 de junio de 1811 se instaló el Congreso y se quitó el Ejecutivo, reuniendo en sí, hasta nueva determinación, todos los poderes.

Componían este respetable cuerpo:

Don Agustín Eyzaguirre, por Santiago.

Don José Miguel Infante, por Santiago.

Don José Santiago Portales, por Santiago.

Don Joaquín Echeverría, por Santiago.

Don José Nicolás Cerda, por Santiago.

Fray Manuel Chaparro, por Santiago.

Don Juan José Goycolea, por Santiago.

Don Juan Antonio Ovalle, por Santiago.

Don Gabriel Tocornal, por Santiago.

Don Juan Agustín Alcalde, por Santiago.

Don Javier Errázuriz, por Santiago.

Don Joaquín Tocornal, hermano de don Gabriel, por Santiago.

Don Joaquín Gandarillas.

Don Estanislao Portales.

Don Manuel Recabarren.

Don José María Fuenzalida.

Don José María Rozas.

Don José María Ugarte y Castel-Blanco.

Don Fernando Errázuriz.

Don Manuel Cotapos.

Don Andrés del Alcázar, Conde de la Marquina, Concepción.

Don Agustín Urrejola, canónigo, Concepción.

Don Juan Zerdán, presbítero, Concepción.

Don Juan Pablo Fretes, canónigo, Florida.

Don Ramón Arriagada, Chillán.

Don Bernardo O’Higgins, Los Ángeles.

Don Mateo Vergara, Talca.

Don Esteban Manzano, Linares.

Fray Antonio Mendiburu, Chillán.

Don Manuel Salas, Itata.

Don Agustín Vial, Valparaíso.

Don Manuel Fernández.

Don Luis Urrejola, suplente de [del Conde de la] Marquina.

Don Martín Calvo Encalada.

Don Marcos Gallo.

Don Francisco Ruiz Tagle.

Se nombró por el Congreso el Ejecutivo, compuesto de tres individuos: don Martín Calvo Encalada, don Juan José Aldunate y don Juan Miguel Benavente, sus secretarios... .

Si examinamos con detención e imparcialidad el carácter, ideas e instrucción de los que componían estos respetables cuerpos, confesaremos que, en semejantes manos, era de necesidad pereciese mil veces el sistema; la facción, la intriga, el engrandecimiento personal, la apatía, la tolerancia y las largas e infructuo­sas sesiones, que las más veces concluían con groseros y escandalosos insultos, esto era lo que a primera vista era notado en el Congreso por el más estúpido. No faltarán algunos curiosos que conserven memoria de lo que sucedió desde la instalación hasta su deposición.

En 25 de julio de 1811 llegué a Valparaíso en el navío de S.M.B. Standart, a las órdenes del Comandante don Carlos Elphitones Fleming. Desembarqué a las oraciones de aquel día, y me presenté al Gobernador don Juan Mackenna, quien me recibió con toda urbanidad y cariño. Me llamó a su cuarto de dormir, y sigilosamente me preguntó por el estado de España y por el motivo que ocasionaba la venida de un navío de guerra inglés. Le pinté el estado de la nación en el lamentable que se vio en aquella época y le persuadí de la confianza que debíamos tener en el honorable Fleming que sólo venía a Lima por caudales. Le manifesté al mismo tiempo que el Teniente de resguardo don Juan Prieto nos había pintado a Chile en una com­pleta anarquía, inclinándome a creer que mi padre protegía la causa del Rey, por lo que estaba expuesto a los insultos de los revolucionarios. Me aseguró todo lo contrario, comprobándolo con los destinos que ocu­paban mis dos hermanos en las tropas veteranas; don Juan José Sargento Mayor de Granaderos, y don Luis Capitán de la brigada de Artillería de Santiago. Enseguida le impuse de un español Aguirre que acompaña­ba a Fleming, de un choque ruidoso que había tenido a bordo conmigo, y de lo perjudicial que serían en tierra él y el Oidor [Antonio] Caspe, que lo fue en Buenos Aires y venía destinado a Chile.

A las doce de aquella noche partí para Santiago y llegué a las once de la noche del día siguiente en compañía de don Ramón Errázuriz, con quien vine en el mismo buque desde Cádiz. Aquella noche, des­pués de los abrazos de mi familia, me retiré a dormir en compañía de mi hermano don Juan José, quien de algún modo me impuso de la situación de mi país. Me dijo que llegaba en los momentos de una revolu­ción que se efectuaría a las diez del día 28; era dirigida a quitar [a] algunos individuos del Congreso, el [al] Comandante de Artillería [Francisco Javier] Reina, y no recuerdo qué otras cosas. Los que dirigían la obra eran [Martínez de] Rozas y Larraines, unidos a [Antonio] Álvarez Jonte. Me pareció que el proyecto encerraba mucha ambición y determinaciones perjudi­ciales a la causa y a mis hermanos, que eran los ejecutores. Les supliqué que se retardase aquel plazo has­ta mi vuelta de Valparaíso, adonde tenía precisión de volver para que Fleming viniese a conocer la capital. Me ofreció hacerlo así y lo cumplió, a pesar de que en la mañana se presentaron muchos de los convidados al efecto. Bien conoció el Congreso el paso que se fraguaba y el Presidente don Manuel Cotapos mandó se­guir un sumario para la averiguación de los cómplices. Verifiqué mi viaje a los tres días, y a pesar de que llevé carruaje y todo lo necesario para que Fleming hiciera un viaje cómodo, no quiso ir a causa de las su­gestiones de Aguirre, que le persuadió a que no debía recibir obsequios de un pueblo que no reconocía a Fernando y su Regencia. En el concepto de aquel maldito godo, no había reconocimiento porque se ha­bía castigado justamente al traidor Figueroa, hombre desconocido que en su desgracia, cuando lo perse­guían de la Corte por sus crímenes, necesitó el traje de padre barbón y no tuvo otro asilo que Chile; me­reció de todos sus habitantes la compasión y toda hospitalidad; después de todos estos beneficios, le había agraciado el nuevo Gobierno con la comandancia del batallón de infantería de Concepción; fue ignominia del Gobierno poner en manos tan poco seguras la principal fuerza que entonces tenía Chile, pero mayor fue su barbaridad cuando se determinó a derramar la sangre de los mejores vecinos de Santiago, no por su Rey, sino por su engrandecimiento: él se creyó Presidente si lograba el golpe. Poco fue el castigo que recibió. Fleming me aconsejaba me fuese con él a Lima, y que no me comprometiese ni tomase la menor par­te en la revolución. Yo le contestaba del modo más prudente que podía; quería conservar la amistad de un hombre a quien tenía inclinación y debía favores; sin embargo, nada le prometí que perjudicase mi honor y patriotismo. Siguió su viaje a Lima, y quedó en que a su vuelta iría a Santiago, y que había de resolverme de volver a España; de todo era sabedor [Juan] Mackenna, con quien había entablado una amistad bastante intimada.

Por el 11 ó 12 de agosto volví a Santiago y muy luego fui presentado por Juan José en casa del Doc­tor Vélez, en la que estaban algunos de los que seguían el plan de revolución contra el Congreso. [Antonio] Álvarez Jonte, diputado de Buenos Aires cerca del Gobierno de Chile, era el que llevaba la voz. Conocí claramente las intenciones de [Álvarez] Jonte y procuré en el acto sacar a mis hermanos y retirarnos para que no se comprome­tiesen en cosa ninguna de las que proponían. Pocas noches después me citaron a casa de Astorga, y en el cuarto de su hijo José Manuel se hicieron nuevas tentativas por [Álvarez] Jonte. Nadie se oponía a la revolución; toda la dificultad consistía en los que debían ejecutarla, y esta ejecución querían fuese por nosotros, es decir, por los tres Carreras. Yo carecía de conocimientos en mi país, como que estaba recién llegado, y procuré informarme con detención de la injusticia o justicia de aquel paso. Pregunté por qué y para qué se pretendía tan estrepitosa revolución; me dijeron: “El Congreso y parte de las tropas están en poder de hombres ineptos y enemigos de la causa. Toda la parte sana del pueblo clama por remediar este mal y no se puede porque no hay libertad; es preciso acudir a la fuerza que mandan los buenos patriotas, que es la única esperanza que queda. Todos sacrificaremos nuestras vidas por salvar la patria”. Dije que me pare­cía justo, pero que el modo más racional de remediarlo todo y no comprometer y corromper [a] la tropa, se­ría el de reunirse los patriotas junto al cuartel de Granaderos y hacer desde ahí las peticiones que juzgasen necesarias. De esto dijeron que nada se sacaría porque, siendo tímido el pueblo, no querría reunirse. Pe­dí que nos pidiesen por escrito, y con la firma de los descontentos, que saliésemos a la plaza con los cuer­pos, para apoyar su plan. A esto accedieron y quedaron de presentar la solicitud para otra noche.

Me pareció que debía tocar todos los medios posibles para evitar un paso perjudicial, por cualquier aspecto. Determiné explicar al Presidente del Congreso don Manuel Cotapos cuanto juzgué oportuno sin comprometer a persona alguna. Esta sesión la supo don Fernando Errázuriz, a quien como a su hermano don Ramón, se la comuniqué. El resultado no correspondió a mis esperanzas. Cotapos me ofreció suspender todo paso sospechoso; retirar el batallón de milicias que estaba acuartelado de centinela contra los Granaderos; no exigir que tuviese efecto la orden que había dado para que saliesen dos compañías de éstos para guarnición de Valparaíso y estrecharse con Juan José para asegurarle lo mismo, y convencerlo de sus sanas intenciones respecto de su patria. Cotapos era torpe y no sabía ocultar sus intenciones. Por petición suya fui a verlo con Juan José, a quien ofrecí que el resultado de su visita sería una explicación sincera de cuanto he dicho, por el mismo Presidente. Todo sucedió al contrario, y muy lejos de cumplirme su pala­bra, instó por la pronta marcha de los Granaderos y se negó a retirar las milicias. Nos retiramos, y al salir, separándolo a un lado, le dije: “Usted me ha comprometido; tema los resultados de tan imprudente paso”.

Conocía evidentemente la intención de Cotapos, que no debía distar de la cabeza de sus compañeros, era ya indispensable la revolución. Volvimos a reunirnos en casa de don Miguel Astorga, y al preguntar a [Álvarez] Jonte por la suscripción de los descontentos aseguró que no había querido ninguno prestar su firma por te­mor. Quiso, con otros, persuadirnos de que eran innecesarios aquellos pasos de seguridad; y no pudiendo sufrir que nos eligiesen para agentes de su engrandecimiento, los de la Casa Otomana, sobre quienes caía la elección lucrativa en todos los acuerdos que presencié, le advertí que no estaba lejos de creer que si dá­bamos aquel paso seríamos víctimas de la emulación y el capricho de los mismos que se engrandecían por un trabajo bastante peligroso. Me replicaron con protestas muy amistosas. Concluimos la última sesión confesando necesaria la revolución; pero encargando que la hiciese el que tuviese resolución para ello, y que sobre él recayesen los bienes o los males.

Acordamos los tres hermanos la ejecución y lo avisamos a don Juan Enrique Rosales, por la íntima amistad que profesaba a mis dos hermanos y porque era uno de los acordados para gobernante. Como fuese necesario hacer un manifiesto y algunos bandos, nos dirigimos también al Doctor don Gas­par Marín, acordado igualmente gobernante, y al doctor don Carlos Correa de Saa, íntimo amigo de Rosales. El plan se organizó, y en sustancia contenía lo siguiente: a las doce del día debía asaltarse el cuartel de Artillería por sesenta Granaderos a las órdenes de los tres Carreras; una compañía debía ocupar las murallas y torres de la Catedral; el resto del batallón, después de mandar una compañía de auxilio a la artillería, había de tomar las casas de Aduana, Consulado e iglesia de la Compañía, que todo está en una plazuela distante una cuadra de la plaza. Los Dragones de Chile eran destinados al basural; las guardias del Palacio y del Congreso tenían orden terminante de cerrar las puertas y colocar [a] las tropas en los balcones y ventanas que caen al frente de la plaza. Todas estas fuerzas menos los sesenta hombres y la compañía de auxiliares, no tenían otro objeto que batir al regimiento del Rey si quería hacer oposición, como justamente se temía. El regimiento estaba acuartelado en el pala­cio del Obispo. El Congreso debía ser detenido, y, en caso de obstinación, el oficial de guardia debía pasar por las armas a los godos más empecinados, entre los que se veían en primera línea don Domingo Díaz Salcedo y don Manuel Fernández.

Se acercaba el día de la ejecución, y los doctores no querían escribir un solo renglón de puro temor. La víspera en la noche fui a rogar a don Antonio Mendiburu para que solicitase a don Manuel [de] Salas; ambos hicieron lo que los doctores. Toda la familia de Larraines sabía lo que había de suceder; pero todos se es­condieron hasta que vieron asegurado el golpe.