¡Al sur!

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Alberto Dupont, poseído, desde su ya remota llegada a Buenos Aires, del deseo de conquistar, él también, siquiera en parte, la América, soñaba sin cesar, detrás del mostrador de su pulpería, con las lejanas y desiertas tierras de la Patagonia, y con la posibilidad de cortarse en ellas un amplio dominio, de cualquier modo que fuera. Joven y fuerte, con algún capital y bastante audacia, espiaba la ocasión propicia para lanzarse en alguna operación de tierras en el Sur, desde que en el mercado central de frutos, había visto pilas enormes de lana venida de aquellas tierras ignotas, oyendo de boca del consignatario que las vendía, datos alucinadores sobre el aumento extraordinario de las majadas y su maravillosa producción, en esas comarcas todavía despreciadas.

Y en un remate de la oficina de tierras públicas, como quien se tira en aguas hondas para aprender a nadar, arrendó por ocho años, en el territorio nacional de Santa Cruz, y por seiscientos pesos anuales, diez mil hectáreas.

Salió del remate, algo ensoberbecido de tanto coraje y, a la vez, temeroso de haberse metido en camisa de once varas, al pensar que su reino quedaba a trescientas leguas del punto bastante central y poblado de la provincia de Buenos Aires, donde estaba establecido; que las comunicaciones por tierra eran poco menos que imposibles y que sólo salía, cada mes, un pequeño transporte nacional, en fechas inseguras, sin itinerario fijo, sin comodidades dignas de este nombre, para pasajeros, y cargado, las más de las veces, por el mismo gobierno, con materiales y víveres destinados a las prefecturas marítimas de la costa.

Pagó, con más resignación que entusiasmo, la primera cuota del arrendamiento; firmó, en papeles sellados de elevado valor, las letras correspondientes a los pagos anuales siguientes, y de llapa, el compromiso leonino, absurdo, de hacer mensurar por su propia cuenta, él, arriesgado poblador, esta tierra arrendada al Estado, y que más tarde tendría que devolver, mejorada. Y como el plano de los millares de leguas cuadradas que constituyen la parte patagónica del enorme patrimonio territorial de la República Argentina, ha sido dibujado al tanteo, haciendo en el papel una multitud de cuadritos calculados, cada uno, en cuatro leguas cuadradas, era lo más fácil que su lote quedase, como tantos otros, bajo las aguas del Atlántico, cuyas olas bravas castigan sin descanso estas costas llanas, tan poco hospitalarias, o fuera parte de algún árido pedregal.

Empezó a buscar datos, para orientar sus resoluciones; pues no era cosa de dejar improductivo el negocio; y pronto conoció que ya se formaba una corriente de fuerza insospechada todavía, pero irresistible, hacia esas comarcas desdeñadas hasta por los mismos indios y recorridas solamente por los pumas y los huanacos. No le faltaron fuentes de información, y, más bien, le sobraron, pues muchos datos se contradecían; lo que fácilmente se explica por la diversidad de las condiciones locales, en semejante extensión de tierras, desde la orilla del mar y la llanura desnuda, pedregosa, sin montes, y casi sin pasto ni agua, batida siempre por un viento feroz y por fin de escasa fertilidad, y los admirables y feraces valles andinos, entre las múltiples cadenas de las cordilleras majestuosas, con sus grandes lagos, sus misteriosas selvas y sus nieves eternas.

También varían forzosamente los datos que, sobre tierras despobladas, pueden suministrar hombres de diferentes profesiones y temperamentos. El marino, el criador, el turista, el agricultor, el especulador, el comerciante, las miran desde puntos de vista tan variados, que, difícilmente pueden concordar entre sí.

El aventurero superficial contará de ellas maravillosas exageraciones que no se acordará haber notado el poblador reposado; y el que, una sola vez, haya desembarcado en ellas, por tiempo casualmente sereno, tasará de ponderativo al marino experto que sostenga que son esos mares comúnmente ásperos y sus puertos poco accesibles.

Y después de mucho indagar, se le ocurrió, un día, a nuestro hombre ir a ver salir de la dársena el vapor «Primero de Mayo» que zarpaba justamente para las costas del Sur.

¡Qué pequeño el vapor! ¡y qué cargado! La cubierta toda rebosaba de instalaciones improvisadas, para caballos y mulas; de carros y rodados de todas clases, de cajones, de barricas, de baúles y de catres; muchos pasajeros apiñados en la proa: soldados que acompañaban hasta la isla de los Estados, a los presidiarios, encerrados ya en la sentina; peones de un agrimensor que iba a descifrar, por primera vez, los misterios de algún retazo del desierto; y, mezclados con hombres rubios y fornidos del Norte de Europa y con criollos puros, unos pocos inmigrantes napolitanos, en busca quizás de clima clemente, y que se habían conchabado para ir a la Tierra del Fuego, inducidos en error, sin duda, por la denominación engañosa; con ellos, iban algunas mujeres, esposas y parientas, torpes y atascadas, en sus vestidos domingueros, desorientadas, azoradas por tantas cosas nuevas vistas desde su salida de Italia; llamadas, así mismo, por su escasez, más que por sus lastimosas prendas naturales, a ser, allá, codiciadas y disputadas, como objeto, a la vez, de altísimo lujo y de primera necesidad, por los varones atrevidos que van a esas soledades, para poblar.

En la popa, en el muelle, suben, bajan, vuelven a subir, atareados, vigilando el embarque de los elementos de toda especie que llevan consigo, y cuyo extravío, aun parcial, podría serles, allá, en esas comarcas desiertas y faltas todavía de todo recurso, tan intensamente perjudicial, los pasajeros de primera clase, jefes de empresas, propietarios o mayordomos de grandiosas estancias ya establecidas, o fundadores de colonias, comerciantes y agentes de toda catadura. Algunos no dejan de darse cierto aire de conquistadores que no quieren la cosa, tomando actitudes de benévola superioridad, que, en otros tiempos, hubieran sentado bien al mismo Colón, cuando oyen susurrar: «Este es Fulano de Nahuel-Huapí, de Santa Cruz, o Mengano, de Puerto Deseado». Y se prestan, amables, a dar a todos los que se los pidan, los mismos datos, siempre confidenciales y siempre vagos, exagerados o deficientes, sobre las tierras de tal o cual región, agregando siempre: «pero lo mejor es, como hice yo, ir uno mismo», afirmando así, sobre todos estos novicios, ávidos de oír algo de lo desconocido, su incontrastable superioridad de pioneers efectivos.

Y Alberto Dupont completó, en una hora de conversaciones con gentes de allá, los datos que ya tenía sobre la calidad y ubicación probables de su lote, bastante para sentir nacer y crecer en su pecho de neófito audaz, el irresistible arranque que cambia los destinos del hombre resoluto, y le abre los arduos caminos de la fortuna; y juró, al ver perderse en el horizonte, el penacho negro del vapor, que el primero que saliese lo contaría, costase lo que costase, entre sus pasajeros.

¡Y cuántos como él, no saldrían así, para forrar la frontera lejana de hombres enérgicos y vigorosos, si los gobiernos, dejándose de mezquindades absurdas, les facilitasen de una vez la posesión de la tierra! ¿Cuándo comprenderán que es preciso formar allá un cerco vivo, y que, para ello, hay que sembrar propietarios? Crecerían estos y se multiplicarían, y pronto, una nueva raza, la raza del Sud, blanca y rubia, de espíritu ponderado, fuerte, musculosa, emprendedora, libre de la indolencia nativa de los arribeños y de su nerviosidad enfermiza, formaría en la Nación Argentina, un núcleo de enérgicos porta espadas que, después de haber domado y poblado las áridas planicies y los valles fértiles de la Patagonia, ayudarían eficazmente a sus compatriotas del norte a hacer respetar, en mar y en tierra, su independencia, y a fomentar el progreso patrio, en todas sus formas, desde la aplicación amplia y sin mentiras de la liberal constitución argentina, hasta el desarrollo sin límite de las colosales fuerzas productoras del país.