Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina/28

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Continuación del mismo asunto. El sistema de gobierno tiene tanta parte como la disposición de los habitantes en la suerte de los Estados. Ejemplo de ello. La República Argentina tiene elementos para vivir constituida[editar]

Los americanos del Norte, después de sacudir la dominación inglesa, malograron muchos años en inútiles esfuerzos para darse una constitución política. Varios de sus hombres eminentes elevaron objeciones tan terribles contra la posibilidad de una constitución general para la nueva República, que se llegó a creer paradojal su existencia.

Aunque de mejor tela que el nuestro, ese pueblo estuvo a pique de sucumbir bajo los mismos males que afligen a los nuestros hace cuarenta años. He aquí el cuadro que hacía de los Estados Unidos el Federalista, publicación célebre de ese tiempo: «Se puede decir con verdad que hemos llegado casi al último extremo de la humillación política. De todo lo que puede ofender el orgullo de una nación o degradar su carácter, no hay cosa que no hayamos experimentado. Los compromisos a cuya ejecución estábamos obligados por todos los vínculos respetados entre los hombres, son violados continuamente y sin pudor.

Hemos contraído deudas para con los extranjeros y para con los conciudadanos, con el fin de servir a la conservación de nuestra existencia política, y el pago no está asegurado todavía por ninguna prenda satisfactoria. Un poder extranjero posee territorios considerables y puertos, que las estipulaciones expresas lo obligaban a restituirlos hace mucho tiempo, y continúan retenidos en desprecio de nuestros intereses y derechos. Nos hallamos en un estado que no nos permite mostrarnos sensibles a las ofensas y repelerlas; no tenemos ni tropas, ni tesoro, ni gobierno. No podemos ni aun quejarnos con dignidad; sería necesario empezar por eludir los justos reproches de infidelidad que podría hacérsenos respecto al mismo tratado. España nos despoja de los derechos que debemos a la naturaleza sobre la navegación del Mississippí. El crédito público es un recurso necesario en los casos de grandes peligros, y nosotros parecemos haber renunciado a él para siempre. El comercio es la fuente de las riquezas de las naciones; pero el nuestro se halla en el último grado de aniquilamiento. La consideración a los ojos de los poderes extranjeros es una salvaguardia contra sus usurpaciones; la debilidad del nuestro no les permite siquiera tratar con nosotros; nuestros embajadores en el exterior son vanos simulacros de una soberanía imaginaria... Para abreviar detalles... ¿cuál es el síntoma de decrepitud política, de pobreza y anonadamiento de que puede lamentarse una nación favorecida, que no se cuente en el número de nuestras desgracias políticas?».

Ese era el cuadro de los Estados Unidos de Norte América ocho años después de declarada su independencia, y antes de sancionarse la Constitución que rige hasta hoy; su veracidad no debe parecernos dudosa, si advertimos que fue trazado por la pluma más noble que haya poseído la prensa de Norte América.

Esa pintura sería hiperbólica si la aplicáramos a la situación actual de la República Argentina en todas sus partes.

Luego el destino político de los Estados no depende únicamente de la disposición y aptitud de sus habitantes, sino también de la buena fortuna y acierto en la elección del sistema de gobierno.

Por la misma razón nuestros habitantes de la América del Sud, menos bien dispuestos que los de Norte América por sus antecedentes políticos, pueden no obstante ser capaces de un sistema regular de gobierno, si se acierta a elegir el que conviene a su manera de ser peculiar.

No hay pueblo, por el hecho sólo de existir, que no sea susceptible de alguna constitución. Su existencia misma supone en él una constitución normal o natural, que lo hace ser y llamarse pueblo y no, horda o tribu.

La República Argentina posee más elementos de organización que ningún otro Estado de la América del Sud, aunque se tome esto como paradoja a la primera vista.

No es cierto que la República Argentina se halle hoy en su punto de partida, no es verdad que haya vuelto a 1810. Cuarenta años no se viven en vano, y si son de desgracia, más instructivos son todavía.

Sobre este punto copiaré mis palabras de ahora cuatro años, confirmadas en cierto modo por el cambio reciente de Buenos Aires. La guerra interior que ha sufrido la República Argentina no es de esas guerras indignas por sus motivos y miras, hijas del vicio y manantiales de la relajación. Si los partidos argentinos han podido padecer extravío en la adopción de sus medios, en ello no han intervenido el vicio, ni la cobardía de los espíritus, sino la pasión, que aun siendo noble en sus fines, es ciega en el uso de sus medios.

Cada partido ha tenido cuidado de ocultar las ventajas de su rival... «Cuando algún día (decía yo en 1847), se den el abrazo de paz en que terminan las más encendidas luchas, ¡qué diferente será el cuadro que de la República Argentina tracen sus hijos de ambos campos! ¡Qué nobles confesiones no se oirán de boca de los frenéticos federales! Y los unitarios, ¡con qué placer no verán salir hombres de honor y corazón de debajo de esa máscara espantosa con que hoy se disfrazan sus rivales, cediendo a las exigencias tiránicas de la situación!».

Sin duda que la guerra es infecunda en ciertos adelantos, pero trae consigo otros que le son peculiares.

La República Argentina tiene más experiencia que todas sus hermanas del Sud, por la razón de que ha padecido como ninguna. Ella ha recorrido ya el camino que las otras principian. Como más próxima a Europa, recibió más presto el influjo de sus ideas progresivas, puestas en práctica por la revolución de Mayo de 1810, y más pronto que todas recibió sus frutos buenos y malos; siendo por ello en todo tiempo futuro, para los Estados menos vecinos del manantial transatlántico de los progresos americanos, lo que constituía el pasado de los Estados del Plata.

Un hecho importante, base de la organización definitiva de la República, ha prosperado al través de sus guerras, recibiendo servicios importantes hasta de sus adversarios. Ese hecho es la centralización del poder. Rivadavia la proclamó; Rosas ha contribuido, a su pesar, a realizarla. Del seno de la guerra de formas ha salido preparado el poder, sin el cual es irrealizable la sociedad y la libertad imposible.

El poder supone el hábito de la obediencia. Ese hábito ha creado raíces en ambos partidos. Dentro del país, el despotismo ha enseñado a obedecer a sus enemigos y a sus amigos; fuera de él, sus enemigos ausentes, no teniendo derecho a gobernar, han pasado su vida en obedecer. Esa disposición, obra involuntaria del despotismo, será tan fecunda en adelante puesta al servicio de un gobierno elevado y patriota en sus tendencias, como fue estéril bajo el gobierno que la creó en el interés de su egoísmo.

No hay país de América que reúna mayores conocimientos prácticos acerca de los otros, por la razón de ser él el que haya tenido esparcido mayor número de hombres competentes fuera de su territorio, muchas veces viviendo ingeridos en los actos de la vida pública de los Estados de su residencia. El día que esos hombres, vueltos a su país, se reúnan en asambleas deliberantes, ¡qué de aplicaciones útiles, de términos comparativos de conocimientos prácticos y curiosas alusiones no sacarán de los recuerdos de su vida pasada en el extranjero!

Si los hombres aprenden y ganan con los viajes, ¿qué no sucederá a los pueblos? Se puede decir que una mitad de la República Argentina viaja en el mundo, de diez a veinte años a esta parte. Compuesta especialmente de jóvenes, que son la patria de mañana, cuando vuelva al suelo nativo, después de su vida de experimentación, vendrá poseedora de lenguas extranjeras, de legislaciones, de industrias, de hábitos, que después serán lazos de inteligencia con los demás pueblos del mundo. ¡Y cuántos, a más de conocimientos, no traerán capitales a la riqueza nacional! No ganará menos la República Argentina con dejar esparcidos en el mundo algunos de sus hijos, porque esos mismos extenderán los gérmenes de simpatía hacia el país que les dio la vida que transmiten a sus hijos.

La República Argentina tenía la arrogancia de la juventud. Una mitad de sus habitantes se ha hecho modesta sufriendo el despotismo que ordena sin réplica, y la otra mitad llevando fuera la instructiva existencia del extranjero.

Las masas plebeyas, elevadas al poder, han suavizado -201- su fiereza en esa atmósfera de cultura que las otras dejaron, para descender en busca del calor del alma, que, en lo moral como en lo geológico, es mayor a medida que se desciende. Este cambio transitorio de roles ha de haber sido provechoso al progreso de la generalidad del país. Se aprende a gobernar obedeciendo, y viceversa.

¿Cuál Estado de América Meridional posee respectivamente mayor número de población ilustrada y dispuesta para la vida de la industria y del trabajo por resultado del cansancio y hastío de los disturbios anteriores?

Ha habido quien viese algún germen de desorden en el regreso de la emigración.

La emigración es la escuela más rica de enseñanza: Chateaubriand, Lafayette, Madama Staël, Luis Felipe, Napoleón III, son discípulos ilustres formados en ella.

Lo que hoy es emigración era la porción más industriosa del país, puesto que era la más rica; era la más instruida, puesto que pedía instituciones y las comprendía. Si se conviene en que Chile, el Brasil, el Estado Oriental, donde principalmente ha residido, son países que tienen mucho bueno en materia de ejemplos, se debe admitir que la emigración establecida en ellos ha debido aprender cuando menos a vivir quieta y ocupada. ¿Cómo podría retirarse, pues, llevando hábitos peligrosos?

Por otra parte, esa emigración que salió joven casi toda ha crecido en edad, en hábitos de reposo, en experiencia; se comete no obstante el error de suponerla siempre inquieta, ardorosa, exigente, entusiasta, con las calidades juveniles de cuando dejó el país.

Se reproduce en todas las Provincias lo que a este respecto pasa en Buenos Aires.

En todas existen hoy abundantes materiales de orden: como todas han sufrido, en todas ha echado raíz el espíritu de moderación y tolerancia. Ha desaparecido el anhelo de cambiar las cosas desde la raíz: se han aceptado muchas influencias que antes repugnaban, y en que hoy se miran hechos normales con los que es necesario contar para establecer el orden y el poder.

Los que antes eran repelidos con el dictado de caciques, hoy son aceptados en el seno de la sociedad de que se han hecho dignos, adquiriendo hábitos más cultos, sentimientos más civilizados. Esos jefes, antes rudos y selváticos, han cultivado su espíritu y carácter en la escuela del mando, donde muchas veces los hombres inferiores se ennoblecen e ilustran. Gobernar diez años es hacer un curso de política y de administración. Esos hombres son hoy otros tantos medios de operar en el interior un arreglo estable y provechoso.

Decir que la República Argentina no sea capaz de gobernarse por una Constitución, por defectuosa que sea, es suponer que la República Argentina no esté a la altura de los otros Estados de la América del Sud, que bien o mal poseen una Constitución escrita y pasablemente observada.

Las dificultades mismas que ha presentado la caída de Rosas, son una prenda de esperanzas para el orden venidero. El poder es un hecho profundamente arraigado en las costumbres de un país tan escaso en población como el nuestro, cuando es preciso emplear cincuenta mil hombres para cambiarlo. Lo hemos cambiado, no destruido en el sentido del poder. El poder, el principio de autoridad y de mando, como elemento de orden, ha quedado y existe, a pesar de su origen doloroso. La nueva política debe conservarlo en vez de destruirlo.

La disposición a la obediencia que ha dejado Rosas, puede ser uno de esos achaques favorables al desarrollo de nuestra complexión política, si se pone al servicio de gobiernos patriotas y elevados.

Nuestra política nueva sería muy poco avisada y previsora, si no supiese comprender y sacar partido en provecho del progreso del país, de los hábitos de subordinación y de obediencia que ha dejado el despotismo anterior.

¿Por qué dudar, por fin, de la posibilidad de una constitución argentina, en que se consignen los principios de la revolución americana de 1810? ¿En qué consisten, qué son esos principios representados por la revolución de Mayo? Son el sentido común, la razón ordinaria aplicados a la política. La igualdad de los hombres, el derecho de propiedad, la libertad de disponer de su persona y de sus actos, la participación del pueblo en la formación y dirección del gobierno del país, ¿qué otra cosa son, sino reglas simplísimas de sentido común, única base racional de todo gobierno de hombres? A menos, pues, que no se pretenda que pertenecemos a la raza de los orangutanes, ¿qué otra cosa puede esperarse para lo venidero que el establecimiento de un gobierno legal y racional? Él vendrá sin remedio, porque no hay poder en el mundo que pueda cambiar a los argentinos de seres racionales que son en animales irreflexivos.