Alberto Navarro Viola (carta a su hermano Enrique)

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Tradiciones peruanas - Novena serie
Alberto Navarro Viola​
 de Ricardo Palma

(Carta A su hermano Enrique)


Si la carta del 7 de Febrero ha traído a mi corazón y a mi memoria el recuerdo de un antiguo compromiso:— juzgar á Alberto Navarro Viola como poeta, siquiera sea lacónicamente, ya que el recargo de ocupaciones no me deja tiempo para discurrir largo y menudo, como mi cariño desearía, al ocuparme del merecimiento literario de un joven a quien traté siempre con paternal cariño. Quede para otro disertar sobre el inteligente y estudioso bibliófilo que, con criterio de admirable rectitud, alcanzó, con la fundación del Anuario a ser en su patria, el aniquilador de la conjuración del silencio, conjuración que pesaba sobre los libros de los escritores noveles.

La juventud necesita de estímulos delicados y consejos sanos, y tal fué la noble tarea que el malogrado Alberto se impusiera y de la que usted, con plausible éxito, y no menos levantado propósito, es continuador entusiasta.

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Allá, por los años de 1876, llegó á mis manos un periódico bonaerense, que, en sus columnas de preferencia, traía unos versos con el título: — A mi hermana, en la primera página de las Armonías de Ricardo Palma.

Aunque la confesión auricular no entra en el reino de mis creencias, s riesgo de que los lectores argentinos me califiquen de inmodesto, voy á espontanearme con ellos, que de seguro han de ser para conmigo confesores de manga ancha. Y esta confianza mía en su benevolencia, nace de la fe que tengo en el personal aprecio, de que abrumadoras pruebas me han dado siempre los hijos de la patria de San Martín. Entremos, pues, de lleno en el capítulo de las confidencias.

Cuando por primera vez, y al pie de los citados versos, leí la firma de Alberto Navarro Viola, me dije:— He aquí un niño que será, para las letras de su patria, no de los llamados, sino de los escogidos.— Y dóime la enhorabuena por haber acertado en mi pronóstico, yo que, en augurios de esta naturaleza, me he chasqueado muya á menudo.

Desde su apellido me fué simpático Alberto. En mis días juveniles de marino, de proscrito y de viajero, había tenido ocasión de intimar amistad, en Guayaquil, con un distinguido abogado y hombre de letras. Habrá usted adivinado que me refiero a su excelente tío el doctor Navarro Viola, s quien su caballerosidad condujo a temprana muerte.

Cuando el presidente del Ecuador don Gabriel García Moreno realizó, en Jambelí, la horrible matanza de los jóvenes que contra su autoridad se rebelaron, encontró en la cartera del caudillo fusilado un billete sin firma, que así decía:

«Compadre: Acepto, y queda amarrada la pelea; pero le » advierto que mis gallos 5, 7 y 10 no son de a pico, sino »de navaja.»

—;Ah!— exclamó García Moreno.— Esto sólo Navarro Viola lo descifra

Muy pocas horas después estuvo el presidente de regreso (en Guayaquil, y su primera medida fué ordenar la prisión del hombre a quien, no sabemos con qué fundamento, atribuía la paternidad del billete.

García Moreno le exigió que rebelase los nombres a que correspondían las cifras 5, 7 y 10. Mi caballeresco amigo rechazó indignado la ultrajante exigencia y prefirió, á conservar una vida sin honra, un patíbulo honroso. Pocas horas después fué fusilado el hidalgo argentino. Quince días antes, regresando yo de Nueva York, estuve por pocas horas en Guayaquil y había estrechado su mano. Volvamos á Alberto.

El niño empezó á hacerse hombre, y en 1880, con una amable dedicatoria, recibí un precioso librito, edición autográfica, bautizado con el modesto título de Versos.

Aunque en esos primeros versos de Alberto abundaba la incorrección de forma, propia del principiante, encontré en ellos un poeta en germen. Sus rimas tenían todo el atractivo de la adolescencia, todo el tibio perfume de la juventud que aún no ha sido combatida por el huracán de las pasiones ni apurado la hiel de los desengaños y del infortunio.

Desde entonces principió nuestra amistad y correspondencia. Se estableció entre los dos constante cambio de ¡deas y sentimientos, y al través de la distancia, me acostumbré á leer en lo íntimo de su alma, como en libro abierto. Yo lo trataba con la llaneza un tanto socarrona de los viejos cuando se intiman con los jóvenes. Así lo alentaba en sus confidencias, y le daba los consejos sinceros que la experiencia y el afecto me dictaban.

Recuerdo con íntima tristeza que, en una de mis cartas, dos años antes de su muerte, le decía, á propósito de ciertas juveniles y legítimas aspiraciones políticas de que me hablaba:

—Calma, amigo mío; la política es manjar para gente gastada. Viva usted todavía con la vida del espíritu, y no envenene su alma tan temprano. No olvide usted que los jóvenes precoces viven poco.— Fatídico, tristísimo augurio de mi pluma.

Yo no sé si Alberto se lanzó ó no en esa candente arena de la política, matadora de las ilusiones y del entusiasmo, vida en que, a la postre, se ostenta

joven la faz y anciano el corazón;

vida de prosa y materialismo, vida de ideales, absurdos casi siempre, y en la que, como el médico que armado de escalpelo intenta adueñarse de los misterios del organismo humano, sólo se cosechan decepciones. En política, lo que nos imaginábamos oro, es oropel.

Los poetas no han nacido para la política. Dios no quiso hacer de ellos seres contradictorios. Son harto soñadores; y la política es, como la tumba, la más desconsoladora de las realidades. Lamartine, el gran poeta de las melancolías y dulzuras, fué el más infeliz de los políticos. Los pueblos no son el arpa de marfil que, pulsada por el bardo, produce melodías.

Quizá dirá usted, don Enrique, que se me ha ido el santo al cielo, y dirá bien. Esto tiene la condenada política, que al hablar de ella, siquiera sea por incidencia, nos trabuca el seso, y la pluma corre como corcel sin freno.

Para mí, Alberto supo fotografiar su adolescencia en un soneto que mereció, por entonces, crítica amarga, y que estimo infundada. El zoilo atendió más á lo convencional de la forma que a la espontaneidad de la expresión y a lo conceptuoso del fondo.

Voy á darme el gusto barato de copiarlo:


¿Cuál es su gusto, su afición, Alberto?

una mujer me preguntaba un 'día,

con ese tono de interés incierto

que puede ser cariño ó cortesía.


Y yo, con mi lenguaje siempre abierto,

llano como yo soy, la respondía:—

Me gusta mucho amar, soñar despierto,

comer arroz, sentir la poesía.


Me gusta alguna vez la buena copa

de Oporto, y más que todo la cerveza,

se entiende si es del norte de la Europa;


Me gusta toda clase de impresiones,

me gustan el durazno y la cereza...

V usted me gusta más que los bombones.


Todos los hombres hemos sido así, de los dieciséis á los veinte años, en esos risueños días que marcan la transición de la existencia del muchacho á la existencia del joven circunspecto. Alberto nos retrató con magistral ligereza á todos en ese soneto; y si algo hay en él exclusivamente suyo es el último verso, por lo culto de la galantería que expresa. Quizá no a todos los muchachos se les habría venido a la pluma el delicado piropo.

Posteriormente me envió Alberto un pequeño poema titulado Eduardo sobre el cual emití nada favorable juicio en carta que dirigí al autor, y que él dio á luz en la prensa bonaerense. Para mí, escribir poemas como el Eduardo es hacer un gasto estéril de fuerza intelectual, un derroche de sentimiento poético, es falsear la misión del poeta en las nacientes sociedades americanas. Quede á la Francia y á los pueblos viejos la literatura del escándalo. Hay sociedades que, como los hombres gastados, se alimentan, á imitación de los magnates romanos, en los días de corrupción y decadencia del gran imperio de los Césares, con manjares cargados de especias y salsas nauseabundas. La escuela literaria de Zola no puede ni debe aclimatarse en la América republicana. Nuestra manera de ser y nuestras aspiraciones son más ideales. Decimos, como los enemigos de ía cerveza, que hartas amarguras hay en la vida para saborear una más. Zola nos exhibe, en toda su desnudez repugnante, las debilidades, los errores, las miserias, las torpezas, las abominaciones todas de sociedades decrépitas, cacochimes, anémicas, por consecuencia del vicio. Las sociedades americanas, á Dios gracias, distan todavía mucho de familiarizarse con ese prosaico y execrable pandemónium. Aun tenemos el derecho de mirarlo todo por un prisma poético. Por eso reprobé, en Alberto, que empleara su claro talento en pintar escenas de pura fantasía, y para él completamente ignoradas por extrañas al centro social en que vivió. Afortunadamente para la gloria y renombre del poeta, no reincidió en el pecado.

En el tomito que publicó en 1882 es donde el poeta se exhibe ya con faz propia, sin amaneramiento ni timidez. Hay entonación robusta en los tercetos, de caprichosa estructura, con que dedica el libro:


A la memoria de mi madre santa—

jamás las peripecias del combate

que el ardimiento nubil agiganta,

te anuncien que mi espíritu se abate.


Juguete de la duda, el hombre canta

cuan.do su corazón, á cada embate,

con más viril aliento se levanta.


Pues hombre me educaste, á ti refluya.

si triunfo, el galardón de mi energía;

¡porque es la gloria de mis sueños tuya!


Yo no amo á los poetas que, olvidándose de su sexo, llenen pusilanimidades de mujer nerviosa y asustadiza, ó vacilaciones de coqueta. Yo quiero al poeta que, en los albores de la vida, es ante todo, hombre, y que, como Alberto, dice:


Permítame la suerte que merezca

batirme por mi patria y por mi dama,

lo mismo que en la edad caballeresca.


¡A meditar de pie! Por las colinas

vagando ó ascendiendo la montaña,

pensar al mismo tiempo que caminas.


Si marchas, el progreso te acompaña;

si te detienes, quedas atrasado,

y el muerto mar tu inteligencia baña.


Poeta, y poeta trascendental como Olegario Andrade. como Carlos Guido, como Rafael Obligado, como Ricardo Gutiérrez, como Palacio (Almafuerte), como Lugones, como Leopoldo Díaz y como Martín García Mérou, es, sin duda, el autor de los, por muchos conceptos, admirables cantos á Giordano Bruno y Dante Alighieri, que de paso sea dicho, son, en la forma, las más cuidadas y correctas de las poesías de Alberto. ¡Esos son versos! ¡Eso es poesía! ¡Así se escribe!— diría yo á mis discípulos si tuviera competencia para catedrático de literatura En esos dos cantos ha transparentado el poeta sus ideales políticos, sociales y religiosos. En nuestra joven América, el poeta está obligado á ser, ante todo, el cantor de la libertad y del derecho. Aunque pague tributo al amor y al ensueño, aunque se pierda en las áureas nebulosidades del infinito, su objetivo de combate ha de ser estigmatizar toda tiranía y todo abuso. Otra poesía es dublé y piedras falsas, y no riquísima joya del espíritu: es, como dijo un crítico, imitar en migajón de pan los mármoles y bronces de los grandes escultores.