A muerte (Lugones)

De Wikisource, la biblioteca libre.
(Redirigido desde «A muerte (La guerra gaucha)»)
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
A MUERTE


Los insurgentes, desparramándose, diseminaban el escuadrón que los perseguía. Unos y otros perdieron hombres, pero engolosinados ya, continuaban sin recogerlos. Y así, en un desorden de tiros que disminuían, el combate se alejó.

Un joven montonero yacía bajo los árboles, supinado por un cimbrón agónico, boqueando. En sus mejillas morenas embarbecía vigorosamente un pozo rubial. Su chiripá de merino azul y su chapota negra acusaban lujo. A ratos, un anhélito cavándole el vientre, tronchaba también su cuello; y entonces veíase contrastar en blanco la frente con el tostado rostro que marmorizaba la agonía. Perlaba el sudor en sus cejas y en su labio; sobre sus párpados espaciábase una sombra y la comisura de sus labios se angustiaba.

La tarde recogía en occidente su crisolampo tul. Allá, en el campo de oro mate, resaltaban sombrías arboledas. Untadas de oro á trechos ó sopadas en bermellón, aflojando madejas ahora, luego escardando hilazas, desenvolvíanse las nubes con desperezamientos de enormes gatos. Derivaban atraídas al horizonte por un ondeado nubarrón cuyas imbricaciones rezumaban sangre. A algunos cerros verdeábales la punta cuando ya sus faldas ahumábanse de azul. Diluían por el aire un tónico perfume de tomillos y poleos.

El paisaje se contagió con el padecimiento del hombre que agonizaba; respiró su congoja empañando las nubes. La nitidez turquí del cénit aumentaba. Un postrer destello incendió en fugaz flamescencia el bosque. La nube se agrietó abajo como una pared en cuyos calcinados adobes se ampollaban cenizas. Columbróse por la abertura un fondo de llama que abortó en la neutralidad de la noche cadente, dejando por resto un celaje colorado al fin deshecho en doradas pavesas. La melancolía del crepúsculo flotaba como un espíritu, deshauciando esperanzas; y con mayor presura iba invadiendo el gris; cuando por tras de los árboles una vislumbre trócolo en flotante palides vigorizando las siluetas y opalizando con aguadas leches el cielo zafíreo. Era la luna que salía.

A ese tiempo, y aprovechando aquella conjunción de luces que aclaraba el campo con nitidez anormal, una mujer, precedida por un perro, apareció cerca del herido. El animal, hundida la cabeza en los pastizales, dudó un poco, pasó, volvió de nuevo. Lanzose al sitio, casi junto con lo que brotaba un estertor, seguido por su ama, la cual se arrodilló unida con la del animal su cabeza; y durante un rato no se oyó más que sollozos.


Moraba allá cerca, solitaria en la libertad de sus verdes años. Huérfana antes de la Revolución, su único hermano cayó en Ayohuma; y como el mujerío emigrara al invadir los chapetones, el jefe de la partida local habíale aconsejado igual temperamento. Ella respondió solicitando plaza en las filas y motilándose para concurrir, porque sus trenzas no cabían ni en un morrión; presentose trajeada de hombre, los ojos llenos de marcial donaire — un gauchito precioso que desecharon con pesar. Y de aquel sacrificio sólo sacó un apodo: los montoneros, piropeando, llamábanle la mochita.

Quedose, eso sí, en su choza, de enfermera á veces, de cocinera á la continua, administrando con maña hacendosa su pasar; y aunque le sobraban comedidos, sola esquilaba sus ovejas. Por las señaladas anuales, únicamente, concedía un jolgorio en honor de san Juan, patrón de los corderos; y hasta que le embadurnaran el rostro, según costumbre, con la sangre de las orejas en que se labraba su señal: — muesca de un lado y orqueta del otro. Tiñendo a la rústica sus labores, se ataviaba; y un vestidito moteado con cualquier tierra de color, bastaba para embellecerla hasta la delicia. Su choza le sobraba en su brevedad de nido, y un jardincito florecíale todas las tardes claveles rojos que nadie veía morir...

Sonroseaban sus mejillas una media luz sobre su hermosura cálidamente morena. Semejante á un efluvio de sueño, su mirada difluía en languidez el fuego negro de sus ojos. Entre sus labios de bermejor desbordante, los dientes, como granos de choclo tierno, nacaraban la sonrisa; y siendo un poco separados, y la barbilla corta, el aspecto de la joven sugería algo infantil, desmentido sólo por la cadencia del andar y la petulancia trémula del seno.

Pero de poco tiempo atrás, una palidez opiló sus hechizos. Si sus mejillas perdieron frescor, y lozanía su garganta, casi á blanco advino su cutis y puliose más su cintura. La brevedad viril de la crencha motilona, no aminoró su donosura; pero el recuerdo de semejante cabellera preocupó á más de uno. Qué tórrido esplendor cuando se abría con reflejos de grama, envolviendo á la joven en su tibieza pluvial! Qué lujosa galanura cuando las borlitas punzó que acollaraban de las puntas sus trenzas rozaban el suelo á cada paso!

Nadie averiguó su paradero, así notaran en su dueña un gran cambio consiguiente. Ya no corría, cascabeleando carcajadas; y sus párpados al alzarse suponían extáticas indolencias. Vestía ahora el hábito franciscano, como buena patriota, al decir de algunos; pero otros creían ver en lo tal un voto inconfeso. Continuamente hallábanla distraída, frío ya el mate en su regazo, contándole a la soledad queridas angustias; y enamorada la juzgaron, porque al anochecer se sentaba en el umbral, destacándose sobre el vano tenebroso mientras canturreaba villancicos de Navidad:

Ahí viene la vaca

por el callejón,
trayendo la leche

para el niño Dios...

Tal posición acrecía efectos de crepúsculo en su tez como espiritualizada por remotos albores. Sus ojos adquirían una histérica inmensidad; la adumbración del rancho abolíale medio rostro, mientras en la nariz, en un punto del mentón, en la prominencia del pómulo, sombreábase un indeciso alabastro. La obscuridad cubría de vagas sepias sus espaldas reemplazando la cabellera; y alargándose para sostener la rodilla en los enclavijados dedos, blanqueaban sus brazos, trasluciendo las sangrías natas ligeras.

Si alguno llegaba pidiendo noticias ó albergue, respondíale como en sueños, embebecida durante un rato. No lo sospecharon en balde; ¿si no para qué llevaba siempre consigo una piedra imán?...

Garifa con sus vigores montañeses, no la inquietaron los tiroteos que desde algunos días antes reventaban en la espesura; pero esa tarde, mientras se atainaba en un rapacejo, tras la loma y a campo traviesa propagose el combate. Luego las fugas sobresaltaron al bosque; desmelenados jinetes pasaron á raja cincha perdiéndose en el fuego de la tarde; y habíanla torturado mortales zozobras, pensamientos que la soledad convirtió en certeza. Maquinalmente, arregazándose por entre el pencal, trasmontó el otero, como volátil en la absorción del gris vespertino, con su perro adelante. Acababa de oír por primera vez, objetivada en disparos, la voz de la muerte.

El perro rastreaba, precisando la concisión de su pista. Imitaban los árboles fúnebres plumeros. Las vizcachas á la puerta de sus cuevas refunfuñaban gruñidos. Y la muchacha más se sumergía en su inquietud. Aquella espesura sembrada quizá de cadáveres, la confundía. Vagamente advirtió el orto de la luna.


Los alientos del moribundo volvíanse estertores y el sereno pasmaba riesgosamente sus heridas. La mujer alzose, titubeando, miró la loma que se erguía al frente y de golpe recordó. Allí existía una caverna de fácil acceso y á menor distancia que la choza; pero aquel refugio era según los díceres un habitáculo de brujas.

De allí salía para la noche de san Bartolomé, el farol, la llama indicadora de tesoros ocultos, prendiéndose á las grupas de los transeúntes; y adentro solía hallarse tejas con imágenes de serpientes ó ídolos del viejo culto; uno de gesto nefando y ótidas cejas; otros de expresión cogitativa, como si la piedra de tanto asumir una efigie humana hubiese aprendido á pensar. Y la joven recordó, amilanándose, las narraciones de una médica tía suya; los exorcismos del amor, los talismanes y sortilegios para enriquecer; así como su horror secreto cuando la requerían para despenar agonizantes fracturándoles las vértebras...

El silencio argentado de luna favorecía aquellas remembranzas. No quedaba, sin embargo, otro abrigo que ese socavón, pues el hombre expiraba. Tanteando al azar, sus manos retraíanse prietas de dolor, ocultos los pulgares bajo los otros dedos. Y el peligro superó á los temores. Espuelas, daga, tirador, cuanto pesaba quedó en el sitio.

La muchacha levantó en peso al agonizante. Puntuando con sangre sus huellas iban los novios lamentables. Soplos de viento mezclaban sus cabelleras, removiendo en profunda palpitación la masa del bosque. No daba más de diez pasos seguidos la triste, pues el cansancio entumecía y acalambraba á la vez sus miembros, tanto como martirizaban los guijarros sus pies. Y á cada estación, el miraje de sus amores se precisaba rasgo por rasgo, más en contraste con el tétrico abandono.

Cuando la ayudaba en su telar, un día que le aprehendió la mano entre los lizos. Cuando recién la festejaba, una vez que, cenando juntos, carnavalearon con el corazón de una sandía. Cuando ella se improvisaba collares con las guinditas del chalchal, para que él se las comiera á besos glotones en su misma garganta...

Punjían en su seno como cilicios esas trivialidades del ayer feliz. No pensaba siquiera en el enemigo causante de su desgracia. El agonizante constituía su mundo de pena. En vano le hablaba. No respondía, no, a su reclamo. Ni un suspiro, ni uno de aquellos suspiros que mientras la enlabiaba se estremecían, queriendo y no, como pichones arriesgados á la orilla del nido; ó aplacaban á modo de lenitiva mistela sus vehemencias de enamorada.

Otro paso, otra angustia... Otro paso, otra angustia... El perro seguía tristísimo aquel tránsito doloroso. Por momentos, su dueña desatábase en llanto con un ¡ay! agudo y él aullaba. Otro paso, otra angustia...

—Agua!... imploró el herido con una queja de agonía a flor de labios. Dudó la joven un segundo, poniéndolo después dulcemente en tierra; y explorando ligeramente las hierbas, dio con la kirusiya que buscaba. Exprimió el agrio jugo de la hierba en la amada boca que apenas se atrevía á besar, y continuó su peregrinaje.

Pulseras de dolor lancinaban sus extremidades. Con las caderas derribadas por los enviones, partido de ansia el pecho, porfió á cierra ojos en una suprema resolución, envuelta su cara en lágrimas y cabellos. Entre su seno y su brazo yacía la del moribundo.

Delicadas nubéculas, aborregándose en una nevada de luz, encarrujaban por el firmamento livianas muselinas. Y la floresta distinguíase al esplendor del plenilunio, nadando en plata sobre el horizonte, como una miniatura en el cuenco de una valva. Ya salían de la selva los peregrinos, á pocos pasos de la cueva. Atrás, la espesura acababa de golpe diseñando una geografía de golfos y de cabos; y por el contorno, los cerros alisábanse profundamente oscuros, en una transparencia de anegación. Una rana por allá cerca escondida, cacareaba anunciando lluvia.

Los aromas desfallecían en una casi sepulcral frescura de viejo aljibe. Aquella noche espaciaba en la eternidad la etérea excelsitud de sus esplendores. Una desolación surgía de su impavidez luminosa que algodonaban brumas. Su claridad enlenzaba los troncos secos evocando mortuorias paces. Pero no lo reparaba la joven ni eso la aterraba como al partir. Llegar! Llegar!, gritaba la sangre en sus sienes. Los mismos espectros se apiadarían de tal miseria, y el espíritu de los Tatas antiguos la acogería en su bondad.

Himpló una puma en la dirección del rancho, al propio tiempo que balaron las ovejas, y el perro se disparó ladrando en aquella dirección.

La joven llegaba á la cueva en ese momento, coincidiendo su entrada con aquel aumento de soledad.

Untuoso aroma de helechos llenaba la caverna. Un murciélago volose despavorido, manchando fugazmente la blancura lunar. Tres pasos todavía, y el lúgubre grupo dio con el fondo de la cripta. Ella, lanzando un quejido, reclinándose sobre el pecho de su amante...

Sintió entonces á través de las ropas la cadavérica rigidez. Tocó la boca, ya no alentaba; el corazón, ya no latía. Desprendió como en un sueño la chapona, y tanteando una suavidad de cabellos, adivinó la crencha con que su amor lo premiara en contrarresto de alguna pasión falaz. Su boca abríase ya para el lamento que semejante desenlace le arrancaba, cuando cerca del muerto, en la oscuridad, sonó un gemido.

Una manotada de miedo repelió su sollozo; y soldándose al difunto en suprema crispación, el síncope suspendió sus potencias.


Cuando reaccionó, ya la luna alumbraba adentro.

Enderezose á gatas, lleno de murmullos el cráneo como un caracol, descuartizándose en dolores. Y sus ojos vieron sin sorpresa, atrofiada toda emoción por el exceso de sus terrores, en lugar de uno dos cuerpos boca abajo. El otro llevaba uniforme enemigo.

Asiolo de una pierna, pues nada temía ya. Sus ojos eran dos agujeros de delirio; su cuerpo, un pellejo ajado, pues las horas de dolor le habían comido toda la carne. La magia siniestra realizábase en ese antro donde la mujer sollozaba aún. Desvestida por las breñas, ensangrentada bárbaramente por el muerto, rodillas y codos llagados por la escofina de la roca, sus cabellos derramados sobre la faz, sentía como si cada sollozo le desarraigara un árbol del corazón.

Vió la trenza sobre el pecho del insurgente, aquella fúnebre seda de su cuerpo que á tal costo rescataba, y el rencor cual un áspero cordial la vigorizó. Un furioso prurito contrajo sus mandíbulas. Allá al alcance de su encono, agonizaba un chapetón malvado. Ah, exprimir hiel sobre su agonía, ahitarse con su desesperación, triturarle los huesos loca de rabia!, de rabia!, de rabia!...

Entonces, representándose á la curandera que despenaba moribundos, atrájolo de un tirón. Contúvose todavía un instante, anegada de fruición ante esa efigie que la luna galvanizaba. Entre sus piernas lo incorporó después, apoyándole la nuca sobre su pecho; hasta le sopló los ojos, que el infeliz abrió, reanimado vagamente. Aferrólo por los hombros al fin, y mordiéndose los labios para no rugirle el alma al rostro, le trozó —¡crac!— el espinazo en una sola retracción.