Apuntes para la historia de Marruecos/VI

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RAS LOS CALIFAS de Córdoba vinieron á gobernar el Mogreb los príncipes Almorávides, de cuyos principios y grandeza dan larga razón las páginas del Cartas, que tan cuidadosamente va siguiendo este relato. En la parte meridional de Mauritania, tocando con el gran desierto de Sahara, habitaban tribus bárbaras que apenas tenían de mahometanas otra cosa que el nombre. Sabedor de tal ignorancia un cierto Abdalla-Ebn-Yasim, natural de Sus, doctísimo letrado, y movido por las exhortaciones de un peregrino de aquella tierra y de algunos de sus allegados y amigos, partió allá y predicó con gran celo y fortuna la doctrina alcoránica. Acudieron á oirle turbas innumerables de aquellas cabilas, y principalmente de las de Gudala y Lamtuna, las cuales mostraban tal fervor en su enseñanza, que Abdalla, conmovido y entusiasmado, dio en llamarles almorabitin[1] ó santos, de donde se derivó el apelativo de almorávides. Ni se contentó éste con la predicación religiosa, sino que poco á poco les fué comunicando los conocimientos y noticias que en ciencias y artes poseía. Luego los almorávides cobraron gran ambición, y determinaron salir de sus soledades y yermos, y extenderse por el mundo, viendo con la reciente cultura cosas que no habían imaginado, y deseando otras en que no habían parado mientes jamás. Caminaron, pues, formados en poderosa hueste hacia el interior de Mauritania; y como ésta estuviese á la sazón tan desvalida, porque los califas de Córdoba no podían ya acudir á ella, y por ser sobrado flacos los gobernadores ó príncipes tributarios de Fez, lograron en poco tiempo hacerse dueños de la mejor parte del territorio, señoreando también las costas y ciudades marítimas. Abu-Becr, su caudillo, viéndose en tal estado y apto para fundar una formidable potencia, determinó edificar ciudad nueva y á propósito para poner en ella su corte. Tal es el origen de la fundación de la gran ciudad de Marruecos, que hoy da nombre á todo el imperio.

Pero Abu-Becr no pudo llevar á ejecución sus altos pensamientos. Habiendo vuelto al desierto á combatir ciertas tribus enemigas de la suya, dejó encargadas las cosas del nuevo Estado á su primo Yusuf-Ebn-Taxefin, el cual se dio tan buenas artes, que, ganado el amor de los soldados y el respeto del pueblo, vencedor de muchas batallas y dueño de tesoros inmensos, no parecía ya posible despojarle del mando que interinamente tomara. Discreto anduvo Abu-Becr cuando al volver le cedió voluntariamente todas las tierras conquistadas en Mauritania, reservándose tan sólo el gobierno de las antiguas cabilas y las vecindades del arenal de Sahara, que fué convertir en virtud una necesidad invencible. Yusuf se apoderó de Fez, extendiendo de una parte y consolidando de otra sus conquistas. En vano Alcasim, hijo de Moanser, quiso disputárselas, porque con su levantamiento no logró otra cosa sino que la ciudad de Fez, donde se fortaleció, fuese entrada por armas y, muerto lo mejor de su vecindario, quedase desolada. Era Yusuf intrépido y temeroso de Alá, muy parco en la comida y de poca ostentación en vestidos y pompas mundanas; astuto y sabio, y tan ambicioso como apto para las conquistas y el gobierno de los pueblos. Dueño ya de Mauritania, y viendo que, rendido Toledo al rey Alfonso y amenazada Sevilla, no quedaba á los desdichados reyezuelos de España otro amparo que su alianza sin cesar implorada, determinó proseguir la ordinaria obra de los conquistadores, que es pasar el angosto estrecho, y someter á un propio cetro las fronteras orillas. No le faltó á Yusuf en esta empresa fortuna: desembarcó en la isla Verde y de allí en la costa de Tarifa, y adelantándose hasta Castilla y Extremadura, venció á Alfonso VI de Castilla en la jornada de Zalaca, tomó muchas ciudades cristianas, redujo á su obediencia los reyes moros de la tierra, y así pudo contarse en la hora de la muerte por señor de un imperio que remataba al Norte en la ciudad de Fraga, no lejos del Pirineo, y al Sur en los montes y yermos de la Etiopía. Sucedióle su hijo Alí, príncipe dignísimo de tal padre, aunque harto menos dichoso, el cual, refrenadas ciertas conspiraciones y revueltas, pasó á España á proseguir la guerra contra los cristianos. De allí le distrajo un levantamiento que, nacido de pequeños principios, amenazaba ya terribles efectos. Causábalo cierto Mohammed-Ebn-Tumert, natural de Sus-alacsa y de origen obscuro, aunque él se decía de familia árabe y descendiente del Profeta, y aun su Mahdí ó Mesías prometido. Éste, habiendo abrazado con frenética fe las máximas de Abu-Hamid, filósofo de Bagdad, que predicaba el conocimiento de un solo Dios y condenaba las ordinarias costumbres de los mahometanos, pretendiendo hacerlas más puras y santas, como fuese al propio tiempo de ánimo ambicioso y esforzado, determinó fundar imperio donde asentar y establecer su doctrina. Animóle en esta empresa el saber que Hamid, su maestro, solía decir de él en sus ausencias: «Conozco en la fisonomía y continente de ese extranjero, que el cielo le destina á fundar un imperio; si ahora va á los confines de Mauritania, allí ha de lograrlo sin duda alguna». Con esto vino Mohammed á Fez y luego á Marruecos, y, predicando, y á la par censurando los vicios de los reyes y xeques de la tierra, logró allegar inmenso gentío que por todas partes le seguía y le veneraba por santo. Entonces él, en recompensa de su celo, los decoró con el nombre de almohades ó unitarios. Alarmado el príncipe de los almorávides, Alí, le mandó salir de Marruecos, donde á la sazón estaba; mas no logró nada con eso, porque el impostor se aposentó en un cementerio, á las puertas de la ciudad, acompañado de Abdelmumen, su discípulo, y allí acudía mayor número de gente que antes á escuchar sus preceptos y oraciones. Determinada su muerte tampoco pudo lograrse, porque él, sabedor de tal intento, huyó hacia las montañas del menor Atlante. Allí habitaban los mazamudas, cabilas ignorantes y belicosas, las cuales, no solamente le dieron seguro, sino que á su voz se levantaron contra los almorávides y comenzaron á guerrear con ellos. Esto fué lo que supo Alí en España, donde había ilustrado su nombre con muchas victorias, entre otras la de Uclés, que costó la vida al infante don Sancho; y vuelto al África, convirtió todas sus fuerzas contra los almohades; pero fué tanta la fortuna de estos fanáticos innovadores que, rotas en campo sus aguerridas huestes, tuvo que reducirse á defender algunas fortalezas. Ni la muerte de Mohamad, el falso Mahdí, detuvo un punto las empresas de sus discípulos. Sucedióle en el imperio Abdelmumen, el más querido de ellos, quien se apoderó de toda la Mauritania; y luego, enviando guerreros escogidos á la parte de España, acometió las provincias que allí poseían los almoravides. Alí murió de tristeza, y su hijo Taxefin, no más afortunado que él, aunque valerosísimo y vencedor en muchas ocasiones de cristianos, gozó poco tiempo del mando. Traíanle harto apretado los almohades en la fortaleza de Oran, y como intentara sorprender con pocos de los suyos el campo de los sitiadores, las sombras de la noche, que escogió por confidentes, lejos de favorecer su empresa, le fueron muy adversas porque perdió el camino, y engañada con lo obscuro la mula que montaba, se despeñó por las alturas que dominan la playa. Allí, á la lengua del agua, pareció al día siguiente Taxefin horriblemente destrozado, príncipe famoso en nuestra historia y dignísimo de otra fortuna. Con lo cual, el señorío de los almohades no encontró apenas resistencia; Fez y Marruecos cayeron en sus manos, aunque no sin largos cercos y sangrientos combates, muriendo en la última de estas plazas Ybrahin-Abu-Yshac, hijo y heredero de las infelicidades de Taxefin. Sevilla y Málaga, Córdoba y Granada, que se mantuvieron algún tiempo contrarias, al cabo dieron entrada á los tenientes de Abdelmumen, y así el imperio vastísimo de los almorávides vino á poder de sus enemigos los almohades. Había durado aquel imperio ochenta y cuatro años, y cesó en el de 1145 de la Era cristiana.







  1. Quiere decir los que viven en las rábitas y hacen la guerra de frontera.