Diario Militar de José Miguel Carrera: Capítulo II. 4 de Septiembre de 1811 - 2 de Diciembre de 1811

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Diario Militar de José Miguel Carrera de José Miguel Carrera
Capítulo II. 4 de Septiembre de 1811 - 2 de Diciembre de 1811

Capítulo II. 4 de Septiembre de 1811 - 2 de Diciembre de 1811

II. Acciones del 4 de septiembre de 1811. Influencia de la familia Larraín. Actuación de Juan Mackenna al mAndo de la artillería. Juan Martínez de Rozas y la Junta de Concepción. Opiniones sobre Martínez de Rozas. El predominio de los Larraín ocasiona un distanciamiento que conducirá a una nueva intervención militar. La acción de 16 de Noviembre de 1811. Su llagaba al poder. Complot de los hermanos Carrera. Disolución del Congreso.

En 4 de septiembre de 1811 a las doce del día sucedió la esperada y necesaria revolución. Nada de lo acordado se hizo; sólo los sesenta Granaderos destinados a la artillería cumplieron exactamente su encargo. Al tomar la guardia del cuartel no hubo otra desgracia que la muerte del Sargento de ella, y un granadero gravemente herido, que sanó. La viuda del Sargento muerto fue agraciada con el sueldo entero de su mari­do, para sí y sus hijos durante toda su vida; costó no poco arrancar este decreto de los nuevos gobernan­tes.

No puedo menos que hacer memoria de la conducta de muchos oficiales en aquel día, para que se conozca en qué estado se hallaba entonces la milicia. He dicho que al golpe de las doce debieron ejecutar todos lo que referí; el Comandante de Granaderos se enfermó; los oficiales del mismo cuerpo, a pesar de la buena disposición de la tropa, no tomaron la Catedral ni la plazuela de la Compañía ni mandaron el auxilio para los de la artillería, antes procuraron escapar a sus casas, dejándonos en la empresa. El Sargento Torres, puesto en la guardia del cuartel, tomó su fusil y los amenazó si intentaban salir. El Comandante Guzmán, de Dragones, y el Coronel Vial, de la Asamblea, no tomaron el basural; los jefes de las tres guar­dias de la plaza no cerraron las puertas. El del palacio, que era don Julián Fretes, se excedió de las órdenes, pero exponiéndose más y acreditando ser bueno para un compromiso.

Tomada que fue la artillería, llamamos a ella a los Granaderos y Dragones; los segundos llegaron una hora después porque aún no se consideraban seguros. Fui comisionado a intimar al regimiento del Rey que se mantuviera quieto, y a orientar al nuevo Gobierno de los motivos que ocasionaban aquel movimiento, pidiéndole que en el acto se desencuartelase el regimiento del Rey, dejando las armas con guardia granade­ra. Aunque me costó algunas contestaciones, se verificó todo.

Dueños de las armas, se presentó en la plaza algún pueblo, no el número que se había asegurado.

Vamos ahora a examinar las peticiones que hizo el pueblo, cómo las hizo y por qué. Ellas son seña­ladas con [en] el Cuando me presenté en la sala del Congreso después de acceder a la intimación, me suplicaron (particularmente el Presidente don Juan Zerdán) que me mantuviese en su compañía para evitar insultos y para que me entendiese con el pueblo; accedí. Al poco rato dijeron algunos de los diputados, a quienes apuraba la gana de comer: “Oigamos de una vez lo que quiere el pueblo. Don José Miguel Carrera puede exigir que hagan por escrito sus peticiones para evitar confusión”. Así lo hice, bajé a la plaza y en alta voz repetí las palabras del Congreso. Llegó a mí el padre [Joaquín] Larraín, Correa, don Francisco Ramírez, yer­no de [Juan Enrique] Rosales, y porción de diputados que hacía días no asistían a las sesiones. Correa puso en mis manos una cuartilla de papel que contenía las peticiones. Se leyeron en alta voz, y entre todos los que he nombrado, acompañados de otros de la pandilla y de algunos infelices para quienes todo era igual, a cada una de las peticiones daban vivas. Inmediatamente pasé al Congreso con aquel pastel, en que se pedía la separa­ción de los sospechosos por contrarios al sistema; entre éstos estaba [Juan Agustín] Alcalde, y para que no lo desconoz­can, el Conde de Quinta Alegre. Antes de pasar adelante, quiero contar la única parte que tuve en todo lo que se hizo después de la revolución. Yo no conocía a nadie más que por los de las reuniones; pero no dejaba de reconocer la parte que tenía la facción. Se me antojó al entregar la cuartilla que contenía las peticiones que Eyzaguirre, por sus hebillas de oro, polvos, bastón gordo, capa grana y zapatos de terciopelo, había de ser más godo que Alcalde; por eso con el lápiz borré a Alcalde y puse a Eyzaguirre ; se conocía esto tanto, que no quise entregar la cuartilla y pedí al Congreso que mandara escribir lo que yo dictaría; hizose así, y al concluir pidieron que firmase, lo rehusé un poco, pero lo firmé suplicando que fuese a leerlo al pue­blo uno de los diputados, poniéndole la nota de ser copia del original que fui a recibir en la plaza del pue­blo y que me había sido entregado por uno de sus individuos. He aquí mi pecado y la única intriga de aquel día; todo lo demás fue obra de la Casa Otomana; colocó el Gobierno de su casa, Congreso de su casa, y todo a su placer y gusto. Obsérvese que entre los separados por sarracenos está [José Miguel] Infante, que siendo individuo del Cabildo, antes de la instalación de la primera Junta, dio pruebas inequívocas de su interés por la causa de la libertad, y don Juan Antonio Ovalle, que acababa de escapar de las manos del Virrey [Abascal], a quien fue remitido por primer revolucionario; estos dos no tenían otro delito que oponerse a la ambición de la Casa Otomana, según conocí después, pero los dos se vieron desterrados y sufrieron como todos los que lo merecían. El Congreso empezó a tramar alguna cosa, y se acercó el batallón de Granaderos a la plaza: al rui­do de su llegada tembló el Congreso y para tranquilizarlo le hice mil protestas de seguridad. Me cansé de acompañar a S.A., de ser su intérprete para con el pueblo, y de éste para con S.A.; me retiré, y aprovechan­do los momentos, el padre Larraín y Correa, fingiéndose apoderados del pueblo, hicieron con el Congreso cuanto gustaron, dejando en pie su fingida comisión por los días que necesitaban para sus fines. Una de las causas por que manifestaba queja el dichoso pueblo, era porque Santiago tenía doce diputados en el Congreso; pidió se redujesen a seis, y después de concedido, conociendo fray Joaquín [Larraín] que en Correa tenía un excelente auxiliar, lo dejó por su antojo en el Congreso, siendo así que quedaban siete diputados por San­tiago. ¡Qué tal! ¿Sabía capitular el frailecito? Al cerrar la noche del 4 había ya logrado cuanto podía ape­tecer; el ejecutivo era compuesto de don Juan Enrique Rosales, don Juan Mackenna, a quien por petición de los mismos se le dio el grado de Coronel (en esto también intervine) y la comandancia general de Artillería e Ingenieros; el primero es cuñado y el segundo sobrino del fraile ; don Gaspar Marín, cuya íntima amistad con Rosales y Larraines es pública; don Juan Martínez de Rozas, con quien se hallaba unida la familia, y don Martín Calvo Encalada. Don Juan Miguel Benavente era suplente de [Martínez de] Rozas. [Martínez de] Rozas, cuando per­dió las esperanzas de la revolución, se fue a Concepción para asegurar su poder desde aquella provincia. Los secretarios del Gobierno eran don Agustín Vial, íntimo amigo y dependiente de [Juan] Mackenna en Valpa­raíso y don Juan José Echeverría.

En la noche del 4 fui citado a casa de don Juan Enrique Rosales por Fray Joaquín [Larraín]; me llevaron al cuarto [de] estudio de don [Juan] Enrique para acordar como absolutas las reformas que ellos decían necesarias; el fraile es hábil, y como vio que en aquellos días habíamos trabajado por ellos únicamente, lo atribuyó a inocencia y sagazmente empezó a proponer. Le vi tender la vista sobre la Casa de Moneda, Administración de Tabacos, aduanas y otros empleitos de esta naturaleza; es verdad que el pobrecito tenía necesidad de acomodar a sus hermanos Martín primero y Martín segundo, a su sobrino político [Antonio José de] Irisarri y [a] una porción de parientes pobres y cargados de familia. Hagámosle justicia, la familia de los quinientos [sic] debe confesar al fraile por su padre y padre muy amante. No me parecieron bien sus propuestas, y le dije que, habiendo si­do nombrado un Ejecutivo, no había necesidad de remover [a] los jefes de aquellas administraciones, por peti­ción del pueblo; que los agraviados nos atribuirían la obra a los Carreras, y que, por consiguiente, nos llevaríamos el odio de una porción de familias que iban a reducirse a la miseria. No le agradó esto mucho a S.P. pero calló, y medio conoció que la revolución no era en todas sus partes de mi aprobación.

Dio a conocer la causa que empezaba a odiarme. El día 6 pasaron oficios de gracias a Juan José [Carrera], a [Agustín] Vial y a Guzmán, y a mí no me dijeron una palabra, hasta que oyendo la crítica que hacían del olvido de mi servicio, cuando agradecían el de Guzmán y Vial que nada hicieron, me pasaron el [documento número 2].

[Juan] Mackenna llegó de Valparaíso y fue dado a reconocer en la artillería, donde fue recibido con toda amistad y complacencia. El único servicio que recibió la brigada durante su mando fue el de asegurar el cuartel con una reja de fierro que costó 1.500 pesos; se veían en ella dos troneras por las que escasamente cabía la boca de un cañón de a 4. La brigada tenía gente escogida, y como la tropa no estuviese a rancho, el modo de reducirla a él fue publicar en la orden del día, que el que no quisiese comer en rancho recibi­ría su licencia absoluta; a los dos días se vio el cuerpo con una baja de doscientos soldados, cuya educa­ción había sido muy costosa. Mackenna no entendía palabra de artillería; aseguro, sin ponderar, que un Sargento sabía más que él, porque sabría distinguir la cureña del cañón. Entre las revoluciones que diaria­mente fingían los Larraines para sus fines particulares, intentaron una por los artilleros para reponer a su antiguo Comandante [Francisco Javier] Reina. No quiero pasar en silencio las disposiciones de Mackenna; conozcamos de todos modos su pobre cabeza, y creamos en lo futuro que no son grandes hombres todos los que hablan inglés. Avisado Mackenna de la [presunta] revolución, mandó pedir cien Granaderos y con ellos se dirigió al cuartel; me mandó a reconocer el estado en que se hallaba la tropa; fui y los encontré durmiendo y muy tranqui­la la guardia de prevención cuyo Comandante era de toda seguridad. Llevé esta noticia a Mackenna, dicién­dole me parecía se volviesen los Granaderos para no manifestar recelo a la tropa; no admitió y siguió hasta llegar a la puerta del cuartel, en la que a pesar de que el oficial le prometió que no había la menor novedad para entrar, sacó una pistola y, preparándola, la abocó al primer Sargento que vio, que era el de guardia. Colocó los Granaderos en el patio y subió con dos partidas a los dormitorios, los registró prolijamente y, no habiéndoles encontrado ni un cuchillo, a pesar de estar durmiendo, los hizo bajar con sus pellejos para que se mudasen en aquella hora (la una de la mañana) a la Casa de Moneda. A fuerza de instancias con­seguí los dejase dormir en su cuartel; pero tres veces mudó de dictamen y otras tantas los mandó bajar con sus camas. Los artilleros que estaban inocentes y que veían aquella alternativa de disposiciones, lo declararon loco. Tomó Mackenna varias declaraciones y nada resultó. No recibía otra educación la brigada que una visita que hacía todas las tardes el señor Comandante General, para preguntar si había novedad.

Llegó a Santiago la noticia de que [Martínez de] Rozas había hecho en la [ciudad de] Concepción el día 5 de septiembre una revolución por el pueblo, con el objeto de ayudar a la que se meditaba en Santiago, que creía no podría veri­ficarse. De resultas de las peticiones del pueblo, se exigió en la provincia una Junta Superior de cinco indi­viduos, y en los partidos juntas subalternas de tres. En la superior fue presidente el intendente don Pedro José Benavente, Coronel de Dragones, y vocales don Juan Martínez de Rozas, don Luis [de la] Cruz, don Bernardo Vergara, don Manuel Vásquez Novoa y Secretario don Santiago Fernández. El Comandante de la infante­ría veterana, Conde de la Marquina , fue depuesto y reemplazado por el Teniente Coronel don Francisco Cal­derón. El Cabildo también se mudó y lo mismo el Asesor de la Intendencia don Ignacio Godoy. El Obispo [Diego Antonio Navarro Martín de] Villodres asistió al Cabildo Abierto y manifestó agrado en las elecciones. No debemos negar que aquel día se entronizó el patriotismo, y que todos los depuestos lo fueron justamente. [Martínez de] Rozas era patriota, pero el in­terés personal era su primer cuidado; a esta mala cualidad añadía la de ser mendocino y muy adicto al Gobierno de Buenos Aires. Él quería ser otro [George] Washington, pero le faltaba el valor y las más de las virtudes que adornaban a aquel grande hombre. Muchas de las peticiones del pueblo se dirigían a asegurar el poder de [Martínez de] Rozas; verdad es que no conocía la Concepción otro hombre capaz de dirigirla.

[Martínez de] Rozas no podía desear más. Vocal en la Junta de Santiago y Vocal en la de Concepción, parecía re­gular que admitiese con preferencia el Gobierno superior; pero esto no convenía a sus ideas. Había recibi­do noticias de Santiago, asegurándole que si iba sería quitado y perseguido en el momento; y que así lo acreditaba la conducta que había observado don José Miguel Carrera, negándose a que lo nombrasen Pre­sidente de la Junta, sin la calidad de alternar con los vocales. Creyó [Martínez de] Rozas lo que le decían: no hay duda que me opuse, pero no intentaba cosa alguna contra él. [Martínez de] Rozas se vio en la necesidad de renunciar al Gobierno de Santiago y quedarse en la Concepción. Para tener en aquél [aquella provincia] todo el ascendiente que deseaba, tra­tó de hacer representativo el Gobierno superior y gestionó sobre el particular al Congreso. No hay la me­nor duda que trabajaba activamente por separar del Gobierno a don Pedro José Benavente, con el objeto de poner en ejecución sus miras con toda libertad. Temió del ascendiente que Benavente tenía en la pro­vincia y por eso no lo hizo.

Volvamos a Santiago, y ante todo recordemos otra tentativa de [Martínez de] Rozas, para hacerse absoluto en el mando. Cuando llegó a Valparaíso el Standart, navío de S.M.B., estaba [Martínez de] Rozas en Santiago; hizo correr la voz de que traía gente de desembarco, que tomando a Valparaíso reuniría allí el partido de los desconten­tos, para tomar la capital. Sus satélites predicaban en aquellos momentos de confusión que se suspendie­sen las sesiones del Congreso y se resumiese en [Martínez de] Rozas el poder, porque era el único hombre capaz de emprender la defensa de Chile. Los avisos prontos de Valparaíso desvanecieron toda sospecha y frustraron los planes acordados. Todo lo habría logrado sin tanto trabajo si no hubiese estado tan reciente el horro­roso atentado con [contra Tristán] Bunker, Capitán de la Escorpión. No lo relato porque quiero se olvide un acontecimien­to que hace tan poco honor a Chile.

Nuestro Gobierno en Santiago nada hacía útil. La Casa Otomana tenía entre manos la obra de su en­grandecimiento. El frailecito se colocó muy luego en la presidencia del Congreso, y se constituyó un dic­tador. En la noche citaba [a] varios jóvenes a su casa, y al padre de la Buena Muerte, que peroraba y persua­día cuanto quería fray Joaquín [Larraín], quien elogiaba sus talentos y buenas disposiciones. Al día siguiente se de­cretaba todo muy al paladar.

El Ejecutivo empezó a manifestar sus bellas intenciones. [José Antonio] Ezeiza, el que después fue colgado por trai­dor a la patria, obtuvo pasaporte para salir con su buque cargado de provisiones para Montevideo, en circunstancias de estar prohibido. Cuando este atentado fue descubierto por el pueblo, empezó el clamor; se dio orden para que saliese el Potrillo para alcanzar [a] la fragata y fue preso Ezeiza, que declaró haber reci­bido los pasaportes de manos del Secretario don José Gregorio Argomedo.

Dispuso la organización de tres batallones de milicias de infantería, con los nombres de Fernando VII, Infante don Antonio e Infante don Carlos. En uno de ellos se nombró Sargento Mayor a don Antonio José [de] Irisarri, sobrino político de fray Joaquín y todos los primeros empleos de aquellos cuerpos se destinaron a amigos o parientes.

Se organizaba la milicia cívica, la elección de los oficiales se hacía por las mismas compañías. La tarde que se reunieron a esta elección, se presentaron fray Joaquín [Larraín] y mucha parte de la familia; intriga­ron a su gusto, y resultó que colocaron toda la oficialidad de la facción: Coronel de Cívicos don Juan Ro­zas, Capellán Fray Joaquín, Sargento Mayor don Juan de Dios Vial y algunos capitanes de la familia. Vial, hermano del Secretario, reunía la inspección de Pardos, la comandancia de Asamblea y la mayoría de los Cívicos, cuando solamente tiene aptitudes para presentar cuentas y para ministro de ejecución de justicia.

Ya vemos toda la fuerza asegurada por los Larraines; a éstos se destinaban todos los empleos, y ca­da día se afirmaban más en su Gobierno, y esperábamos por momentos ver a nuestra patria hecha patrimonio de aquella familia, como lo fue el convento de la Merced de Fray Joaquín.

Querían los ambiciosos alejar de sí [a] toda persona que pudiera conocer e impedir sus miras. Me pro­puso Fray Joaquín, en compañía de Argomedo, que admitiese el Gobierno de Coquimbo; me excusé, aun­que me hacían promesas muy lisonjeras.

Me convidó Fray Joaquín a un paseo en compañía de [Juan Enrique] Rosales, Ramírez, Izquierdo y Pérez. En el camino, después de algunas botellas de ponche, dijo Fray Joaquín: “Todas las presidencias las tenemos en casa: yo, Presidente del Congreso; mi cuñado, del Ejecutivo; mi sobrino, de la Audiencia [11] , ¿qué más po­demos desear?” Me incomodó su orgullo, y quise imprudentemente responderle preguntándole quién te­nía la presidencia de las bayonetas. Hizo en él tanta fuerza esta chanza, que se demudó y en aquella no­che ya se criticó en la familia mi atrevimiento, dictando muchos de ellos las medidas de precaución que de­bían tomarse con los Carreras, particularmente conmigo.

El descontento se aumentaba; don José Manuel Barros corrió un pasquín pintando la conducta de Fray Joaquín, y advirtiendo al pueblo lo que debía esperar; a mí me dio una copia don Baltasar Ureta, con toda reserva. Como mi hermano Juan José visitase diariamente en casa de [Juan Enrique] Rosales, lo hacía yo también pa­ra ver modo de alejarlo. En la noche del día del pasquín fui y lo llevé. Se ofreció hablar de él, y la señora de Rosales, hermana del fraile, me preguntó si lo había visto; díjele que sí y que lo tenía; me pidió que lo leyera, y a sus instancias lo hice. Cuando oyó “El apóstata Larraín, fraile intrigante y ladrón”, saltó la seño­ra, y abusando de la amistad, clamó a su marido porque se me obligase ante el Gobierno a declarar el autor de aquel papel; él exigía con pesadez se lo declarara en confianza: me negué con expresiones acaloradas y me retiré enfadado. Rosales me solicitó al siguiente día y aparentemente seguí en su amistad.

[Juan] Mackenna me excitaba con recato a recibir una comisión para el extranjero; otras veces me propuso aceptar el destino de Sargento Mayor de Dragones, para que organizase aquel cuerpo; me negué a lo primero, a pretexto de no querer abandonar mi país y para lo segundo dije admitiría en comisión para su disci­plina; pero no quería que mis servicios se le agradeciesen a un jefe tan ignorante que no sabía ni las obli­gaciones de un Cabo.

En conversación que tuve con Mackenna, le aseguré que si no ponía trabas al descontento, se vería él envuelto en las desgracias que amenazaban a la familia que más aborrecía el pueblo, con la que se había enlazado. Contestó con gravedad que tenía la fuerza toda, que estaba íntimamente unido con [Martínez de] Rozas, y que nada tenía que temer; le repliqué diciéndole que el día que se pusiese un hombre a la cabeza del par­tido opuesto, se los llevaría el demonio. Manifestó desprecio, aunque dejó conocer algún cuidado. Me pre­guntó si sabía algo; dije que no, ofreciéndole por mi honor que le avisaría con tiempo cualquier cosa que se intentase contra el Gobierno o contra su familia.

[Martínez de] Rozas pidió de Concepción útiles de guerra y el único maestro de montajes que tenía la capital; a to­do accedió el Gobierno porque quería aumentar el poder de aquel amigo y porque temía del suyo. Afortunadamente pudo detenerse al maestro.

Ya no podíamos conformarnos por más tiempo con la dominación de la casa [Larraín]. Los buenos chilenos ocurrían a nosotros acusándonos de haber sido los que habíamos puesto al país en manos de aquella fa­milia y que por consiguiente habíamos cooperado a la esclavitud de todo Chile. Por otra parte, eran muy manifiestas sus intenciones, y al retardar por más tiempo una contrarrevolución, temíamos fuese más im­posible. Las determinaciones de la Junta en beneficio del país eran ningunas; de modo que nada protegía a aquella maldita familia para no sofocarla.

Se proyectó este paso tan útil al Estado y nos determinamos a no esperar un día. Crecía la acechanza contra nosotros, y a cada instante esperábamos un nuevo insulto. Los satélites de [Martínez de] Rozas no se descuida­ban, y estaban muy avisados por la representación que hicimos al Congreso pidiendo la separación de Co­rrea.

El 15 de noviembre de 1811. Cuando estaba al efectuarse la revolución, fui a casa de [Juan] Mackenna a las once de la noche a avisárselo y, como no lo encontrase, le dejé dicho que iba a informarle de un suceso interesante como se lo había prometido; así lo declaró él mismo en la causa de conspiración del mismo mes que existe en mi poder.

El 16 de noviembre de 1811. A la una de la mañana aclamó el Cuerpo de Artillería a don Luis Ca­rrera por su jefe; éste con una patrulla se dirigió al cuartel de Granaderos a avisarlo a mi hermano Juan Jo­sé, que se resolvió a ayudar. Se mandó poner el batallón sobre las armas y se citó [a] la oficialidad. Don José Vigil, con cien Granaderos, fue a conducir al cuartel cuatro piezas volantes del de artillería, las que se colo­caron en el patio. Al amanecer, sabedor el Ejecutivo del suceso, mandó a su Secretario, don Agustín Vial, como para persuadirnos a desistir; nada se adelantó a pesar de que el Congreso tomó una parte activa en lo mismo. Se hizo la petición de que se citase al pueblo para que eligiese nuevo Gobierno. Entonces el Congreso comisionó a su Secretario, don Mariano Egaña y a don Manuel [de] Salas para que con su elocuencia tra­tasen de impedirlo todo. Nada más hicieron que los anteriores enviados; se citó al fin al pueblo. En la no­che del 16 se intrigó altamente por los Larraines, para que la elección recayese cuando no sobre los mis­mos, al menos en otros de los amigos. Se me olvidaba que en la tarde del 16 se habían [sic] nombrado por el pue­blo unos diputados, que pidieron al Congreso un Gobierno que no agradó a los militares. La guardia de Granaderos se opuso, avisó a su Comandante el oficial, y vino éste con el batallón a la plaza, subió al Congreso a quien protestó la mayor sumisión, y por ser tarde se dejó todo para el día siguiente.

Pocas veces o ninguna se había reunido en Santiago tanto pueblo. En la plaza mayor y en el Cabildo hizo su acuerdo libremente. El pueblo de Santiago confirió su tutela a los señores Carreras. Pidió para los tres un escudo u otra distinción, en recompensa de sus servicios en las dos ocasiones que lo habían librado de la esclavitud. A don Juan José se le dio el grado de Brigadier, a don Luis y a mí el de Teniente Coronel; Juan José quedó de Comandante de Granaderos y Luco retirado. Se pidió por el escuadrón de Granaderos que su fuerza se aumentase de setecientas plazas a mil doscientas; que se levantase un cuartel para su co­modidad; que se depositasen en caja dos o tres millones para las urgencias de la guerra, que podíamos tener por los enemigos exteriores. La artillería pidió por Comandante General a don José Berganza, Capitán de la compañía de artillería de Valdivia; en esto se llevaba la doble intención de arrancarlo de una provincia donde era perjudicial por su poca adhesión al sistema. Por Comandante de la brigada de Santiago, a don Luis Carrera, y no recuerdo lo demás.

Últimamente se eligió el Ejecutivo, del que fui Presidente, y vocales, don Gaspar Marín, por Coquim­bo, y don Bernardo O’Higgins, por Concepción, como suplente de don Juan [Martínez de] Rozas. En la noche del 17 presté el juramento de estilo en manos del Congreso. Marín hizo una resistencia obstinada a asistir, con ex­presiones tercas y equívocas. O’Higgins se disculpó con que era preciso su viaje a Concepción, pero al fin los dos admitieron y asistieron al despacho. Los secretarios eran don Agustín Vial y don Juan José Eche­verría.

Me veía entre cuatro enemigos, y a cada paso tenía que estudiar el modo de evitar una explicación dura. En el poco interés que mostraban por trabajar, en sus semblantes y disposiciones, conocí la mala fe de sus intenciones. Las amistades de Marín y sus continuas sesiones en el Congreso, eran otros tantos moti­vos que me obligaban a observarlo con mucha atención.

Acordó el Gobierno la creación de la Inspección General de Caballería y me la confió a mí.

El 27 de noviembre de 1811. Estando en el cuartel de Granaderos, en el cuarto de mi hermano Juan José, llegó Luis y me dio una pistola, diciéndome: “¡cuidado!”. Era el caso que don Santiago Muñoz Bezani­lla había sido convidado por los Huicis para asesinarnos; éstos eran sobrinos de Fray Joaquín [Larraín]. Comprobó su denuncia con asegurar que don José Domingo Huici había quitado la ceba de las pistolas de mi hermano Juan José, en la tarde, mientras estaba en su ejercicio doctrinal, para ejecutar su plan en la noche. Exa­minó Juan José las pistolas y halló que verdaderamente estaban sin ceba, la que había puesto por la maña­na y no podía haberse caído, porque no las había movido y a más tenían un resorte que aseguraba el ras­trillo. Huici estaba en compañía nuestra cuando llegó Luis; procuramos entendernos con disimulo, y no mudamos de semblante por no recelarlo. Salimos juntos del cuartel, y con mucho cariño lo convidamos a entrar en casa de Zuazagoitía a beber; se excusó diciendo que iba a desnudarse por el mucho calor. Entra­mos a lo de Zuazagoitía por asegurarlo más de nuestra inocencia; él fue a prevenir a sus compañeros, y no­sotros mandamos a aprontar los caballos y cuatro criados. Bezanilla dijo a Luis que Juan José sería ataca­do en el bajo del puente nuevo, al pasar a su tertulia que era diariamente en casa de don José Antonio Franco, y que a este fin estaban destinados doce individuos de los que ocho eran Larraines. Juan José deseaba vengarse y se adelanto solo; al pasar por el puente vio a tres hombres montados y disfrazados que no se le acercaron. Apenas echamos de menos a Juan José, salimos a su alcance, Luis, los cuatro cria­dos y yo, llegando a lo de Franco sin haber notado lo menor; Juan José nos contó de los tres que había en­contrado. Después de un rato nos volvíamos a casa; al bajar el puente mandamos a los criados se retirasen a desensillar los caballos, y los tres hermanos nos repartimos por diferentes calles con el objeto de exami­nar si nos acechaban. Nos habíamos separado de Juan José, cuando vimos tres disfrazados, que nos pareció serían los del puente; nos acercamos a ellos y huyeron. Luis apresó a don Francisco Formas, Ayudante de la artillería, yo a un negro criado de don J[uan] José Echeverría, y el otro, que era don José Antonio Huici, se escapó. Formas llevaba un par de pistolas, y el negro de Echeverría tres pistolas, trabuco y un cuchillo. Fueron puestos presos en la cárcel; mandé a buscar a Juan José, temiendo lo asesinasen. Luis fue a asegu­rar el cuartel de Artillería y yo el de Granaderos. Apenas llegué a la guardia y dije habían querido asesinar­nos, cuando sin más orden se formó el batallón, jurando acabar con todos los que tuviesen parte en tan ho­rrendo atentado; di orden de que no se dejase entrar a ningún oficial sin mi conocimiento, y entonces en­tregué el cuartel a J[uan] José, que acababa de llegar.

Me dirigí a la plaza, y después de tomadas todas las medidas de precaución, procedí a tomar declara­ciones al negro y a Formas, llamé para esto al Secretario don Agustín Vial, cuñado de Formas, y resultó de la averiguación, manifiesto el asesinato intentado.

Conocí que el plan tenía trascendencias, y para evitar todo mal, mandé reunir los dos regimientos de milicias de la capital y el de Melipilla. A la madrugada del 28 fui al cuartel de Granaderos, mandé llamar a Muñoz Bezanilla y me manifestó cuanto sabía. Resultó preso [Juan] Mackenna, por una orden dada por mi Ayudante, a pesar de que se le daba por autor del plan de conspiración, don Francisco Vicuña, don Mar­tín Larraín, don José Gregorio Argomedo, con algunos otros, menos los dos Huici que huyeron; fueron seguidos hasta el [río] Cachapoal por el Alguacil Mayor Alfaro; pero ellos se escondieron en la chacra de Lo Hermida, y de allí fugaron a Concepción por la costa y se habilitaron de caballos en la hacienda de Izar­nóstegui, yerno de don Juan Enrique Rosales.

No parecía creíble que [Juan] Mackenna quisiese mi muerte. La noche del 18 de noviembre, cuando estaba depuesto del Gobierno, fui a su casa y le ofrecí el empleo de vocal, que [Gaspar] Marín rehusaba; le dije, que lo apreciaba y que estaba cierto que, separado de las ideas ambiciosas de su familia, sería querido del pue­blo; aunque se manifestó resentido, al fin quedó de acompañarme y me renovó promesas de una sincera amistad.

El 28 de noviembre, luego que amaneció, mandé avisar a mis dos compañeros para que asistiesen al Gobierno; ni ellos ni ningún individuo del Senado habían tenido curiosidad de preguntar la causa de unos movimientos tan remarcables, a pesar de que empezaron a las diez de la noche del 27, en circunstancias de estar disfrutando de la luna en la Alameda casi todo el vecindario.

Nos reunimos en la sala de despacho a las nueve de la mañana, y en aquel momento di parte de lo ocurrido; no lo había hecho antes porque estaba cierto que lejos de ayudar a nuestra seguridad, habrían tratado de acabarnos y ayudado a los reos para la fuga. Se mostraron resentidos por mis determinaciones sin su consulta, y tratando de que pasase uno de nosotros a orientar al Congreso, dijeron que fuese yo, ya que lo había hecho todo y podía explicarlo mejor.

Reunido el Congreso, en menos de su mitad, pasé a su sala y expliqué muy menudamente lo ocurri­do. Aunque no hubiese tenido antecedentes contra muchos de los congresales, sus semblantes daban a conocer que si no eran del plan, eran por lo menos sabedores. Se acaloraron un poco porque había manda­do poner sobre las armas los tres regimientos y porque las prisiones se habían hecho sin su conocimiento. Procuré satisfacer a todos. Me dijeron, que supuesto que la conjuración estaba sofocada, retirase la mili­cia para no causar gastos al erario; aseguré que no se gastaría un real, que yo pagaría lo poco que fuese pre­ciso. Al ver los malvados deshechos todos sus lazos, entre otros, don Antonio Mendiburu dijo: “Nos ire­mos a nuestras provincias si no hemos de ser obedecidos”; les contesté que para lo que allí hacían era mejor se retirasen, y de algún modo manifesté mi encono a aquella canalla.

En aquella misma mañana visité a [Juan] Mackenna, quiso persuadirme de su inocencia, pero estaba dema­siado cierto de sus intenciones para creerlo; me preguntó si era capaz de creerlo asesino; le respondí: “Séalo usted o no lo sea, yo soy el mismo y mi alma no puede inclinarse a odiar a usted; ojalá pueda vin­dicarse de los cargos que se le hagan. No tema usted el resultado de su causa, sea cual fuere su delito. Des­de este momento, aunque no se ha tomado ninguna declaración, queda comunicado con su mujer; aví­seme cuanto usted necesite y le serviré con el interés del amigo que fui y soy“. Di al momento orden pa­ra que estuviese comunicado con su mujer, y lo estuvo siempre. Él fue puesto preso en una sala con su tío don Martín Larraín, y a éste lo visitó su mujer e hijos; así se les dio tiempo para combinar sus res­puestas a los cargos.

En la noche fui citado al Congreso al que se presentó el Diputado de Buenos Aires don Bernardo [de] Vera, como intercesor de los reos. Creían los infames que queríamos ejecutar la ley, y temían ser descubiertos. Propusieron nombrar una comisión para juzgarlos, compuesta de cinco congresales, me opuse; me preguntaron si quería todo el rigor de la ley contra los delincuentes; respondí que parecía natural, pero que me contentaba con descubrir [a] los cómplices y que después de convictos y confesos se paseasen por las calles libremente. Los más ignorantes, los menos culpados y los indiscretos dijeron expresiones que me hicieron expresarme con calor, dije: “Dentro de esta misma sala hay asesinos”. Se concluyó la sesión dejando al arbitrio del Ejecutivo el nombramiento de la comisión, y asegurando yo que no serían tratados con rigor los reos.

El Juez de Apelaciones, don Domingo Villalón, fue comisionado por el Ejecutivo para adelantar el sumario, actuando con el escribano sustituto don Pedro José Cousiño.

Era ya de absoluta necesidad destruir el Congreso, pues a más de ilegitimidad e ineptitud, encerraba porción de asesinos, y era el centro de la discordia, de la revolución, de la ambición y de cuanto malo puede creerse. Veíamos al Presidente don Joaquín Echeverría, cuñado de [Gaspar] Marín, que había protegido el plan; al Diputado don Francisco Vicuña, uno de los más comprometidos; y últimamente en aquella reunión im­peraba la Casa Otomana; era pues forzoso elegir entre nuestra muerte y la esclavitud de Chile, o el aba­timiento de la familia de Larraines y sus adictos.

El manifiesto del Congreso del 18 de noviembre,[documento Nº 3], manifiesta bien claramente cuán poco le agradaba aquella revolución, en que se quitaba el poder de manos de los Larraines, véase y cotéjese con el de 5 de septiembre, [documento Nº 4], y concluiremos confesando que para destruir la Casa era preciso destruir el Con­greso.

El 2 de diciembre de 1811, cité los cuerpos de caballería a revista de inspección, y, formándolos en la plaza junto con la tropa veterana y parte del pueblo, se pidió que cesasen las sesiones del Congreso, ce­diéndole al Ejecutivo todos los poderes. Mostraron alguna repugnancia, pero al fin pasaron por todo y se retiraron a descansar a sus casas, algunos a sus haciendas, a ninguno se le hizo la menor extorsión. Los diputados de Concepción fueron detenidos hasta segunda orden, por sospechas que teníamos de aquella provincia, que había aumentado su odio por los continuos reclamos de las facciones de la capital.

Para formar un juicio más exacto de la justicia de este paso, véanse la causa de conspiración del 27 de noviembre, y las declaraciones de don Santiago Muñoz Bezanilla, de don José Vigil y del doctor Vélez, que están señaladas con el Nº 5. [Gaspar] Marín renunció en la noche y se le admitió; luego se fue a Coquimbo. Quedé sólo con O’Higgins; se nombró una comisión compuesta del mismo Villalón, don Domingo Toro y don José Joaquín Rodríguez para la sustanciación de la causa hasta la definitiva, siendo asesores don Joa­quín Gandarillas y don José Antonio Astorga; éstos dos fueron subrogados por don Manuel Fernández Burgos y don Pedro González Álamos. Después actuó como juez este último, y le reemplazó don Lorenzo Fuenzalida.

Estos jueces sentenciaron la causa del 27 de febrero en la forma siguiente: don José Antonio y don José Domingo Huici, prófugos, ocho años de destierro a Juan Fernández. Al negro Rafael Echeverría, cinco años al mismo destierro. Formas, dos años a Quillota. Al Capitán don Gabriel Larraín, dos años a Combarbalá. Al Coronel don Juan Mackenna tres años a San Juan, en la pro­vincia de Cuyo, o a La Rioja. Don Francisco Vicuña dos años a La Ligua. Don José Gregorio Argomedo un año a San Felipe. Al Coronel Vial, al Doctor Vélez y a los capitanes Vigil y Muñoz Bezanilla se les de­claró inocentes.

La Junta se conformó, pero reformó lo siguiente: [Juan] Mackenna dos años a la hacienda de su suegro. Vicuña a la misma hacienda, permitiéndole traficar por los pueblos de Petorca, Ligua y costa de Puchuncaví. A Formas y a Argomedo a doce leguas de la capital, en el pueblo de San Francisco del Monte. Al liberto Rafael Echeverría a Coquimbo por dos años.

Don Juan Miguel Benavente, luego que fue separado del Gobierno en la revolución, obtuvo licencia para ir a Concepción. Don Francisco Calderón, la noche de la prisión de Mackenna, temió por él; segura­mente tenía algún delito, lo cierto es que vivía en la misma casa y que al oír el ruido de algunos carros se descolgó precipitadamente por el balcón y se fugó para Concepción. Estos dos esparcieron en la provincia ideas poco favorables a nosotros. [Martínez de] Rozas no necesitaba de esto para sernos contrario.