¡Balanzátegui!

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​¡Balanzátegui!​ de Leoncio González de Granda
Nota: Publicado el 10 de marzo de 1896 en El Correo Español (2256): p. 3.
¡Balanzátegui!
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 Vamos á dedicar en la fiesta del 10 de Marzo un recuerdo á D. Pedro Balanzátegui honrando la memoria de la primera víctima de la revolución septembrina y del primer mártir de la incomparable epopeya carlista del 69 al 76.



 En ese gran libro de nuestra historia, cuyas páginas de oro van orladas con negros festones para indicar que aquel libro de gloria es á la vez martirologio carlista, la figura del caudillo leonés ocupa un lugar distinguido al lado de las más esclarecidas víctimas de la tradición y del Derecho.

 Porque si D. Pedro Balanzátegui fué en vida ejemplo de lealtad, modelo de patricios, ciudadano sin tacha, autoridad integérrima, honrado, noble y caballero á la antigua usanza, su muerte fué la de un gran cristiano, edificando y conmoviendo por su valor y su fe á sus mismos verdugos.

 Todo el que en vida le conoció se descubría delante de él con respeto. Después de muerto no hay nadie que no honre su memoria.

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 Al estallar la revolución de 1868, D. Pedro Balanzátegui era alcalde de León, cargo que ya había desempeñado antes, más por el voto popular de sus conciudadanos, que por gracia y merced de la Corona. De su gestión administrativa, de sus dotes como autoridad, de sus actos de justicia, tendrá León eterno recuerdo como le tiene de su nombre.

 Vástago de ilustre familia vascongada, antiguo militar, cristiano viejo y tradicionalista convencido, los desenfrenos de la revolución, así en el orden político como en el religioso, lastimaron sus sentimientos españoles, tan arraigados en él, y desde aquel mismo momento nombre, posición, prestigios, fortuna y vida lo puso al servicio de la Religión, de la Patria y del Rey legítimo.

 Miembro de la Junta carlista de la provincia de León, y comandante general más tarde, no se dió punto de reposo para la organización militar de ella. Se le hizo entender lo conveniente que sería un alzamiento en combinación con otras provincias, alzamiento que tendría por base la toma de la ciudadela de Pamplona y la sublevación de esta capital, y en el acto comenzó los trabajos para el movimiento. Conocía perfectamente las dificultades con que había de tropezar y los obstáculos insuperables que se habían de oponer á su empresa, y sin medir el peligro, despreciando los riesgos y comprometiendo familia, posición y hacienda, esperó la orden del Rey, y se lanzó al campo. En las montañas de Boñar, en sus valles, en las gargantas de sus sierras, en las villas y en las aldeas de aquella vasta comarca resonó el grito de guerra. Los heroicos montañeses entonaron el himno de la patria, y armados con chuzos y escopetas, cúpoles la gloria de ser los primeros que en España lanzaban un reto á la revolución sacrílega, paseando por el antiguo reino de León las banderas de Carlos VII.

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 A las siete de la noche del día 28 de Julio de 1869, un hombre montado en brioso caballo, acompañado de seis jinetes más, entre los que se podía distinguir la figura de un venerable sacerdote, pasaba por las inmediaciones del Boñar para apearse al poco tiempo en el inmediato pueblo de Las Bodas. Era el comandante general de las fuerzas reales, que con su acompañamiento iba a ponerse al frente de los bravos montañeses, alzados en armas el día 27 en los pueblos de Redipollos, Cotiñal, Lillo, Campo Solillo, Vegamián y la misma villa de Boñar, en la que hicieron su entrada todos en la mañana del 28, en medio de un entusiasmo indescriptible.

 Al amanecer del día 29 tomó D. Pedro Balanzátegui el mando personal de aquella fuerza, que ascendía á unos 200 hombres, y desde aquel momento puede decirse que comenzaron las operaciones.

 Pero fracasa el movimiento de Pamplona, suspenden el alzamiento las provincias que habían de secundarle, se dan órdenes en este sentido á la Junta secreta de León para que las comunique á las personas comprometidas, no peca aquélla de diligente para transmitirlas, y D. Pedro Balanzátegui las recibe á los tres días de haber proclamado a D. Carlos, cuando ya habían salido de la capital de la provincia y de otros sitios columnas en su persecución, y era ya imposible desistir de la empresa.

 Sin embargo, Balanzátegui reune su gente, lee el documento de la Junta y deja á todos en libertad para que vuelvan á sus casas y se acojan á indulto.

 Pero ni uno solo de aquellos valientes y decididos leoneses le abandona. «La suerte de Ud. será la nuestra» —gritan todos.— «Si hay que luchar, lucharemos, que preferible es morir al grito de ¡viva Carlos VII!, que entregarnos como cobardes.»

 Ante esta resolución, conociendo Balanzátegui que todo empeño en contrario sería inútil, pues aquellos indomables montañeses son en su voluntad más firmes que sus mismas montañas, decidió, poniendo la confianza en Dios y el pensamiento en la patria, proseguir el movimiento. Despachó á su joven hijo D. Rafael con pliegos para la Junta, y se aprestó al combate con una serenidad rayana en heroísmo.

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 El día 2 de Agosto recibe noticias confidenciales de que tres columnas, una de Guardia civil, otra de cazadores de Segorbe —aquel batallón años después prisionero de los carlistas en Portugalete,— y la tercera de voluntarios de la Libertad de León con un escuadrón de lanceros, al mando ésta del diputado republicano D. Mariano Acevedo, y la de cazadores á las órdenes del gobernador militar de la provincia, coronel Colomán, derrotado el 73 en Las Dos Hermanas (Navarra) y salvado milagrosamente, se aproximaban en combinación y á marchas forzadas.

 Balanzátegui no tenía para hacer frente á dichas fuerza a más que los 200 hombres que no reunían 100 escopetas, y el que más 20 cartuchos. No desmayó, sin embargo, y por medio de una hábil contramarcha se colocó á retaguardia de la columna Colomán, pernoctando el día 3 en Prioro.

 Pero el enemigo tuvo pronto aviso del movimiento de Balanzátegui, le faltaron á éste confidencias, y el día 4, á la una de la tarde, la columna Acevedo, después de dispersar la avanzada de aquellos bisoños guerreros, sorprendía á éstos en el momento mismo de estar racionándose para internarse en Monte Podrido y emprender la marcha hacia Portugal.

 Precipitadamente pudo desalojar el pueblo tomando posiciones en el monte y contener desde ellas el avance del enemigo con un nutrido fuego. Pero en esta primera jornada perdió más de 100 hombres, que hizo prisioneros la columna, y los indomables leoneses sellaron con su sangre su amor y entusiasmo por la santa Causa que defendían.

 Con 80 hombres escasos retírase sobre el pueblo de Velilla de Guardo, adonde llega á las siete y media de la tarde.

 Pero su llegada coincide con la llegada también de la columna de la Guardia civil, que á quemarropa rompe el fuego sobre los carlistas. Sorprendidos éstos por segunda vez, sin municiones y rendidos por la marcha y las fatigas del día, se dispersan en todas direcciones, protegidos en esta dispersión por las primeras sombras de la noche.

 Balanzátegui, seguido de dos de los suyos, tiene que atravesar a caballo, para ganar la carretera, las filas de la Guardia civil. Una granizada de plomo cae sobre ellos; pero ilesos por milagro de la Providencia, logran ponerse a salvo. Cuando el peligro había desaparecido aparentemente, Balanzátegui refrena su caballo, se apea y dice a sus compañeros:

 «—Por Dios, sálvense Uds., son las nueve de la noche y yo ya no puedo resistir más. Juntos estamos perdidos. Separados podremos ocultarnos mejor y librarnos de una muerte segura.»

 Inútiles fueron las observaciones, los ruegos cariñosos y hasta las súplicas que aquellos dos amigos y compañeros le hicieron para que no les abandonara. Se obstinó en ello y no hubo manera de convencerle. Los momentos eran preciosos, la situación difícil, el peligro inminente. ¿Qué hacer? ¡Pues separarse! Allí, en la carretera de Velilla de Guardo á Valverde de la Sierra, al lado de un puente, quedó D. Pedro Balanzátegui. Sus compañeros, después de abrazarle y de abrazarse, se despidieron también tomando distintas direcciones, sin rumbo fijo y á la merced de Dios, con el corazón oprimido por el dolor y el alma sin alientos.

 ¡Qué noche la del 4 al 5 de Agosto de 1869!

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 El ruido que producía el trotar de los dos caballos que se alejaban se fué extinguiendo poco á poco, y en derredor de D. Pedro Balanzátegui no quedaron más que las negras sombras de la noche y la triste soledad de los campos.

 A solas consigo mismo, reconcentrando en su espíritu todas las amarguras del dia, preocupado más por la suerte de sus voluntarios que por su propia suerte, con el pensamiento lejos, ¡muy lejos de allí!, y el paso seguro, más buscando descanso á su cuerpo fatigado que por temores que jamás se anidaron en alma tan bien templada como la suya, descendió de la carretera, y debajo y al abrigo de aquel puente, al lado del cual se apeara, tomó asiento y se quedó profundamente dormido.

 Transcurrieron brevemente las horas de la noche, y al despertar el día 5 del último sueño de la vida, D. Pedro Balanzátegui pudo observar que por encima de aquel puente que le servía de asilo pasaba una columna de la Guardia civil. Era la misma que en la tarde anterior le había dispersado en Guardo.

 Fija en ella su mirada la siguió largo rato, hasta que aquella masa de hombres se perdió en las revueltas del camino.

 Y otra vez volvió á reclinar su cabeza sobre dura piedra, ensimismado en profundas meditaciones.

 Y así pasó toda la mañana y gran parte de la tarde, triste y desfallecido, pues hacía más de cincuenta y seis horas que no tomaba alimento.

 Ruido de hombres y de caballos en confuso tropel viene de pronto á sacarle de aquella especie de sорог en que había caído.

 Eran soldados que le perseguían, que le buscaban por todas partes y que pasaban á su lado sin fijarse en él ni sospechar siquiera que bajo aquel puente se encontraba el jefe superior del alzamiento carlista de León.

 Cesa el ruido, desaparece la tropa, y D. Pedro Balanzátegui, como movido por un resorte, se pone en pie, abandona su asilo, y á campo traviesa emprende precipitada marcha con paso firme y decidida resolución. Conocía el terreno y sabía adónde iba.

 En aquel momento los últimos rayos del sol iluminaban el horizonte, dando á éste rojizo tinte parecido al color simbólico de las túnicas de los mártires.

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 Eran las diez, y Balanzátegui llega por fin al término de su partida, término también de su martirio.

 Estaba en Valcovero.

 Un silencio sepulcral reinaba en él.

 Protegido por la noche penetró en las calles, y sin vacilar se dirigió á una casa, á cuya puerta llamó.

 Era la del párroco del pueblo, antiguo amigo suyo y sacerdote muy ejemplar.

 Se abre una ventana y aparece la figura del sacerdote. Este reconoce en el acto á D. Pedro, con el gabán claro y la blanca boina que vestía, y su sorpresa fué extraordinaria. Le hace insistentes y expresivas señas para que se alejara de aquel sitio, sitio de perdición para él; pero Balanzátegui no las comprende y reitera sus súplicas para entrar. El cuerpo del sacerdote cae desplomado en tierra atacado de un síncope. El ruido que produce su caída alarma á ocho guardias civiles que con un sargento se alojaban en casa del párroco y estaban en aquel momento cenando en una habitación inmediata á la en que se desarrollaba tan triste escena. Acuden presurosos, y el sargento, que había servido en la Comandancia de León siendo alcalde D. Pedro Balanzátegui, le ve, abre la puerta y le hace preso.

 Balanzátegui no se inmuta siquiera. Se deja atar y conducir á la cárcel sin proferir palabra ni responder una sola á las groserías y ofensivas que le dirigía aquel sargento. Entra en ella y le colocan en una pequeña habitación en donde había siete pobres muchachos de su partida metidos en fuerte cepo. En un extremo de él colocan á D. Pedro. Mira á sus compañeros de infortunio y exclama:

 —¡Pobres hijos míos!

 Los ojos de aquéllos se inundan de lágrimas.

 D. Pedro Balanzátegui se dirige al sargento y le pregunta:

 —¿Dónde están las columnas de Acevedo y del coronel Colomán?

 —Lo ignoro— contesta bruscamente el sargento.

 —¿Y el comandante Canseco?

 —Cerca de aquí.

 —¿Puede Ud. avisarle?

 —No, señor. Lo que yo haré será cumplir con mi deber y con las órdenes que tengo.

 —¿Y qué órdenes son esas?

 —Las que á Ud. no le importan. Lo único que le interesa saber es que al amanecer será Ud. fusilado.

 Los chicos se estremecen al oír tan brutal sentencia; pero Balanzátegui, con increíble serenidad, le dice:

 —¿Pero sin formación de sumaria? ¿Sin defensa? ¿Sin...?

 —Sin nada— le interrumpió soezmente aquel Neronzuelo con tricornio. Para fusilar á un faccioso, lo único que hacen falta son balas, y aquí las tenemos en abundancia. Puede Ud. prepararse, porque le quedan pocas horas de vida.

 Balanzátegui, sin más explicaciones, pide papel y pluma, y escribe á su santa esposa doña Eusebia Escobar aquella sublime y cristiana carta, tan hermosa como sentida, cuya lectura, capaz de conmover el corazón más duro, tantas lágrimas ha hecho derramar en el seno de las familias carlistas y en el hogar de muchos liberales, carta que publicó toda la prensa de España y que reprodujeron los periódicos más importantes de Europa.

 Terminada aquélla, consignó por escrito su última voluntad testamentaria, en cuyo trabajo le sorprendieron las primeras ráfagas de luz del nuevo día.

 El sargento Centeno, que así se apellidaba el verdugo de aquel gran mártir, penetra de nuevo en la habitación para prevenir á su víctima que la hora del suplicio se acercaba.

 Balanzátegui, que en tan largos y terribles momentos de prueba no había decaído ni en su valor, ni en su espíritu, ni en la fortaleza de su ánimo, le dice por toda respuesta:

 —Está bien. Que venga un sacerdote.

 Y como no había en el pueblo más que el párroco, él fué el que, haciendo un heroico esfuerzo, recibió la última confesión del mártir de Valcovero.

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 A las seis de la mañana del día 6 de Agosto salía de la cárcel el fúnebre cortejo; Balanzátegui marchaba el primero, con una resolución y fortaleza sin ejemplo, á su lado el sacerdote que le auxiliaba y que por su demacrado aspecto parecía el reo, y los siete prisioneros que habían de presenciar la ejecución de su jefe, únicos testigos, y testigos mudos, de aquel gran crimen, pues el vecindario de Valcovero, horrorizado por el asesinato que se iba á cometer, no quiso ni abrir siquiera las puertas de sus casas.

 Llega la comitiva al sitio de la ejecución; don Pedro abraza al sacerdote, se despide de sus camaradas, que lloran como niños, pide a los guardias que le han de hacer fuego que le den buena muerte, se arrodilla, levanta los ojos al cielo implorando clemencia, murmuran sus labios una oración, suena una descarga, y el cuerpo inanimado de D. Pedro Balanzátegui rueda por el suelo, destrozado por los proyectiles.

 Ni una queja ni un lamento, ni una sola palabra de protesta contra sus verdugos lanzó durante su prisión esta víctima de la fe y de la legitimidad. Murió, por el contrario, dando un alto y sublime ejemplo de cristiano martirio. Que también la muerte tiene sus grados de heroísmo, de sublimidad y de grandeza.

 Los nobles tradicionalistas leoneses preparan para el día de hoy una peregrinación á Valcovero para depositar sus recuerdos, sus plegarias y sus lágrimas sobre la tumba de la primera victima de la revolución del 68.

 Bien hacen en honrar así la memoria del malogrado D. Pedro Balanzátegui.

 Que causa que honra á sus mártires, se honra á sí misma.


       Leoncio G. de Granda.


 Madrid, 10 de Marzo de 1896


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