A María Josefa

De Wikisource, la biblioteca libre.
Cuentos del hogar
A María Josefa

de Antonio Trueba


A María Josefa[editar]

I[editar]

Recibí, amiga María Josefa, tu afectuosa carta, en que me encargabas que te enviase mi nuevo libro para que, en estas largas veladas, os podáis entretener con él junto a la lumbre; porque, como yo he dicho:

De las cosas del mundo,
son las más dulces
los cuentos que se cuentan
junto a la lumbre;
junto a la lumbre,
donde hay cabezas rubias
y ojos azules

Esta primera parte de tu petición es muy fácil de satisfacer, pero no así la segunda, aunque reducida a encargarme que si mi nuevo libro de cuentos no tiene Prólogo que le explique, como le tienen todos los precedentes, le supla con una carta en que te diga todo aquello que pueda contribuir a que leáis o escuchéis con más fruto los CUENTOS DEL HOGAR. En los Prólogos de los seis libros de cuentos que han precedido a éste, he dicho cuanto tenía que decir de este género de literatura, que tengo por importantísimo; por cuanto no hay materia que en él no se pueda tratar, ni hay género de composición literaria que tanto se preste como ésta a llevar lo útil y dulce, de que habla un tal Horacio, a todas las inteligencias y gustos. Si, como se deduce de tu misma petición, has leído los Prólogos de mis otros seis libros de cuentos,

¿Qué quieres que te diga,
María Josefa,
qué quieres que te diga
que tú no sepas?


II[editar]

Estoy seguro, amiga María Josefa, de que al leer el nombre de CUENTOS DEL HOGAR que he dado a mi nuevo libro, te figuras que he empezado por trazar un cuadro de familia, donde el venerable abuelo, sentado junto a la lumbre en el secular sillón forrado de vaqueta sujeta con clavos de ancha cabeza dorada, o en el patriarcal escaño de pies, brazos y espaldar laboreados por el candoroso artista campesino, se entretiene y entretiene con cuentos y más cuentos, que escuchan embobados sus nietecillos de cabecita rubia, carita sonrosada y ojillos inocentemente picarescos, y el resto de la familia ocupada en labores domésticas, y no menos atenta que la gente menuda, aunque haciendo aplicaciones y deducciones, mucho más graves y profundas de las que hacen los niños, de las narraciones del abuelo. Si esto te figuras, te encontrarás algún tanto chasqueada, porque quien cuenta los cuentos que te envío soy únicamente yo, desde la especie de tienda de campaña que he improvisado en Madrid como Dios me ha dado a entender para guarecerme con mi familia de la horrible tempestad de fuego y sangre y lágrimas y odio que ruge en aquellos amados valles de allende el Ebro, que tan pacíficos habían permanecido durante treinta años de perturbaciones y rebeliones casi continuas en el resto de nuestra patria. Mi nuevo libro de cuentos, lo mismo sirve para ser leído junto a la lumbre, que en el vagón, o entre las flores del jardín, o bajo los frutales del huerto, o metido el lector entre sábanas en estas pícaras noches de enero asomando sólo la mano que sostiene el libro, y los ojos que recorren sus páginas. Si me preguntas por qué, siendo así, he dado a mi nuevo libro el nombre de CUENTOS DEL HOGAR, y conoces cuán exhausto estoy ya de calificaciones en materia de cuentos, y cuán estéril es mi ingenio para inventar otros, y cuánto puede contribuir un título llamativo a que el público agote pronto la edición de estos cuentos, y cuánta necesidad tengo de que esto suceda; si conoces todo esto,

¿Qué quieres que te diga,
María Josefa,
qué quieres que te diga
que tú no sepas?


III[editar]

Tú, amiga María Josefa, me conoces como la madre que me parió, y sabes cuán moderado y tolerante he sido siempre en política, y cuán poca es mi afición a ocuparme en ella, y sobre todo a mezclarme en las parcialidades y escuelas en que el mundo político se divide. Así, estoy seguro de que te sorprenderá no poco el ver la pasión política que se ha escapado de mi pluma alguna que otra vez en algunos de los cuentos que te envío; pero tú también sabes cuál ha sido mi vida y cuáles mis vicisitudes en estos últimos años, y aun desde que, casi niño, abandoné por primera vez los valles nativos, para que el bando carlista no me obligara a tomar las armas en su favor, cosa que nos repugnaba profundamente a mis padres y a mí; tú sabes que a pesar de ser necesario carecer de sentido común, o carecer de todo sentimiento de justicia para suponerme afiliado en el bando que pugnaba por convertir en charco de sangre y lágrimas mis amados valles nativos, hubo quien me ofendiera con aquella suposición, y me atropellara en virtud de ella; tú sabes que el que ama como yo la tierra en que nací y conoce como yo la historia y el derecho de aquella tierra, no puede menos de aborrecer a los malvados o bestias que la han inundado de sangre y lágrimas y han pisoteado su derecho; tú sabes, en fin, que de aquella tierra, después de haberme calumniado y vejado unos, me despidieron otros a balazos, ¡a mí, que había sido recibido triunfalmente en ella, y que, sin temor a que se me acuse de vano y soberbio, puedo blasonar de que acaso soy entre todos sus hijos el que más servicios ha prestado con la pluma a la causa de Dios, de la patria y de la familia, y acaso el primero que ha cantado su gloria, su honra y su hermosura en ambos mundos y en todos los idiomas cultos de Europa! Tú, que sabes todo esto y mucho más que nunca podrá decirse, o no ha llegado aún ocasión de que se diga, no debes pedirme que te diga por qué la pasión política se ha escapado de mi pluma alguna vez en algunos, de los cuentos que te envío; porque

¿Qué quieres que te diga,
María Josefa,
qué quieres que te diga
que tú no sepas?


IV[editar]

Tú querrás, amiga María Josefa, que no termine esta carta sin decirte si puede o no ofrecer algún inconveniente la lectura de este libro en el seno de tu familia, compuesta de inocentes niños, de muchachas casaderas, o poco menos, y de personas mayores. Desde luego te digo que estoy íntimamente persuadido de que este libro se puede leer sin inconveniente alguno en hogar tan honrado como el tuyo, y no dudo que tu marido y tú y los abuelitos seréis de mi misma opinión cuando le conozcáis.

La familia, tal como hoy está generalmente constituida, y tal como lo está la sociedad de que formamos parte, no puede vivir en la santa ignorancia en que viven y pueden vivir las monjas enclaustradas; porque es imposible que, como éstas, pase la vida exenta de todo contacto con el mundo, e indiferente a lo que forma, digámoslo así, el interés supremo de la Humanidad y la cadena que une y multiplica las generaciones. Es inútil que quieras tener a tus hijos en completa ignorancia, por ejemplo, de lo que significa la palabra amor, porque apenas pongan el pie en la calle, y aun en su casa misma, verán u oirán algo que les haga adivinar aquella significación. En un libro mío que se está imprimiendo con el título de Historia de dos almas, una negra y otra blanca, se narra cómo adivinan y se explican un niño y una niña de once a trece años el misterio del amor y la familia, observando cómo dos pájaros construyen un nido, tienen pajaritos, la pájara los abriga y cuida, el pájaro trae de comer a madre e hijos, y padre y madre acompañan y enseñan a los hijos cuando éstos se hallan en disposición de empezar a volar. Con esto quiero decir que hasta los irracionales hacen imposible la ignorancia de lo que la palabra amor significa en el corazón y aun en la familia.

Si alguna vez encuentras en el libro que vas a leer algo cuyo sentido no se te oculte a ti, que eres esposa y madre y por consecuencia has penetrado todos los misterios de la familia cristiana y honrada, continúa leyendo, que el concepto más malicioso es inofensivo para el que no le comprende, y el que le comprende no importa que le comprenda.

De todos modos, las malicias que encontrarás en los, CUENTOS DEL HOGAR son tan inocentes, que aunque se las confieses al señor cura en la Cuaresma próxima, creo no ha de echarte mucha penitencia por ellas.

Algo más y más claro quisiera decirte en este delicado, asunto; pero siendo tú discreta y esposa y madre, ya

¿Qué quieres que te diga,
María Josefa,
qué quieres que te diga
que tú no sepas?


V[editar]

Algunos querrían, amiga María Josefa, que todos mis cuentos populares estuviesen bañados de misticismo tal que fueran la delicia, por ejemplo, de las piadosas mujeres cuya vida está enteramente consagrada a elevar a Dios cánticos y oraciones; pero tengo el sentimiento de no poder complacer a los que tal quisieran. Hay muchos modos de servir y honrar a Dios, aunque sin invocar su santo nombre más que en determinadas ocasiones en que el espíritu se aparta de la tierra y se remonta al cielo; y como desgraciada o felizmente, los que le sirven y honran así, es decir, trabajando para servir a la familia, a la Humanidad y a la patria, que también es servir a Dios, son muchísimos más que los que sirven y honran de otro modo, es decir, sólo elevándole cánticos y oraciones, el escritor que aspira al nombre popular tiene que desairar a los menos para complacer a los más.

Yo quisiera tener siempre el nombre de Dios en los labios, pero necesito resignarme a tenerle casi siempre solo en el corazón, porque si no, ¿cómo se quedarían atención y tiempo para cumplir los deberes puramente mundanos, pero no por eso menos santos e imprescindibles, de esposo, de padre y de ciudadano?

A deberes análogos a estos sacrificas tú, amiga María Josefa, la aspiración constante de tu alma a remontarse al cielo. Por tanto, en este asunto, como en los otros.

¿Qué quieres que te diga,
María Josefa,
qué quieres que te diga,
que tú no sepas?


VI[editar]

Algo más te diré, amiga María Josefa, para redondear y hacerte más perceptible lo que temo no haber acertado a explicar con la suficiente claridad en los renglones anteriores.

Un día, hallándome en la merindad de Durango, no quise tornar a Bilbao, donde tenía mi hogar y mi familia, sin visitar antes el venerando, templo de Nuestra Señora de Arrate, que está en una montaña entre Vizcaya y Guipúzcoa, como lo da a entender aquella canta popular que, mal traducida por mí dice:

Nuestra Señora de Arrate
tiene la casa muy alta,
para bendecir mejor
a Guipúzcoa y a Vizcaya.

Y con aquel piadoso fin me dirigí a Eibar, donde pensaba descansar para emprender en seguida la subida del santuario, que es penosa por lo larga y pendiente, y, permanecer allí algunas horas abstraído por completo de las cosas de la tierra, y ocupado sólo en las del cielo; pero apenas había llegado a Eibar, recibí una carta de mi mujer, que me decía: «Es necesario que vengas inmediatamente, porque los señores Diputados generales te necesitan con urgencia, y además la niña está hoy muy mal, y yo no estoy bien».

Lleno de inquietud emprendí precipitadamente la vuelta, aumentando mi sentimiento el no haber podido arrodillarme a los pies de la milagrosa imagen de la Virgen cuya intercesión había invocado con feliz éxito en muchas tribulaciones de mi vida. Cuando bajaba por los castañares de Bérriz, oí los piadosos cánticos que alzaban en el coro las monjas de un convento de Santa Clara, escondido entre el frondoso ramaje de aquellas arboledas; y deseando descansar un poco, y no seguir mi jornada sin saludar a aquellas piadosas y sencillas siervas de Dios, que siempre habían acogido mi visita con alegría y bondad entrañables, me dirigí al locutorio del convento.

Conversábamos las religiosas y yo, y por más que mis interlocutoras no tuviesen pensamientos ni palabras más que para las cosas del cielo, que eran las que las habían llamado al claustro, yo no podía apartar el pensamiento de las cosas de la tierra, que eran las que me llamaban a Bilbao.

-¡Ay, don Antonio!-me dijo la superiora-. ¡Dichoso usted, que puede escribir sin ocuparse, más que en las cosas del cielo!

-¡Ay, madre!-la contesté-. ¡Dichosas ustedes, que pueden pensar y hablar sin ocuparse en las cosas de la tierra!

Como no me es posible escribir libros sólo para las buenas religiosas de Bérriz, mis libros no pueden tener el baño de misticismo que algunos querrían. Si en el mundo domina lo humano, ¿cómo ha de dominar lo divino en los libros que para el mundo escribo? Y si a ti misma te oigo quejarte con frecuencia de que los quehaceres domésticos te impiden oír misa todos los días,

¿Qué quieres que te diga,
María Josefa,
qué quieres que te diga,
que tú no sepas?


Madrid, enero, 1876.


ANTONIO DE TRUEBA.