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(Salen PASCUAL, y BENITO, labradores.)
Y yo esperar tu castigo.
BENITO.
Esto que digo, me cuesta.
PASCUAL.
Tu pasas vida inhumana.
BENITO.
Y con un “no”, por respuesta,
sin sol toda la semana,
hasta que llegue la fiesta.
Aunque ya el tiempo me vale,
no porque el torno solar
días y noches iguale,
mas porque a ver vendimiar
tal vez a las viñas sale.
PASCUAL.
Vendrá a matar labradores;
mas, siendo alegre dolor
el amor en sus rigores,
en parte es hacer favor
Benito, el matar de amores.
Pero, ¿no es Jacinta aquella?
Teresa, su grande amiga,
a la fe, viene con ella;
pero déjame que diga
que es de sus rayos estrella.
JACINTA.
¿Que hay, Benito?
BENITO.
¡Dafne esquiva!
PASCUAL.
¿Teresa!
TERESA.
¡Pasqual, hermano!
JACINTA.
¿Qué se trataba?
BENITO.
Así viva
la luz de ese soberano
sol, que al sol de rayos priva,
que de un monstro se trataba,
de cuya pintura brava
tiembla, Jacinta, la villa:
que si hay de ellos maravilla,
eres maravilla octava.
Monstros son tus bellos ojos,
contradiciéndose en ellos
las paces y los enojos:
tan bellos, que el ir a vellos
se lleva el alma en despojos.
¿Que monstros hay en el suelo
como ver sus luces puras,
dar fuego entre nieve y hielo,
con que parecer procuras
cielo, mas airado cielo?
¿Cuándo ha de llegar el día
que a algún dichoso himineo
rindas tu helada porfía?
Que verte de otro deseo
si es imposible ser mía.
Benito, si cada cual
sigue bien su inclinación,
no haces bien en sentir mal
de mi esquiva condición.
Por decreto celestial
esto quieren las estrellas,
y yo lo que quieren ellas.
Nunca su Autor las crio
para forzarnos, que yo
bien puedo librarme de ellas.
JACINTA.
Pues ¿cuál es tu inclinación?
BENITO.
Quererte.
JACINTA.
O fuerza, o padece.
BENITO.
No puedo.
JACINTA.
Luego ellas son
quien fuerzan al que aborrece,
como al que tiene afición.
BENITO.
No dices bien, porque yo
amo, y el amar es bien,
y al bien nadie resistió;
pues siendo mal el desdén,
tú has de resistir, yo no.
Forzándome aborrecer
el cielo a todos los hombres,
resistir a su poder
fuera locura.
BENITO.
¿Qué nombres
fuerza tu mismo querer?
Deja la vana aspereza
con que me tratas así,
que ofende tanta belleza;
¿Cómo el cielo puso en ti
tan bárbara rustiqueza?
Escoge en todo Barajas
el mozo de más ventajas,
o algún criado del Conde,
si más a tu humor responde
la seda, que no las pajas.
Toma ejemplo en la azucena,
que, de granos de oro llena,
al aurora resplandece,
y que, marchita, anochece
llena de tristeza y pena.
Mira los lirios al alva,
cuando al padre de Faetón
hacen los pájaros salva,
que no en balde a la ocasión
pintaron desnuda y calva.
Si cuando verte no quieras,
piensas que te han de querer,
yerras loca, y necia esperas,
que en belleza de mujer
pasan las horas ligeras.
Ya tu mucha libertad
con mi paciencia se mide:
que es dar, aunque haya amistad,
consejo a quien no le pide,
bachillera necedad.
Para lo que yo profeso
no es mi soledad exceso,
ni esquiva mi condición,
pues que ya la inclinación
de mi aspereza confieso.
Más precio en el soto o selva
seguir de Atalanta el paso,
sin que al oro el rostro vuelva,
hasta que el Sol al ocaso
en oro y sangre se envuelva.
Y en aqueste manantial
que riega con varias venas
el prado, a un jardó igual,
ver retozar las arenas
con los golpes del cristal.
Más precio coger las flores
de quien la Naturaleza,
y el Cielo fueron pintores,
y que ciñan mi cabeza
las cintas de sus colores.
Más precio ver susurrando
las abejas codiciosas
su arquitectura formando,
y en estas selvas quejosas
los ruiseñores cantando,
que tus penas y cuidados,
amores ciegos y locos,
buenos sólo imaginados,
donde ay dichosos tan pocos
y tantos son desdichados.
A tanta resolución
y furia, yo no aconsejo:
que donde ay obstinación
sirve el más cuerdo consejo
de espuela a la ejecución.
Mucho en casarte acertaras,
que mal tu belleza empleas,
si en selvas y aguas reparas:
después que casada seas
serán tan verdes y claras.
No ay bien que pueda llamarse
bien, faltando compañía,
que es fuerza comunicarse.
PASCUAL.
Deja esa vana porfía,
que es ignorancia cansarse.
Después, en otro lugar,
podrás a Jacinta hablar,
y merecer sus favores:
que no andan bien los amores
en cestos de vendimiar.
Mira cómo tus criados
cogen racimos opimos,
de que van carros cargados,
para colgar de racimos
tantos lagares lavados.
Que, si no fue con ventajas
la cosecha deste agosto,
agora en toda Barajas,
con la abundancia del mosto
rebosarán las tinajas.
¡Ea, pues, vamos de aquí!
Vamos, y plega a los cielos,
pues no te dueles de mí,
que quieras con tantos celos
como yo tengo de ti.
Que supuesto que te vea
como dices, no querer,
no es posible que lo crea:
que es condición de mujer
negar lo que más desea. (Vase, y salen LISARDA y ISABEL.)
ISABEL.
Esto responde al papel.
LISARDA.
Muestra, que ya estoy turbada.
ISABEL.
Si ya estás desconfiada,
¿qué temes que venga en él?
Demás que ya son excesos
tanto cuidado y temor.
LISARDA.
Desconfianzas de amor
no mejoran los sucesos. (Lee)
”En mi enfermedad hice una promesa a San
Diego, y así me parto a Alcalá. Holgárame que
hubiera en ella qué traeros; pero, como su tra-
to es estudiantes, no pienso q serán a pro-
pósito para regalaros. Pasaré con el coche por
vuestra puerta para llevar más presentes vues-
tros ojos en esta ausencia.”
Y tiene tanto donaire,
que le ha de llevar el aire,
y al mismo dueño con él.
ISABEL.
Yo me acuerdo que algún día
fuera reliquias, colgado
del cuello.
LISARDA.
No se ha pasado
la misma necia porfía:
Pero un disgusto de amor
al más tierno pensamiento
obliga a desabrimiento,
y el enojarse, a rigor.
Vuelve a coger los papeles,
que así, rotos como están,
mis celos estimarán
sus desengaños crueles.
ISABEL.
Bien dicen que es niño Amor,
pues lo mismo que tú has hecho,
suelen hacer, con despecho,
y con infante furor.
Que aunque pidiéndole están
con notable desconsuelo,
arrojan el pan al suelo,
si no les dan presto el pan.
¿Qué haré de aquestos pedazos?
¡Jesús! ¿Carlos tan galán
a cosas de devoción?
¿A tan divina estación,
cosas tan humanas van?
Plumas, colores. ¿Qué es esto?
Don Carlos, no me agradáis;
a diverso intento vais
con esas galas dispuesto.
Si no es que a imitar venís,
temiendo mi desconsuelo,
al arco hermoso del cielo,
y tras las aguas salís.
Que las disculpas mejores
es serenar de mis ojos
las tempestades de enojos,
vuelto en arco de colores.
Pero, más que de un abril,
vuestro campo, Carlos, es,
pues en el del cielo hay tres,
y vos venís con tres mil.
CARLOS.
Si añadís las que me salen
al rostro, de que os quejéis,
bien decís: ni aun hallaréis
arco o campo a quien se igualen.
Mas como naturalmente
todas las mujeres son
quejosas, su condición
nunca dice lo que siente.
Aquí no hay de qué tener
celos; yo voy a cumplir
lo que, llegando a morir,
después de Dios, pude hacer.
Que fué rogar a su Santo,
por cuyo medio cobré
salud.
¿Niego yo que fue
justo, ni me alargo a tanto?
Mas pienso yo que San Diego
sayal pardo se vistió,
y no muy nuevo, que yo
bien sé que era pobre y lego.
Y como ir a visitar
a un hombre en una prisión
con galas no era razón,
o algún muerto acompañar
con plumas hasta el entierro,
paréceme que no vais
a propósito.
CARLOS.
Vos dais,
Lisarda, en un grande yerro,
pues no voy a visitar
preso, ni muerto: pues vive
en Dios, adonde recibe
parabién, que no pesar.
Pues quien goza tanta gloria,
con colores se ha de ver.
LISARDA.
Ya sé que habéis de vencer.
CARLOS.
Será la primer vitoria,
pues no tengo cosa en mí
de que vos no hayáis triunfado.
Y ella que, en fin, ha callado,
¿qué es lo que dice de mí?
Si se visten los criados
lo que los amos desechan,
¿cómo tan mal se aprovechan
de esta verdad sus cuidados?
De las sobras de los celos
que su ama gasta aquí,
¿no hay un retal para mí?
ISABEL.
¿Comparaciones de cielos
presumía el lacayón?
Sus amores son indinos;
los de Carlos son merinos,
y los suyos burdos son.
Que sus requiebros, en fin,
están, por gente de plaza,
impresos con almohaza
en las ancas de un rocín.
MAYO.
Luego hay celos de ramplón,
y requiebros de obra gruesa.
ISABEL.
Los amores que el profesa
comedias de vulgo son.
De éstas de grandes patrañas,
imposibles y ruido,
a quien les ha sucedido
lo que a los juegos de cañas:
que van a ver las libreas
y no lo que han de jugar.
Pues así sobre ella veas
la encomienda de más fama,
como mientes, que quien ama
no da disgustos.
CARLOS.
No creas
que te le dé mi partida;
acabose, no me voy,
ya no me voy.
LISARDA.
Necia estoy;
mas confieso que en mi vida
cosa me ha dado temor,
como es aquesta jornada.
CARLOS.
Digo que ya está acabada.
LISARDA.
No, Carlos; no, mi señor;
que sólo con que digáis:
sólo con verme afligir,
que ya no os queréis partir,
ya quiero yo que os partáis.
Amor entre los amantes
tiene aquesta condición.
CARLOS.
Vanos los temores son
en jornadas semejantes.
Que temáis me maravilla,
desde Madrid a Alcalá,
¿qué Toledo en medio está,
qué Granada o qué Sevilla?
Luego sin celos, quien ama
¿no teme peligros fieros?
CARLOS.
¿Pues la venta de Viveros
es la canal de Bahama,
la Bermuda o las Sirenas,
donde ay peligros tan grandes,
o son los bancos de Flandes,
de Jarama las arenas?
¿He de topar de aquí allá
más que estudiantes y aldeas?
LISARDA.
Parte, mi bien, como creas,
que quedo sin alma ya.
ISABEL.
¡Ay, señora, tu hermano!
CARLOS.
¿Qué remedio?
LISARDA.
Piénsale tú, porque esconderte es cosa,
como mas sospechosa, peligrosa. (Sale DON LUÍS.)
LUÍS.
¿Búscanme a mí, Lisarda, por ventura,
aquestos caballeros?
No hay en casa
otra persona a quien buscar pudieran.
Como el señor Don Carlos es del Hábito,
envíale el Consejo de las Órdenes,
a cierta información de un caballero;
y dice que al partir, y aún en el coche,
le dijeron que [tú] jurar podrías,
por conocer sus padres, y así viene
a informarse de ti, como me ha dicho.
MAYO.
(¿Hase visto embeleco semejante?)
CARLOS.
Con esta información vine a buscaros,
que es cosa que me importa sumamente,
y a ofrecerme también para serviros,
que estoy aficionado a vuestro nombre.
LUÍS.
Bésoos las manos por merced tan grande,
que yo lo estoy del vuestro desde un día
que en la carrera os vi con aire tanto,
que pudieran en Córdoba emvidialle:
y así os suplico que de aqui adelante
os sirváis de esta casa como propia.
CARLOS.
Lo mismo os pido yo, que de la mía
habéis de ser, de aquí adelante, dueño.
MAYO.
¿Qué te parece de esta polvoreada
que levantó tu ama?
Que se usan
mil amistades de esta misma traza,
adonde el ofendido y agraviado
queda con las ofensas obligado.
LUÍS.
¿Qué caballero es éste que conozco,
a cuya información partís agora?
CARLOS.
(Si digo nombre conocido, y miento,
destruyo la invención; más acertado
será decir un nombre que no haya).
Yo pienso que es muy vuestro conocido
Don Nofre de Canaria.
LUÍS.
Ni a mi oído
llegó jamás su nombre.
CARLOS.
Si por dicha
no le tenéis por limpio, ¿de qué sirve?
LUÍS.
Por esa cruz y por la desta espada,
que os engañó, don Carlos, quien os dijo
que conozco a don Nofre de Canaria.
CARLOS.
Pues yo jurara que con él un día
os vi jugar en casa de un amigo.
Un poco hablé con él, y me parece
de buen entendimiento.
LUÍS.
De esta traza
quisiera yo, Lisarda…
LISARDA.
¿Qué?
LUÍS.
Un cuñado.
LISARDA.
Sin duda que te trae desvelado
ese cuidado a ti.
LUÍS.
Pues, por tu vida,
que si agora vivieran nuestros padres,
no les diera ventaja en el deseo
de tu remedio.
LISARDA.
Basta, yo lo creo.
Mándente a ti jugar a la pelota,
y de noche a las pintas, y mudarte
del hábito galán que traes de día,
en el tabí de plata, medias blancas;
tomar sombrero con la falda vuelta,
asida del corchete de diamantes,
cadena y otras galas semejantes.
Y venir a dar golpes y acostarse
cuando ya quiere el alba levantarse,
y pedir de comer a las dos dadas,
riñendo sobre el cuello a mis criadas,
que no acordarte, Luís, de mi remedio;
porque ésas son las cosas, que olvidadas
tienen el mar de tu rigor en medio.
Dejemos quejas, ¡oh Lisarda mía!,
comunes entre hermanos, cuanto injustas,
que tú verás, si mi cuidado es sólo
esas galas que dices y esos pasos;
nunca ponéis en cuenta las mujeres
aquello de sentaros al espejo
con tanta multitud de redomillas,
que no hay pintor que tenga más colores;
el tiempo que gastáis en hacer muda
el dinero en vestidos y tocados,
de enriquecidas tiendas inventados,
pues con vuestras cabezas, a su viento,
levantan mercaderes, hasta el cielo
casas, que tantas tienen por el suelo;
ya parecéis Sibilas, ya Cleopatras,
ya romanas, ya griegas, ya flamencas,
finalmente….
LISARDA.
No más, nunca yo hablara:
digo que no me cases en tu vida.
LUÍS.
Si tú me riñes, es razón que sepas
que doy satisfacción de mis costumbres;
mas yo te casaré, luego que acabe
una encomienda de un amigo mío.
El Conde Fabio,
de quien yo fuí tan regalado en Nápoles,
me escribe que es ya muerta la Condesa:
no dejó hijos, y llevar querría
una que tuvo aqui de unos amores,
que la dejó a criar en cierto pueblo
adonde vive, sin saber quién sea.
Yo tengo ya las señas, y una cédula
para cobrar aqui dos mil ducados;
por ella quiero ir, y has de ir conmigo,
para que de ti venga acompañada,
pero no han de saber quién es.
LISARDA.
Pues dime,
¿has de traerla aquí?
LUÍS.
Mientras que viene
la orden que en llevarla me mandare,
y que la mudes el traje y el lenguaje.
LISARDA.
¿En qué lugar está?
LUÍS.
Barajas.
LISARDA.
Bueno,
el traje sólo podía ser mudarle,
que en lo demás, la lengua de la Corte
tiene jurisdición por cinco leguas,
y Barajas está dos leguas solas;
¿qué día quieres ir?
Benito, de tus méritos seguro,
y del valor de tus honrados padres,
no dudes de que diera a tu esperanza,
con dulce posesión, tan dulce efeto.
Eres, para ser mozo, hombre discreto;
no te falta dinero ni limpieza,
(que no es pequeño bien limpia riqueza),
bien quisto, liberal y generoso,
digno de ser en esta villa esposo
de la mujer más bella que la habita;
mas si Jacinta, ingrata, solicita
que mi memoria y sucesión se acabe,
y, por ventura, algún secreto sabe,
y sólo de vivir sola se precia,
¿qué puedo hacer, pues todo amor desprecia?
Ya está mi imperio en ruego convertido.
BENITO.
Conozco su rigor; lloro su olvido;
mas como nunca el pensamiento humano
está firme, Laurencio, en un propósito,
y vemos que del cielo las mudanzas
mudan también las cosas de la tierra,
por si tu hija, vanamente esquiva,
mudare del propósito que tiene,
que en la mujer no suele ser muy firme,
quiero de tu palabra prevenirme.
No son los pensamientos ríos caudales
que sigue un camino eternamente
y van entre dos márgenes corriendo
con ley precisa al mar; que bien podría
volver atrás, Laurencio, su porfía.
Lo que hoy se aborreció, mañana se ama,
y quien huye, tal vez persigue y llama;
con la necesidad, lo injusto es justo:
que no tiene color ni ley el gusto.
Allí, Benito, un poco te retira,
que ella viene bizarra al baile.
BENITO.
Advierte
que están mis esperanzas a la muerte. (Salen JACINTA, y TERESA.)
TERESA.
Acá están los bailadores;
no hay lugar desocupado.
JACINTA.
Los ojos me han ocupado
otras distintas colores.
Que Benito estaba allí,
y con mi padre trataba
esto que hoy no le escuchaba.
TERESA.
¿Pues quieres hablarle?
JACINTA.
Sí.
Cansados te habrá dejado
este necio los oídos;
que amantes aborrecidos
cansarán un monte helado.
Son como enfermos que cuentan
a todos su enfermedad;
que es peso la voluntad
de quien descansar intentan.
¿Qué te habrá dicho de mí?
Hija, los extremos son
una cierta imperfección,
como la que miro en ti.
No te quisiera, si digo
verdad, que debo estimar
de ingenio tan singular
y de su consejo amigo.
Si muchas hijas tuviera,
amara tu condición;
mas si en ti la sucesión
de mi sangre aumento espera,
pierde la injusta porfía
de tu vano entendimiento:
darás con tu casamiento
aumento a la sangre mía.
Elige en toda Barajas
el más rico labrador,
que el negar tiempo al amor
no son discretas ventajas.
En la edad dispuso el cielo,
hija, tiempo para amar;
quien no le ha dado lugar
el alma tiene de hielo.
Tú lo mirarás mejor;
tanto de tu ingenio fío,
así por ser gusto mío,
como por pagar a Amor
el censo que los mortales
le deben, y hasta las fieras;
porque como amar no quieras,
serán a tu pecho iguales.
En no decirle a mujer
quiero parecer discreto.
De casamiento naciste,
no eres parto de la tierra;
alma que ese cuerpo encierra,
de carne y sangre se viste.
Jacinta, casados son
todos los mas animales;
en las palmas orientales
dicen que hay hembra y varón.
No dan dátiles opimos,
sino es que los dos se ven;
pero como cerca estén
nacen dorados racimos.
Aquellas palomas van
casadas a hacer sus nidos;
los peces mas escondidos
casados también están.
Mira la salvaje cierva
seguir alegre su esposo;
mira el novillo celoso
peinar con los pies la hierba.
Todo ama; no es razón
que no quieras bien lo que eres;
pero mientras no quisieres
no has de tener perfección.
(Los MÚSICOS canten, y ella, y el que baila, o cuatro, si fuere mejor, bailen así.)
MÚSICOS.
¡Oh, qué bien que baila Gil
con las mozas de Barajas,
la chacona a las sonajas
y el villano al tamboril!
¡Oh, qué bien, cierto y galán,
baila Gil, tañendo Andrés!,
o pone en fuego los pies,
o al aire volando van.
No hay mozo que tan gentil
agora baile en Barajas,
la chacona a las sonajas
y el villano al tamboril.
¿Qué moza desecharía
un mozo de tal donaire,
que da de coces al aire
y abolar le desafía?
A lo menos, mas sutil
cuando baila, se hace rajas,
la chacona a las sonajas
y el villano al tamboril.
BENITO.
Pudiera verte bailar
la misma hermosa Princesa.
JACINTA.
De haber bailado me pesa,
si es que te pude agradar.
Mejor, Benito, dijeras
la que te tuviera amor.
Pero si gusto te di
yo me quiero desquitar
con darte aqueste pesar.
BENITO.
No lo será para mí.
Ya es noria mi pensamiento;
mas tales vasos alcanza
los vacíos de esperanza
y los llenos de tormento;
pues en tal desconfiar
y luego en tal padecer,
¿qué males puedo temer?
¿qué bienes puedo esperar?
Haz, Jacinta, tan feliz
mi dicha, a mi amor responde,
que al mayordomo del Conde
pediré un rico tapiz,
y a las mulas las pondré
jáquimas de mil colores,
y de alfombras de labores
las estacas cubriré.
En almohadas labradas
de seda asentada irás;
desde allí me abrasarás,
si de abrasarme te agradas.
Haz esto, Jacinta mía;
seré en tu fuego crisol;
llevaré a Madrid el sol,
por si hiciere pardo el día.
Yo sé que su regimiento
me lo sabrá agradecer,
porque máscara y llover,
¿cómo puede dar contento?
Iré como sobre apuesta,
diciendo en mi carro nuevo:
¡Fuera!, ¡apártense, que llevo
el sol para aquesta fiesta!
¡Ea! voy a uncir.
Teresa,
en dos pollinos iremos,
que más a placer veremos
a la divina Princesa.
Sombreros con plumas bellas
en tocas de argentería;
manteos con bizarría;
sartas, perlas como estrellas.
¡Ea, vamos!
TERESA.
¡Qué porfia!
BENITO.
Óyeme, Jacinta, aguarda.
JACINTA.
¿Alfombrita sobre albarda?
¡Famosa caballería! (Tañan los MÚSICOS, y el que baila acabe esta cena.)
MÚSICOS.
¡Oh, qué bien que baila Gil
con las mozas de Barajas,
la chacona a las sonajas,
y el villano al tamboril! (Sale don CARLOS y MAYO, criado.)
Tal es el año de zorros.
Rogamos a Dios por santos,
a los viejos decir oigo;
mas no por tantos que ya
valga el vino a diez y ocho.
Brañigal es nombre antiguo
de este endemoniado arroyo,
de hoy más le llamo braguero,
en llegando me le pongo.
CARLOS.
¡Jesús mil veces! ¿Tenía
seso, Mayo, este demonio?
¿Hay tal cochero en el mundo?
¿Dónde llevaba los ojos?
¡Volcar el coche en el agua!
MAYO.
Bajó la cuesta furioso,
y tropezando en las piedras
volvióse a un lado, y vaciónos.
CARLOS.
¡Vive Dios, que fue milagro
mi paciencia en tanto enojo;
que el darle una cuchillada
fue, en saliendo, mi propósito!
A lo menos, de san Diego,
de quien eres tan devoto,
que caer sobre las piedras
era peligro notorio.
Yo en el agua parecía
tortuga echada en remojo;
a lo menos, bacallao,
pardo atún o bayo tollo.
No en balde temió Lisarda.
CARLOS.
Un corazón amoroso
es adivino del daño,
Mayo, que padece el otro.
MAYO.
¿Para qué me llamas Mayo?
CARLOS.
¿Pues qué nombre?
MAYO.
Abril lluvioso;
tal como yo estoy en agua,
tomara en vino un bizcocho.
CARLOS.
Mira si ha sacado el coche.
MAYO.
Allí le ayudaban todos;
pero entienden poco de agua
y todos se ayudan poco.
Sembrado está el campo en torno
de alcorzas y peladillas,
y todos hacen su agosto.
CARLOS.
¡Media legua de Madrid
tal desgracia!
MAYO.
Es fiero mostro
este arroyo que miras,
y paso tan peligroso,
que cuentan del mil desgracias,
traiciones, muertes y robos.
CARLOS.
¡Alto!, saquemos la ropa;
esta vez no cumplo el voto,
que ya con tantos azahares
me da la jornada asombro.
Alcalá, de noche ha sido
siempre lugar temeroso.
A Madrid me vuelvo, Mayo. -Silbos y grita, y un Hortelano.-
¿Qué grita es esta?
MAYO.
Esos monos
que deben de haber sacado
el coche del agua en hombros.
¿Qué hiciera más en el coso? (Salga.)
Apártense, caballeros,
que viene por esos olmos
un toro que han perseguido
de Madrid, algunos mozos,
en la vacada que tiene
la Villa en aquestos sotos,
para las fiestas que agora
hace de cañas y toros
a la Princesa de España.
CARLOS.
¿Toro agora tan furioso?
HORTELANO.
¿Cómo furioso? Por Dios,
que los hortelanos somos
de aqueste arroyo en las huertas
bastantemente animosos,
y que ha dado, por silbarle,
con algunos de nosotros,
muy lindas vueltas agora.
¿Por silbar? ¿Por eso es poco?
¡Cuál era para comedias
ese toro valeroso,
que hay pícaro que de un silbo
deja [a] un compañero tonto!
HORTELANO.
Aquí estaréis más guardados,
porque es un torillo hosco,
cual suele un recién casado
a pocas noches de novio:
herrado de las dos puntas,
arrugado y negro el rostro,
corto de cuello y de pies,
ancho y hundido de lomo,
después de mil rejonazos
con que da bramidos roncos,
un reguilero de plumas
le ofende el hocico romo.
Del jardín del Condestable
estos hidalgos briosos
salieron hoy a caballo,
como galeras en corso.
¡Bien lo han hecho! Mas, de seis,
vuelquen tres caballos solos,
y aun algunos gorgoranes
se han guarnecido de lodo.
¡Oh, hele allí!
¡Que por tan breve jornada
tan ignorante haya sido!
BENITO.
¡Oh, lo que os habéis perdido
por no haber visto la entrada
de la divina Isabel,
Princesa de España hermosa,
del cuarto Felipe esposa,
digna de engastarse en él!
Soy hombre, al fin, de labranza,
¡voto a mi sayo, Pascual!,
que estoy, aunque hablando mal,
por hablar en su alabanza.
Mas lo que entiendo advertid
para más grandeza suya.
ANTÓN.
Cuéntanos, por vida tuya,
lo que ha pasado en Madrid.
San Jerónimo del Prado,
que, cansado del desierto,
a ser palacio de reyes
subió su merecimiento,
vestido de luminarias,
como de estrellas el cielo,
que por sus torres antiguas
lugar sus almenas dieron,
dio, Pascual y Antón, la noche,
antes de entrar en su centro
este planeta divino,
a su grandeza aposento.
El sol, viendo que en Madrid
entraba Isabel, corriendo
cortinas de varias nubes
a su rostro y rayos bellos,
dejó todo pardo el día,
pues entra Isabel, diciendo:
”No he menester salir yo,
porque dos soles daremos
tanta luz, que, por ventura,
piense el concertado tiempo,
o que ella viene a ser sol
o que de ella envidia tengo.
Bajó, en fin, acompañada
este divino lucero
hasta las casas del Duque,
como al Occidente vemos
la luna en serena noche,
del espléndido ornamento
de sus brilladoras luces
del Norte, a su lumbre opuesto,
las Hélices, las dos Osas,
el Carro y la blanca Venus.
Allí la Villa aguardaba
cerca de un arco del cielo,
porque allí se apareció
y estuvo en dos horas hecho;
de un palio de blanca tela
dieciséis varas abrieron
una generosa calle
al sol, porque fuese dentro.
Los vestidos que llevaba
el ilustre regimiento
eran conformes al día,
que no ay más que encarecerlos,
y ya sabéis que Madrid
excede, como en el celo,
a muchas grandes ciudades
en riquezas, y deseos.
Formaron por dos hileras
las dos guardas, paralelos
al planeta que traía
luz a nuestro hesperio suelo.
Los bizarros españoles,
y los gallardos tudescos
llevaban, sobre amarillo,
blanco y rojo terciopelo;
allí sus dos capitanes,
y sus tinientes hicieron
el lugar, orden y plaza
que se fue siempre siguiendo:
atabales y trompetas,
del mismo color cubiertos,
parece que quién venía
iban delante diciendo:
”¿Cómo sabré yo pintaros
tan grande acompañamiento?”
Ignorante labrador,
que de sólo el campo entiendo,
no sé quién eran los grandes;
solamente decir puedo
que nadie en tan gran lugar
puede llamarse pequeño;
verdad es que conocí,
Pascual, al Conde, mi dueño,
con vestido regidor,
entre muchos caballeros;
aquel insigne Zapata,
cuyos blasones excelsos
tomó de los pies del sol,
aunque son blancos y negros;
el Conde, en fin, de Barajas,
como a señor conociendo,
me divirtió de los otros.
Pues con él me amanecieron
los rayos de un alba clara;
por sus heroicos abuelos,
por sus generosos padres,
cuyas grandezas hicieron
que en las de Alejandro y César,
callen el latino y griego.
Hablando en el Duque de Alba,
volví la cara a un mancebo
que estaba alabando al Duque
de Sesa, y Soma, diciendo:
”Aquí se cifró la gloria
de los Córdobas, que dieron
honra a España, fama al mundo
y al Rey Católico Reinos.”
Pero dejé de escucharle,
Pascual y Antón, os prometo,
por ver un Príncipe en quien
puso las partes el cielo
de mas grandeza y valor
que en muchos siglos se vieron.
Ya sabéis que yo no soy
pretendiente lisonjero,
porque más precio una flor
de un huertecillo que tengo,
que cuantas riquezas cubren
los doseles de sus techos.
No daré tan sólo un paso
por cuantos diamantes bellos
fueron pedazos del sol
que de sus rayos cayeron.
Pero dar justa alabanza
a grandes merecimientos
mi natural condición
me obliga, sin otro premio;
que vi, pues, tan gran señor,
otra vez a decir vuelvo;
el de Lerma y Denia digo,
con que digo cuanto puedo.
Mas porque ofenderse puede
que villano tan grosero
ose tomarle en la boca,
la sello con el silencio,
y porque después de ver
reyes de armas y maceros
uso de Castilla antiguo,
con reales instrumentos,
vi debajo de aquel palio
la flor de lis de los cielos:
la soberana Princesa,
por quien dimos igual peso
de estrellas, de sol, de perlas,
que con Isabel nos dieron.
Pintaros de qué manera
iba aquel ángel haciendo
cielo el palio, es dar a un vidrio
todo el resplandor de Febo;
si os pintara su vestido,
pudiera cualquier discreto
decirme: “¿En eso ocupaste
los ojos tan breve tiempo?
¿No era mejor ocupalle
en ver el rostro, el cabello,
las manos, la compostura,
el aire gentil del cuerpo?”
Pues a la fe que paré
más en su belleza atento
que en vestidos y diamantes,
y en el palafrén, soberbio
de verse con tanta dicha,
porque, a tenerle, sospecho
que, desvanecido y loco
perdiera el entendimiento.
Sus damas yuan después
con galanes, que quisieron
ver hablar francés a Amor,
y castellano al deseo.
La calle Mayor pasaron,
la Princesa bendiciendo
de ventanas y balcones,
cuantos verla merecieron;
porque pienso que llevó,
más que perlas y cabellos,
almas y ojos aquel día
en sus muchas gracias puestos.
Hicieron
en ella un arco de seda,
y los insignes plateros,
una calle toda de oro,
ostentación de sus pechos.
Y advertid que esta pintura
es solamente bosquejo,
que nadie gasta colores
si no hay agradecimiento. (Salen LISARDA, DON LUÍS y LAURENCIO con una carta.)
LAURENCIO.
Cuanto decís es verdad,
y conocida esta letra,
hasta el alma me penetra
el pensar mi soledad.
Lo que hasta agora encubrí
es fuerza que se descubra.
LUÍS.
Sí; pero no que se encubra
la prenda que vive aquí.
Ya no ay que disimular:
el Conde quiere su hija.
¿Pues no queréis que me aflija
de que falte del lugar?
A Madrid fue a ver la entrada
de la señora Princesa,
si su tardanza me pesa,
será disculpa escusada.
Demás que dicen que un toro,
de unos mozos perseguido,
vengado, puesto que herido,
en romper capas con oro,
trató mi Jacinta mal,
hasta derribarla al suelo,
al pasar del arroyuelo
que llaman de Brañigal.
¡Ay de mi!
LISARDA.
Si por amor
la habéis, buen hombre, escondido,
justa disculpa habrá sido,
mas no carece de error.
Considerad que mi hermano
no se irá de aquí sin ella.
LAURENCIO.
Puesto que será el perdella
mi muerte, tened por llano
que os he tratado verdad:
aquí hallaréis labradores,
de esta villa los mejores,
que os dirán mi calidad.
Benito, Pascual, Antón,
¿soy hombre yo de invenciones?
Pues ¿tú das satisfacciones,
Laurencio, de tu opinión?
Señores de aquí partió
Jacinta a Madrid; no ha vuelto:
de buscarla estoy resuelto,
que he de ser su esposo yo.
Esto del arroyo y toro
averiguaré lo que es,
porque ha dos años, y aun tres,
que sus desdenes adoro.
Mas ¿para qué la queréis?
LUÍS.
Buen hombre, cesad de hablar,
que no os habéis de casar
con Jacinta, ni podéis.
Jacinta es hija de un hombre
noble, que por ella envía.
BENITO.
Aunque la bajeza mía
no tenga de noble el nombre.
Bien la puedo merecer.
LISARDA.
Dejad eso labrador,
que ni entendéis su valor,
ni le podréis entender.
Benito, cesa de hablar,
que éstas son cosas tan altas
que será descubrir faltas
el pretenderla igualar.
Señores, la relación
vuestra y las cartas son ciertas:
un coche llegó a mis puertas
años ha, pasados son.
Aquesta niña traía:
mi mujer la recibió,
y el dueño me refirió
que por bautizar venía.
Dejáronme buen dinero,
porque a Italia se ausentaba;
y, supuesto que tardaba,
fue, en efecto, caballero.
Siempre acudió por Madrid
con lo que fue menester;
mas, en fin, por no saber
nombre que darle, advertid
que porque al cuello traía
un San Jacinto de oro
y diamantesm, el decoro
le guardé que le debía.
Y Jacinta la llamé.
No sé:
que, según ha sido el mal,
bien puedo decirlo así.
LUÍS.
¿Es ésta?
LAURENCIO.
Señores, sí.
LUÍS.
Muestra a su nobleza igual
la hermosura y gentileza.
LISARDA.
Dad los brazos a los dos,
y guarde mil años Dios
tan extremada belleza,
señora doña Jacinta.
JACINTA.
¿Cuál diablo de don? ¿qué es esto?
A la fe que me le han puesto
con alfiler o con cinta.
¿Tan enhorabuena fuimos
las dos a Madrid, Teresa?
LUÍS.
¿De esto os pesa?
JACINTA.
Más me pesa
del peligro en que nos vimos.
LAURENCIO.
Hija, vos no lo sois mía;
mirad que vienen por vos:
de dividirnos los dos
llegó, con mi muerte, el día.
Lagrimas son, estoy viejo;
bien me pagáis la crianza
con mi muerte.
Sí, hija: el que os engendró,
que yo solamente fui
el que con vos ha pasado
los trabajos que sabéis;
allá, en Italia, tenéis
quien me dejó su cuidado.
Que estos caballeros vienen
por vos; a Madrid iréis
con ellos, donde tendréis
los vestidos que convienen
a mujer tan principal.
Padre tenéis señoría,
que yo era vos, hija mía,
y vos envuelto en sayal.
Tierno estoy, tengo razón;
Dios os haga venturosa. (Váyase.)
LISARDA.
No lloréis, Jacinta hermosa,
aunque es justa obligación,
que aquí estaremos los dos
el tiempo que vos gustéis,
y cuando vais, si queréis,
irá Laurencio con vos.
No se ha de hacer cosa aquí
que a vuestro gusto no sea.
JACINTA.
Así es justo que lo crea,
y esto habéis de hacer por mí:
que es estar algunos días
en Barajas, por el llanto
de mi padre, y hasta tanto
que dispongo cosas mías.
Entrad porque descanséis,
y contaréisme quién soy.
LUÍS.
Palabra, Jacinta, os doy
de que iréis quando querréis:
LISARDA.
Un coche tenéis aquí.
JACINTA.
No me le nombréis, señora,
que pienso que paso agora
el peligro en que me vi.
Aunque por cierto que debo
a un caballero la vida.
TERESA.
Calla, que vienes perdida.
JACINTA.
No puedo, amiga, aunque pruebo. (Vanse.)
LISARDA.
¿No tiene buen parecer
nuestra bella labradora?
LUÍS.
No ve el Sol, en cuanto dora,
tan peregrina mujer. (Vanse,y salen PASCUAL y BENITO.)
¿Qué tenemos de amor?
Este es aquel labrador;
ya que no te has escusado
de venir mal disfrazado,
háblale luego, señor.
CARLOS.
Mayo, si Jacinta bella
me trajo el alma tras sí,
¿cómo puedo estar en mi,
mientras que no vuelvo a vella?
Pasaba Leandro vn mar,
rompiéndole con sus brazos,
por llegar a los abrazos
de quien le pudo obligar.
Ya en olas altas, ya en bajas,
una y muchas veces fue,
pues ¿por qué no pasaré
desde Madrid a Barajas.
Dos leguas son, todo es calle;
¿hay mar?, ¿hay montes de hielo?
MAYO.
No; pero hay un arroyuelo
que el diablo puede passalle.
CARLOS.
No le infames, que le debo
haber visto una mujer,
cuyos brazos pueden ser
laureles del rojo Febo.
Tal, en fin, que de Lisarda
a penas memoria tengo.
Yo, señor, con gusto vengo;
solamente me acobarda,
el venir a este lugar
a tratar cosas de amor
en casa de un labrador,
donde no puede faltar
mozo de siega y vendimia,
robusto, como del campo,
y su Roldán o Melampo
con su carranca de alquimia.
Perrazo que cuando ladra
ya tiene a un hombre en el suelo,
con presas, como un anzuelo,
que hasta el ánima taladra.
Pero con esta invención
que tienes imaginada,
no hay que temer.
CARLOS.
Todo es nada,
Mayo, en habiendo afición.
¡Dios os guarde!
No se entabla mal el juego,
pues disfrazados los dos,
no hay que temer al lugar.
CARLOS.
De noche, salir podremos
a donde a Jacinta hablemos.
MAYO.
Por ti se podrá cantar:
”Hortelano era Velardo
de las huertas de Valencia;
si ha de haber hambre, ¡paciencia!
Embutir lechuga y cardo.” (Váyanse, y salga Mendo, labrador viejo.)
MENDO.
Pascual me ha dicho que estás
con una tristeza extraña.
BENITO.
Pascual, padre, no te engaña,
y en mí verás lo demás.
MENDO.
¿Qué te importa el casamiento
de Jacinta?
BENITO.
En esa edad
no reina la voluntad,
más puede el entendimiento.
Pero, padre, en esta mía,
¿qué consuelo puede haber
para dejar de querer
lo que Jacinta querría?
Dicen que es hija…
Tú eres más noble también.
Y, llegada esta ocasión,
estoy, Benito, en efecto,
por romper, para un secreto,
las puertas del corazón.
Que no es mayor calidad
la suya.
BENITO.
Padre, no creas,
por lo bien que me deseas,
engañar mi voluntad.
Que si piensas remediarme
y con mentiras valerme,
será, por dicha, encenderme
con lo que intentas helarme.
MENDO.
Hijo, buen padre te dio
tu fortuna, y no extranjero,
sino español caballero,
que no soy tu padre yo.
Deudo en esa casa tiene
las armas de su blasón;
no perdieron opinión
por lo que a tocarlas viene.
Esto basta para ti,
y no me preguntes más.
No soy tu padre, que yace
en Madrid, en la capilla
del Conde.
BENITO.
No es maravilla
que mientas: de tu amor nace.
Oye, padre, dime el nombre.
MENDO.
Déjame, que ya me pesa
de haber hablado. (Vase.)
BENITO.
Aquí cesa
mi ser, pues que soy más hombre.
Animo, pues, pensamientos,
que si es aquesto verdad,
amor en mi calidad
hará menos fundamentos.
Demás, que si al caballero,
que hoy a mi huerta ha venido,
favor y consejo pido,
consejo y favor espero.
Si en calidad no hay ventajas,
y mi loco amor porfía,
o Jacinta será mía,
o se ha de perder Barajas.
Tú eres lindo Galaor,
no ves mujer que no quieras;
mas dime, hermano, ¿es de veras
tener a Jacinta amor?
LUÍS.
Si es hija del Conde Fabio,
y ya por fuerza heredera,
será justo que la quiera;
seré ,en pretendella, sabio.
Si la tengo de llevar
a mi casa, estando allí,
¿no es mejor que para mí
la intente solicitar?
Háblala, hermana, y dirás
que por ella estoy perdido;
cosa tan justa te pido,
que negarla no podrás.
Yo me retiro a esa huerta;
llévamela sola allá:
quizá el amor me dará
para estos principios puerta.
No examines aficiones,
porque es una ley amor
tan bárbara que, en rigor,
no le averiguan razones.
Yo veré si tengo en ti
tanta sangre como pienso.
¿Qué más que veros y hablaros,
aunque con las fénix prueben?
¿Qué te dice el casamiento?
TERESA.
Que no te estuviera mal,
con hombre tan principal,
si aquel nuevo pensamiento
no te tuviera tan loca.
JACINTA.
Teresa, en mi vida amé;
castigo, y muy justo, fue:
que amor por agravio toca.
¡Oh, qué bien me lo decías!
Mas dime, ¿a quién no obligara
hazaña tan noble y rara
en tantas desdichas mías?
Pues sacarme desmayada
y dejar de ir a Alcalá
por llevarme donde ya
fui curada y regalada
de sus hermanas hermosas,
¿a quién no pudo obligar?
TERESA.
Carlos es digno de amar,
por mil prendas generosas.
Mas, ya que has de ir a su casa
de don Luís, ¿no habrá remedio
de verle?
JACINTA.
Siempre halla un medio
quien de ciego amor se abrasa.
En la huerta de Benito
me ha dado por sobre escrito,
que está vuelto en labrador.
Porque le ha dado a entender
que fugitivo ha venido
de la corte, y se ha querido
de su persona valer.
Dice que es deudo del Conde,
y en esto dice verdad;
Benito, por amistad
en su enramada le esconde.
Véle a ver con un gabán,
y un escardillo en la mano,
porque en forma de hortelano
no le conozca Galván.
JACINTA.
Iré, sin duda, esta tarde. (Salen LISARDA y ISABEL.)
Lo que fuere pagaré;
no estéis, Jacinta, cobarde.
¿Qué traéis?
MAYO.
Tocas famosas
y cintas de mil maneras.
(¡Cielos!, ¿qué es esto? Por Dios,
que o tengo el mosto en la testa,
o es aquesta Lisarda.)
Señora, aquí un poco espera,
que voy hasta la posada;
verás una caja llena
de varias curiosidades:
El Escarramán, La venta
y hasta El pasar del arroyo.
JACINTA.
¡Ay, Dios! Si de eso me acuerdas,
cuéntame por desmayada.
LISARDA.
Buen hombre, escucha a la oreja.
MAYO.
Más quisiera que un alano
del Rastro me la mordiera,
LISARDA.
Mayo, ¿eres tú?
MAYO.
Yo soy Mayo;
mas tantas mayas me cercan,
que he de mayar como gato.
Carlos supo que aquí estabas,
y con este hábito y cesta
me mandó venirte a hablar.
LISARDA.
¿Ya está en Madrid?
MAYO.
Allá queda,
triste de no haberte hablado.
LISARDA.
Porque aquestos no lo entiendan
ven aquesta noche a hablarme;
aguardarete a la puerta,
que de todo lo que pasa
le quiero dar larga cuenta.
¿Tráesme carta?v
MAYO.
En la posada
la dejo; pero traerela
esta noche. Adiós.
ISABEL.
Mayo, escucha.
MAYO.
Cuando vuelva.
LISARDA.
Ya nos podemos partir:
prevenida está merienda
y algún entretenimiento.
Teresa, cuando ésta sepa
que quiero bien a don Carlos
¿qué importa?
TERESA.
Solo que tenga
envidia de tu buen gusto.
LISARDA.
Isabel, ¡brava fineza!
Carlos a Mayo me envía.
ISABEL.
Habrá sentido tu ausencia.
JACINTA.
¡Ay, Carlos!
LISARDA.
¡Ay, Carlos mío!
Ya estoy besando sus letras. (Sale [DON] CARLOS de Hortelano.)
CARLOS.
Amor, que siempre barajas
los bienes y males, ciego,
ya tienes casa de juego,
ya das naipes en Barajas.
Jugadoras de ventajas
son tus manos, que estos días
ganan las potencias mías,
pues, en efecto, te vales,
amor, de barajas tales
para tales fullerías.
Amor, ¿de quién te acompañas
para perder y ganar,
pues sólo en el barajar
echo de ver que me engañas?
No son honradas hazañas
ver de Lisarda la suerte
y barajarla de suerte
que llegue la de Jacinta:
figura que con su pinta
pudiese darme la muerte,
porque tomas mis cuidados,
en Barajas, tan a pechos:
pues jugar con naipes hechos
no es amor de hombres honrados;
si así los tienen cortados
en barajas de pesares,
ganaras cuanto repares,
pues en ellas juntos vi
los encuentros para ti,
y para mí los azares.
Barajas, y alzo por mano,
puesta en Madrid la mitad;
pero con tu habilidad
ha sido remedio en vano.
Poco en tus barajas gano,
pues juego temiendo ausencia
en Barajas, sin licencia,
adonde vengo a probar
la mano para ganar;
y si perdiere, paciencia.
Buen hombre, que Dios te guarde
y en verde hortaliza aumente,
¿no sabes que todo Oriente
viene a tu huerta esta tarde?
¿No sabes cómo Jacinta
viene a cubrilla de flores,
que son sus pies las colores
con que Abril los prados pinta?
¿Conócesla? Dime nuevas
de su hermosura y valor.
CARLOS.
(Cuando barajas, Amor,
todo lo tiras y llevas.
¡Este es don Luís! ¿Qué es aquesto?)
LUÍS.
¿No respondes, labrador?
CARLOS.
Estoy cavando, señor,
que me va la vida en esto.
Que venga Jacinta aquí,
y la tengáis afición,
me ha causado admiración;
nunca en Barajas os vi.
Pero mejor os dirá
mi amo lo que queréis,
pues en las eras que veis,
todo mi remedio está.
Que a la fe que me conviene
tener todo aqueste día
mas trabajo que solía.
¿Es este mozo que viene
el dueño de aquesta huerta?
CARLOS.
Y de los mozos mejores
de Barajas. (Sale BENITO.)
BENITO.
Sabed, flores,
que os traigo una nueva cierta.
La primavera ha llegado,
anticipada, en Jacinta,
de la que esperáis distinta,
pues de huerta os vuelve en prado.
Creced, los verdes cogollos,
porque al pasar de sus plantas
esmalten colores tantas.
CARLOS.
¡Qué buen año de repollos!
Pues que el perejil
picará como mostaza.
Mayo tarda, por la traza;
primero ha llegado abril.
Y muy vuestro servidor,
aunque el traje labrador
mal con el vuestro concierta.
Por Jacinta os vi venir,
y aunque lo tuve a pesar,
como al señor del lugar
os quiero y debo servir.
Estoy ya medio casado
con ella, que si hay ventajas,
del uno al otro en Barajas
mi hacienda las ha ganado.
Suplicoos humildemente
nuestra boda concertéis
y a Jacinta le roguéis
que me trate blandamente.
Que no habrá mes en el año
que os falte mi obligación,
desde la fruta al lechón,
mejor que la seda y paño.
Desde aquí sois mi padrino,
desde aquí sois mi señor.
LUÍS.
Hablad bajo, labrador,
que aún sois de nombrarla indigno.
Es muy principal señora
y espera mejor marido.
Es engaño conocido,
que Jacinta es labradora,
y como tal se crio;
y en su bautismo, mi padre,
si es mi padre, fue el compadre
que de pila la sacó.
Ella ha de ser mi mujer;
mirad si aquesto es verdad,
y, si no, el libro mirad.
CARLOS.
¡Oh, lo que este año ha de haber
de pepinos y borrajas!
LUÍS.
Buen hombre, cierto señor,
con secreto y con temor
la trajo niña a Barajas.
En fe de esto, la veréis
vestida, hermosa y gallarda,
ir con mi hermana Lisarda,
si duda en esto ponéis,
donde en Madrid vivirá,
conforme a quien es, casada.
Ya entiendo; no ignoro nada;
a buenas deshonras va.
Ya sé que hay ciertas mujeres
que en viendo una moza hermosa,
con su maña cautelosa
la prenden con alfileres
un doña Tal de Guzmán,
de Toledo o de Mendoza,
haciendo a una humilde moza
bastarda del Preste Juán.
Dan en la Corte con ella,
donde, por la novedad,
no hay colmena, esto es verdad,
con mas avispas en ella.
Luego la cubren diamantes,
fiados a buen pagar,
que son, después al cobrar,
más duros que fueron antes.
Luego hay casa con balcones,
luego hay destierros y vueltas;
pero en vueltas y revueltas
cogen muy lindos doblones.
Así será la mujer
que vuestra hermana llamáis,
con que a Jacinta engañáis,
que era labradora ayer.
Y vos, que ayudáis al caso,
seréis el galán primero.
No sé, villano grosero,
cómo el alma no te paso.
¿Hay malicia semejante?
¡Vive Dios que estoy…!
BENITO.
Teneos,
y en la huerta entreteneos,
pues sois de Jacinta amante.
Que agora habláis con ventajas;
traer mi espada es razón,
y conoceréis quién son
los mancebos de Barajas. .vase.
LUÍS.
Sin duda alguna, está loco
de amor de Jacinta bella;
mas ¿qué mucho, si por ella
es ya mi seso tan poco?
¡Hola! Tú, que cabizbajo
limpias tu verde hortaliza,
oye.
CARLOS.
El dimuño os atiza;
dejadme con mi trabajo,
que no me entiendo de amor. (Sale MAYO.)
Mayo viene; pero ya
se ha llevado abril la flor.
¿Qué hay, compañero? ¿tenemos
de lo dicho alguna traza?
¿Contertaráse la fruta,
irán a Madrid las cargas?
que hay otro merchante acá,
que diz que viene a comprarla.
MAYO.
Hortelano era Velardo
de las huertas de Barajas,
que los trabajos obligan
a lo que el hombre no basta.
Pasado el hebrero loco,
siembra para mayo trazas;
mas ninguna lleva flores:
aires de Madrid lo causan.
Todos soplan hacia acá;
no hay sino bajar la cara
mientras pasan estos cierzos
que vienen de las montañas.
CARLOS.
Ya lo entiendo, compañero,
y que engañó la esperanza,
porque quien la pone en huertas,
o le falta el sol o el agua.
No sé qué habemos de hacer
si tantos merchantes andan
para tan poca hortaliza.
Volver a Madrid mañana,
donde hay huertas sin peligro,
y entre melones y habas
sa venden nabos gallegos
y berenjenas zocatas.
No quiero huerta con noria,
adonde las bestias sacan
agua, tapados los ojos.
CARLOS.
¡Ay, Mayo, al amor retratan!
MAYO.
¡Ay, Abril, que viene agosto,
y cuánto siembras abrasa! (Salen Jacinta, Teresa, Lisarda y Isabel.)
LISARDA.
No seas, Jacinta, esquiva;
allí mi hermano te aguarda.
JACINTA.
Por ti le hablaré, señora.
LISARDA.
Entre tanto que le hablas,
me quiero yo entretener
entre estas hierbas y plantas,
hablando con su hortelano. (JACINTA, con DON LUÍS.)
JACINTA.
Aquí me ha dicho Lisarda
los favores que me hacéis.
Si favorece quien ama,
bien decís, porque os adoro. (LISARDA, con DON CARLOS.)
¡Ah, buen hombre, el que trabajas!
Entretén una mujer:
¿qué siembras?, dime, ¿qué cavas?
CARLOS.
Escardando estoy, señora,
por sacar las hierbas malas
que causan daño a las buenas.
LISARDA.
¿La cabeza no levantas?
Dame una lechuga de ésas.
CARLOS.
¿Estáis acaso preñada?
Tomad.
LISARDA.
Carlos, ¿qué es aquesto?
CARLOS.
Señora, tu amor lo causa.
LISARDA.
Mayo me dijo, mi bien,
que agora en Madrid quedabas.
CARLOS.
Por cogerte de repente
le dije que te engañara;
¿a que habéis venido aquí?
Es de un conde hija bastarda.
gran amigo de don Luís
cuando pasaron a Italia.
Por cartas viene por ella,
que ha de tenerla en su casa
hasta que llegue ocasión;
mas yo pienso que es llegada,
porque desde que la vio,
de tal manera se abrasa,
que casándose con ella
se ha de excusar de enviarla.
CARLOS.
¡Extraña historia, por Dios!
ISABEL.
¿Y tú, Mayo, no me hablas?
TERESA.
¡Ah, señor Mayo! ¿Así olvida
a las amigas?
MAYO.
Son tantas,
que no sabe un hombre a quién
vuelva aquesta hermosa cara.
Cuando llevo de Barajas
pan a Madrid, muchas veces
voy a venderle a su casa.
ISABEL.
Fabló bien su señoría.
JACINTA.
Señor don Luís, con la salva
debida a vuestro valor,
digo que fue mas temprana
ésa vuestra voluntad
de lo que pide la causa.
Ahora vamos a Madrid,
y yo voy a vuestra casa;
el tiempo y lugar es vuestro.
LUÍS.
Con esa dulce esperanza
vivirán mis pensamientos.
JACINTA.
No digo que os doy palabra,
sino que el tiempo dispone
cualquier cosa que se trata.
LUÍS.
Servicios, Jacinta, obligan;
tarde o luego premio alcanzan.
(Sale BENITO con espada desnuda y un gabán revuelto al brazo.)
BENITO.
Caballero de la Corte
que, vestido de arrogancia,
venís a quitarme el bien
que solicitan mis ansias,
y puesta, para un desnudo,
mano a la cobarde espada,
decís que me mataréis:
haced la huerta campaña
que no soy desigual vuestro,
aunque el sayal me disfraza,
que soy caballero noble
y sangre de los Zapatas.
¿Qué me miráis? Aquí estoy.
LUÍS.
¿Hay desvergüenza, hay infamia
como la de este villano?
¡Afuera! (Entren acuchillando.)
LISARDA.
¡A mi hermano matan,
Carlos! Al remedio voy.
CARLOS.
Señora, no tengo armas,
y ese villano es mi dueño.
¡Ah Jacinta!
En una cifra sucinta
parece que el cielo pinta
todas las luces en ella.
Si cortesana, tan bella;
tan bella, si labradora,
que de una suerte enamora
y estoy muriendo por ella.
GUZMÁN.
Con razón la quieres bien,
aunque estando ya en tu casa,
no sé cómo sufre y pasa
tu amor su injusto desdén.
LUÍS.
Téngala yo donde estén
mis cuidados obligando
su desdén, sirviendo, amando,
que amando y sirviendo creo
que vencerá mi deseo.
Pues entre, que ya tendrá
pesar, como yo paciencia. (Sale BENITO.)
BENITO.
Para pedir perdón…
LUÍS.
Alzaos del suelo.
BENITO.
Vengo, señor, tan triste y vergonzoso,
que al valor vuestro, del castigo apelo.
LUÍS.
Vos sois, Benito, un mozo valeroso.
BENITO.
De ofenderos me dio tal desconsuelo,
al punto que dejé de ser celoso,
que a mi padre pedí que negociase,
que humildemente a vuestros pies me echase.
Habló con mi señora, que, advertida
de mi arrepentimiento, os ha forzado.
LUÍS.
No me desagradaron en mi vida
los hombres del valor que habéis mostrado.
Valiente mozo sois.
Agora digo
que castigáis con eso mi locura.
Pensé que era Jacinta labradora,
y como al labrador es cosa dura
si el hidalgo sus cosas enamora,
hice tan desigual descompostura;
mas cuando conocí que era señora,
caí de su valor a mi bajeza,
que no hay distancia de mayor grandeza.
LUÍS.
Allí os cobré afición, y si mi casa
os puede ser en algo de provecho,
quedaos en ella.
BENITO.
Tanta merced pasa
del corto espacio de mi humilde pecho.
LISARDA.
Ya os quiero concertar.
BENITO.
Mi amor sin tasa,
merece la merced que me habéis hecho.
LISARDA.
Benito ha de serviros de hortelano,
que os importa el jardín este verano.
Entrad y le veremos;
aunque por mi descuido esa perdido.
BENITO.
Presto veréis queé alegre le ponemos.
ISABEL.
Valor de tu piedad, señora, ha sido
pacificar aquestos dos estremos.
LISARDA.
Es, Isabel, el labrador honrado.
ISABEL.
Y en talle y brío, para ser mirado. (Sale JACINTA ya vestida de dama, muy bizarra.)
JACINTA.
Dijéronme que querías
hablarme a solas un rato.
LISARDA.
Ya sabes tú lo que trato,
Jacinta, por tantos días.
Mi hermano te quiere bien,
y esto de Italia le enfada;
no estarás mal empleada
en su persona también.
Que me respondas querría,
si ha de tener esperanza.
JACINTA.
El tener desconfianza,
ya sobra de cortesía;
y porque sepas de mí
lo que mi desdén causó,
escucha, y sabrás que yo
no tengo la culpa.
Salí de Barajas
un lunes tirano,
por la vecindad
del martes aciago,
de ver codiciosa
la entrada y los arcos
que a la Princesa
de España trazaron
de Madrid deseos,
de su amor cuidados,
cifra del que tienen
todos sus vasallos.
Teresa, mi amiga,
me iba acompañando,
no en coches ilustres
ni en villanos carros,
porque dos pollinos
eran entoldados
de alfombras, literas
en que caminamos.
Sombreros con plumas,
sayuelos bizarros,
sartas y corales,
cintas y rosarios,
basquiñas de seda,
ricos pasamanos,
manteos con oro,
todo fue prestado.
Casi legua y media
del amor tratamos,
ri(y)endo yo entonces
lo que estoy llorando;
que todas sus flechas
no le aprovecharon
para que rompiese
mi pecho de mármol.
Labradores mozos
a perder llegaron,
por mi amor, el seso,
pero todo en vano.
Noches de San Juan
me colgaban ramos
de juncia y verbenas,
trébol y mastranzos.
No era amanecido,
cuando todo el mayo
en el horno ardía
de su amor burlando.
Si lloraba alguna
por su amor ingrato,
no era más mi amiga,
riendo su engaño.
Al pasar del arroyo…
No sé cómo basto
a nombrar, Lisarda,
quien causó mis daños...
Linde de una viña,
estaba un hidalgo,
caballero digo,
caballero honrado.
Dióle para el pecho
su espada Santiago,
y para los ojos
el alma sus rayos.
Su coche aguardaban
él y su criado,
vuelto en unas piedras,
que es terrible el paso.
El arroyo arriba,
por lo mas cercado
de viñas y huertas
y de álamos altos,
venía un torillo,
bravo y enojado,
si con los valientes
con mujeres, bravos.
Cerró con nosotras;
mas nuestros caballos
fueron como pollos
en viendo el milano.
Caí sobre el agua,
cubriome un desmayo,
bajó el caballero,
y, metiendo mano,
cortóle las piernas
y sacome en brazos;
púsome en su coche
con muchos regalos.
Desperté en Madrid;
en su casa entramos,
sacáronme en ella
sus hermanos, dando
aliento a mi vida
y a mi mal reparo.
En aquellos días,
me obligó don Carlos,
que este nombre tiene
el que adoro y amo.
Por mí fue a Barajas,
por mí fue hortelano,
por mí se olvidó
de antiguos cuidados,
que sólo me adora
me jura llorando.
Si no se lo creo,
que me passe un rayo,
y más como agora
en sangre le igualo,
con que es imposible
dejar de casarnos.
Esto que te fío
no sepa tu hermano,
que ese mismo día
me iré con don Carlos.
¿Puede haber otra mayor
desventura que la mía?
¡Ay!, que no en balde temía
esta jornada mi amor.
Desde que a don Carlos vi,
mis males adiviné,
y aquello que después fué
entonces pasó por mí.
Para adivinar mejor,
el alma de amor se vale,
que no hay sibila que iguale
a un alma llena de amor.
¿Qué haré? ¿qué medio hallaré
donde no ha de hallarse medio?
Mas si el morir es remedio,
remedio en morir tendré.
JACINTA.
Bien pienso que habéis sentido
el haberme declarado.
LISARDA.
Notable pena me has dado.
JACINTA.
Lo menos habéis oído:
porque me dijo Teresa
que estando yo desmayada…
LISARDA.
Basta, no me digáis nada,
que aun de lo dicho me pesa.
Es muy gallarda dama,
mi señora Lisarda,
la señora Jacinta.
LISARDA.
Es muy gallarda,
y más, cuando, al pasar del arroyuelo,
vino el torillo y derribola al suelo.
CARLOS.
¿Pues, cómo? ¿ha sucedido alguna cosa?
LISARDA.
Sábenlo hasta las mulas de algún coche,
¿y hacéisos vos de nuevas?
CARLOS.
No lo entiendo.
LISARDA.
¿Y cuando desmayada aquella rosa
os prestaba su nieve, y esa noche
al rayo de ese sol iba volviendo,
y estándole diciendo
amores al oído,
cobró con las palabras el sentido?
¿Era barro también?
Allá con la barajeña,
que en el estribo llevó,
hable el pícaro; que yo
soy cortés y madrileña.
MAYO.
¿Ballenata no dirá?
ISABEL.
Con mucha honra, belitre.
MAYO.
Mala pipa de salitre
te vuele.
ISABEL.
Soy nieve ya. (Vanse.)
LUÍS.
¿Qué os pareció de Jacinta?
CARLOS.
Que es prenda digna de vos.
LUÍS.
Adoro en ella, por Dios.
CARLOS.
Es tan ajena y distinta
del traje de labradora,
en que me dicen que estaba
cuando no se imaginaba
tan bien nacida y señora,
que a los que nunca la vimos,
parece que siempre fue
esto que agora se ve.
Por ella a Barajas fuimos
Lisarda y yo, y ese día
la vi con tantas ventajas,
que presumí que en Barajas
las selvas de Arcadia vía,
y en Jacinta, labradora,
la diosa que en blanco velo
es luna hermosa en el cielo
y en la tierra, cazadora.
Y pues ya con vos profeso,
don Carlos, tanta amistad,
y no ignoráis la verdad
de este notable suceso,
sabed que quiero casarme
y al Conde Fabio escribir
que se digne de venir,
si fuere su gusto, a honrarme;
pues me dijo que tenía
pretensiones en la Corte.
CARLOS.
Siempre lleva errado el norte
quien tiene al amor por guía.
Conozco la calidad
de Jacinta; mas ¿qué hacienda,
para hacerla vuestra prenda,
tenéis con seguridad?
¿Ha de heredar el estado
de su padre, por ventura?
La hacienda de su hermosura
me tiene mas obligado.
Pero, como natural,
Jacinta, y que fue su madre
más principal que su padre,
aunque él es muy principal
(porque, en efecto, murió
en posesión de doncella,
y aun me dicen que con ella
Fabio, al morir, se casó,
muerta la condesa ya,
con quien se caso después)
forzosa heredera es.
CARLOS.
Mayor el peligro está.
Que si os casáis sin su gusto,
por ventura, de enojado,
tomará de nuevo estado.
LUÍS.
Es ya viejo y no es robusto.
Demás que me quiere bien
y yo le pienso escribir.
Para ser hombre de bien
y merecer este nombre,
cinco cosas en un hombre
han de concurrir también:
Primero, tratar verdad
y vestir honestamente;
sustentar su casa y gente
en honra y autoridad.
En los públicos lugares
estar garve, cuerdo, honesto;
nunca en hombre descompuesto
si es hombre o bestia repares;
porque la descompostura
en el público lugar,
a pícaros se ha de dar,
que no a quien honra procura.
La quinta, Carlos, también
es el ser agradecido,
que si es ingrato, ha perdido
el nombre de hombre de bien.
Pienso que no lo será
vuestra nobleza conmigo.
CARLOS.
Yo seré tan vuestro amigo,
como el efeto dirá;
que quien su casa me dio
cuando fugitivo fuí,
tendrá en la mía y en mí
lo que entonces mereció.
Y que hayáis aquí venido
y no a mi casa, me pesa.
Esa mi amorosa empresa,
don Carlos, me trae perdido.
CARLOS.
¿Pues queréis bien todavía
a tan principal señora?
BENITO.
El alma no es labradora,
y amar lo que amé porfía.
Que si de un barro a un cristal
pasasen algún licor,
no muda especie, en rigor,
sino el lugar desigual.
CARLOS.
Tenéis tal entendimiento,
para en el campo criado,
que me habéis siempre admirado.
BENITO.
Nace de mi nacimiento.
Y hablando con vos, es bien
que en lengua discreta sea;
cuando en el campo me vea
hablaré en necio también.
¿No habéis visto que pretende
el vulgo en las cosas altas
poner muchas veces faltas,
porque es lengua que no entiende?
¿Y que, en hablándole en necio,
celebra lo que entendió?
Pues de aquesta suerte yo
de entrambas lenguas me precio.
Hablo discreto con vos,
y necio con mis iguales;
que aunque lenguas desiguales,
me importa saber las dos.
Finalmente, yo querría
que agora vos me ayudéis.
Este hombre, que me ha criado,
comenzaba a darme luz
de mi noble nacimiento.
Echélo entonces al aire,
pareciéndome donaire
y cosa sin fundamento;
mas dándome estos papeles,
toda la verdad leí,
y vos podéis verla aquí
con mis desdichas crueles.
Yo soy hijo natural
de don Esteban Zapata,
caballero de Madrid,
sangre antigua, ilustre y clara.
El modo con que en secreto
me criaron en Barajas,
no es para aqueste lugar;
sólo os diré que me espantan
tantas peregrinaciones
desde la primera barca,
que así se llama la cuna,
del mar de la vida humana.
Según esto, bien podré
con madre calificada,
como yo sé que es la mía,
de lo noble de los Vargas,
pretender una mujer
que en las fortunas me iguala,
en el modo del nacer
y en la rustica crianza.
Que, pues en un tiempo mismo
lo que tan secreto estaba,
como veis, descubre el cielo,
no debe de ser sin causa.
Apenas puedo, Benito,
hallar el alma ocupada,
lengua dispuesta; la lengua,
palabras; ni las palabras,
estilo que signifique
mi admiración; que no bastan
alma, palabras y lengua
a poder significarla.
Pero mira lo que dices,
que don Esteban Zapata
fue mi padre; y siendo ansí
lo que estos papeles tratan,
tú vienes a ser mi hermano.
BENITO.
¿Tu hermano?
CARLOS.
Es cosa tan clara
como los rayos del sol;
y en duda, Benito, abraza
este pecho, que si tienes
su sangre, yo sé que el alma
me lo dirá con las señas,
y el corazón, con las ansias.
BENITO.
Siempre me avisaba el mío,
pues sabes lo que te ama
desde el punto que te vi.
CARLOS.
No hay duda con señas tantas;
por mi hermano te confirmo.
BENITO.
Yo sé que en estas probanzas
hallarás que fue mi padre,
Carlos, el que tuyo llamas.
Hermano, de aquestas nuevas
solo las albricias faltan.
Ríome yo de los hombres
que un caballo, que una espada,
una pintura, una joya,
para su regalo guardan;
lo bueno, hermano, ha de ser
para el amigo que os ama,
para lo que bien queréis,
como aquella historia larga
de Apeles y de Alejandro
que hasta los niños la cantan.
Pues ansí será la nuestra.
La cosa más estimada
que yo he tenido es Jacinta,
y desde hoy, con manos francas,
te la doy; pero advirtiendo
que, si con ella te casas,
yo he llegado hasta sus labios
cuando estuvo desmayada,
al pasar de aquel arroyo;
pero esto no es de importancia
entre hermanos, pues lo somos.
Yo te agradezco que hagas
conmigo tan grande exceso.
CARLOS.
Haz cuenta que es darte el alma.
BENITO.
Pues, no, hermano, no la quiero,
que es historia muy cansada
ver que al pasar del arroyo
te llegue a la boca el agua.
La mujer que ha de ser propia
ha de estar en una caja
como el gusano de seda,
hasta ser paloma blanca.
Si fuiste abeja en su rosa,
que buen provecho te haga;
que lo que no fue posible
olvidar con la mudanza
de su traje, ni acabaron
sus desdenes y desgracias,
con lo que me has dicho sólo,
hoy para siempre se acaba.
CARLOS.
Muy delgado, hermano, eres:
a tales hombres despachan
por mujeres a Alcorcón,
que de barro se las hagan;
a Estremoz o a Talavera,
cuando han de ser vidriadas.
No se casan con melindres
los que tan ciegos se casan,
que es como beber con bota,
que lo que viene, eso tragan.
Pues, señor, yo he de beber,
si Dios el seso me guarda,
en un cristal de Venecia.
CARLOS.
Muchos he visto que andan
a buscar cristalerías
en que beber honra y fama,
y pasado el primer año,
los lleva un mozo a dar agua,
con un cabestro a un pilón,
donde las dejan tan claras
como suele el unicornio
con la virtud de sus armas.
Pero mira qué te digo:
que entrambos en esta casa
nos habemos de casar.
Yo haré el ramillete luego;
mas de violetas moradas,
que agora no hay otra flor.
CARLOS.
Por ser flor de amor, me agrada.
LISARDA.
Quisiera, vil caballero,
indigno de esta señal,
no ser mujer principal,
para en estilo grosero
reñir con vos muy de veras;
que después de ser ingrato,
quien usa grosero trato,
merece injurias groseras.
¿Todavía estáis aquí,
con desvergüenza tan clara,
enamorando en mi cara?
CARLOS.
Pues ¿vos me tratáis ansí?
LISARDA.
¿Cómo tengo de tratar
un hombre que me ha engañado,
habiéndole yo adorado?
CARLOS.
Dadme, señora, lugar
para dar satisfacción,
que el mas airado juez
oye al preso alguna vez.
¿Es esta la devoción
y promesa de San Diego?
¡Bien servido quedaría!
CARLOS.
¡Oídme, Lisarda mía!
LISARDA.
¿Que os oiga?
CARLOS.
Escucharme os ruego.
LISARDA.
¿Qué tengo ya que escuchar?
La novena me agradó,
que hasta el arroyo llegó,
pero no pudo pasar.
Vuélcanse en tales caminos
los coches por la intención,
y acuden a la oración
dos ninfas en dos pollinos.
Alfombrita de color,
jáquimas rojas a listas,
con borlas como legistas,
si hay algún asno y doctor.
Sombrero, plumas, manteo
y rebociño con oro,
y luego salir un toro
a despartir el torneo.
Cortarle la media cola,
sacar la tal del arroyo
y ponerla sobre un poyo
de vallico y amapola;
darle coche y, como en jaula,
gorjear bachillerías…
Parecen caballerías
del mismo Amadís de Gaula.
Mas esto, que yo temí
y que, en efecto, pasó,
¡pase!; que no digo yo
que no es bien que pase ansí.
Pero que vuesa merced
venga a requebrarla acá,
eso no lo mandará,
si nos ha de hacer merced.
Que basta que ya pasemos
porque a doña labradora
quiera y solicite agora,
sin que aposento le demos;
que ya ve que no es razón.
CARLOS.
¿Burlas, Lisarda? ¿Eso es justo,
y que te parezca injusto
cumplir con mi obligación?
El librar un caballero
de peligro una mujer,
y una jornada temer,
hecha con tan mal agüero,
y dar la vuelta a Madrid,
¿ha sido tan gran delito?
¿Quién te ha dicho, quién te ha ecrito
tal disparate?
¿Es el Cid
vuestra merced, por ventura,
Amadís o Esplandián
los que obligados están
a emprender toda aventura?
¿Pasó Urganda por allí?
¿Qué le dijo la doncella
de Dinamarca?
CARLOS.
Por ella
no lo intenté: fue por mí;
que esto debo al ser quien soy.
LISARDA.
Y el haberla regalado,
¿cómo queda disculpado?
CARLOS.
La misma disculpa doy.
Pero, si quieres quedar
satisfecha que te adoro,
da lugar, con tu decoro,
que pueda esta noche entrar
en tu aposento, y ordena
cómo lo entienda tu hermano:
verás si te doy la mano.
¿No me dirás lo que ha sido
darte don Carlos los brazos?
LISARDA.
Jacinta, aquellos abrazos
no se hubieran admitido
cuando no fuera por ti;
porque a don Carlos hablé,
y me dio palabra y fe
de no hablarte mas por mí:
que le dije que mi hermano
ya te llamaba mujer,
y que no era justo hacer
por un amor loco y vano,
burla a tan gran caballero.
JACINTA.
Pues no sé yo qué razón
te puso en obligación
de no respetar primero
la justa fidelidad
a mi secreto debida.
LISARDA.
¿No ves tú que es preferida
la sangre a toda amistad?
JACINTA.
Ha sido cosa muy necia;
que ha de ser don Carlos mío,
si sé hacer un desvarío.
LISARDA.
Sois de condición muy recia.
Como ha poco que dejastes
lo que Barajas os dio…
El vuestro será mayor,
por vuestra noble crianza.
Y componed vuestra lengua,
que estáis ya muy atrevida.
JACINTA.
Siendo yo tan bien nacida,
¿para qué me dais por mengua
no ser noble mi crianza?
Pero quiérome volver
donde nadie pueda hacer
traiciones a mi esperanza.
Úsase allá más verdad.
¡Oh, bien haya un verde prado,
adonde sirven de estrado
llaneza y seguridad!
¡Oh, bien haya un aposento,
en quien es tapicería
la limpieza y la alegría,
que es donde vive el contento!
No sé quien me trajo a mí,
aunque la vida me importe,
a esta noria de la corte.
LISARDA.
¿Ya es noria la corte?
JACINTA.
Sí.
Donde por calles y fuentes
son arcaduces sus coches,
que los días y las noches
reciben y vacían gentes,
¿Hacen aquí todo el año
mas que andar al rededor
unos tras otros?
Mejor
estábades con el paño
donde bailaba Antón Gil,
con las mozas de Barajas,
la chacona a las sonajas
y el villano al tamboril.
¡Válate Dios, por discreta!
Perdida estaba la corte,
a no venirle este norte
por la ordinaria estafeta.
JACINTA.
¿Hay aquí más de engañar
y cada uno atender
a lo que puede coger
para aumentarse y medrar?
¿Hay aquí más de vivir
apriesa y sacar de noche
un gran difunto en un coche,
sin acabar de morir
y apenas por la mañana
preguntar nadie por él?
LISARDA.
¡Oh, filósofa cruel
y académica villana!
¡El mundo viene a enmendar,
cuando ya el mundo se acaba! (Sale DON LUÍS)
Estás, Jacinta, de modo
que parece perlas todo
cuanto era antiyer sayal.
PASCUAL.
Dice la verdad Teresa:
en perla estás transformada,
y así te hacemos entrada
como, al fin, nuestra princesa.
A la fe, de talle estás,
que has hecho la Corte aldea,
porque aunque mas corte sea
eres tú cielo, que es más.
Un presente te traemos.
Como ese nombre me des,
bien pagados volveremos.
Sírvete de una ternera
y seis pares de capones,
tres cabritos, dos lechones.
LUÍS.
Eso parece que espera
alguna boda, Laurencio.
LAURENCIO.
Dios lo sabe; mas cantad
y a mi Jacinta alegrad,
mientras yo lloro en silencio. (Canten y bailen un labrador y una labradora.)
[LABRADOR Y LABRADORA]
Al pasar del arroyo
del Alamillo,
las memorias del alma
se me han perdido.
Al pasar del arroyo
de Brañigales,
me dijeron amores
para engañarme.
Pero con perderme
gano yo tanto,
que al amor perdono
tan dulce engaño.
Al pasar del arroyo
de Canillejas,
viome el Caballero;
antojos lleva.
¡Qué cansada impertinencia!
Tanto arroyo no cantéis,
que una tempestad haréis,
que se anegue la paciencia.
JACINTA.
Pues ¿qué te va en esto a ti?
LISARDA.
Mira, y yo te lo diré.
JACINTA.
Contigo a saberlo iré. (Vanse JACINTA y LISARDA.)
LUÍS.
Quedaos vosotros aquí,
que, pues es anochecido,
no quiero que allá volváis;
que lo que nos presentáis,
para todos se ha traído.
Conmigo habéis de cenar. (Vase DON LUÍS.)
LAURENCIO.
Mi amor obligado os queda,
para que esta noche pueda
despacio a Jacinta hablar.
Pascual, ¿no está muy hermosa?
PASCUAL.
¡Ay de quien perderla siente!
TERESA.
No ve el Sol por el Oriente
tal jazmín revuelto en rosa.
Ya se han quitado de aquí.
No sé para que concierta
don Carlos, aquesta noche,
esta amorosa quimera;
pues estando, como está,
la casa de gente llena,
cosa en que estriba el secreto,
temerariamente intenta.
¿Qué es aquesto, escura noche?
¿Más gente? Amor, ¿en qué piensas
cuando por tales peligros
llevas voluntades ciegas? (Salen DON CARLOS, y MAYO, rebozados.)
CARLOS.
¿De todo estás prevenido?
MAYO.
No hayas miedo que me duerma,
que aquí me convierto en lince.
CARLOS.
Aquí hay gente.
MAYO.
Pues tú llega,
que yo no aprendí a esgrimir,
porque me dijo mi abuela
que excusar las pesadumbres
era la cosa mas diestra.
Quien queda
solo y en tan gran peligro,
¿a qué escapatoria apela?
¡Que diese a un gato, en los pies,
el cielo tal ligereza,
que desde un tejado a otro
una pelota parezca,
y que un hombre como yo
un costal de arena sea!
Mirad lo que el tiempo ordena,
pues se ha vuelto palomar
casa de tanta nobleza. (Salga DON LUÍS echando afuera a MAYO y a ISABEL)
LUÍS.
¡Vive Dios, que he de vengar
de aquesta suerte mi afrenta!
MAYO.
Aquí de Dios, que me matan
por marido de la Vera.
LUÍS.
Lisarda, dos hombres veo
con espadas y rodeles,
y entrambos arrebozados:
uno, de quien tú confiesas
que es tu marido, y que serlo,
estando en mi casa, es fuerza;
otro al lado de Jacinta,
cosa en el concierto nueva.
Caballeros, esta sangre
nunca se manchó de afrenta.
¡Digan quién son!
Lo que los cielos conciertan,
¿por qué lo impiden los hombres?
Jacinta, hoy quiero que veas
que fue mi amor verdadero,
y tú, Lisarda, que sepas
que quien quiere hacer traición,
siempre alcanza parte de ella.
Los casamientos se hagan,
que yo, pues ha de ser fuerza,
quiero, con mas discreción,
casarme con la paciencia.
BENITO.
Aquí la comedia acaba,
cuya historia verdadera
pasó al pasar del arroyo;
los que quisieren, lo crean.