Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina/32

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Continuación del mismo objeto. Sin nueva población es imposible el nuevo régimen. Política contra el desierto, actual enemigo de América[editar]

Sin población y sin mejor población que la que tenemos para la práctica de la república representativa, todos los propósitos quedarán ilusorios y sin resultado. Haréis constituciones brillantes que satisfagan completamente las ilusiones del país, pero el desengaño no tardará en pedirnos cuenta del valor de las promesas; y entonces se verá que hacéis papel de charlatanes cuando no de niños, víctimas de vuestras propias ilusiones.

En efecto, constituid como queráis las Provincias argentinas; si no constituís otra cosa que lo que ellas contienen hoy, constituís una cosa que vale poco para la libertad práctica. Combinad de todos modos su población actual, no haréis otra cosa que combinar antiguos colonos españoles. Españoles a la derecha o españoles a la izquierda, siempre tendréis españoles debilitados por la servidumbre colonial, no incapaces de heroísmo y de victorias, llegada la ocasión, pero sí de la paciencia viril, de la vigilancia inalterable del hombre de libertad.

Tomad, por ejemplo, los treinta mil habitantes de la Provincia de Jujuy; poned encima los que están debajo o viceversa; levantad los buenos y abatid los malos.

¿Qué conseguiréis con eso? Doblar la renta de seis o doce mil pesos, abrir veinte escuelas en lugar de diez, y algunas otras mejoras de ese estilo. Eso será cuanto se consiga. Pues bien, eso no impedirá que Jujuy quede por siglos con sus treinta mil habitantes, sus doce mil pesos de renta de aduana y sus veinte escuelas, que es el mayor progreso a que ha podido llegar en doscientos años que lleva de existencia.

Acaba de tener lugar en América una experiencia que pone fuera de duda la verdad de lo que sostengo, a saber: que sin mejor población para la industria y para el gobierno libre, la mejor constitución política será ineficaz. Lo que ha producido la regeneración instantánea y portentosa de California no es precisamente la promulgación del sistema constitucional de Norte América. En todo Méjico ha estado y está proclamado ese sistema desde 1824; y en California, antigua provincia de Méjico, no es tan nuevo como se piensa. Lo que es nuevo allí y lo que es origen real del cambio favorable, es la presencia de un pueblo compuesto de habitantes capaces de industria y del sistema político que no sabían realizar los antiguos habitantes hispano-mejicanos. La libertad es una máquina, que como el vapor requiere para su manejo maquinistas ingleses de origen.

Sin la cooperación de esa raza es imposible aclimatar la libertad y el progreso material en ninguna parte.

Crucemos con ella nuestro pueblo oriental y poético de origen, y le daremos la aptitud del progreso y de la libertad práctica, sin que pierda su tipo, su idioma, ni su nacionalidad. Será el modo de salvarlo de la desaparición como pueblo de tipo español, de que está amenazado Méjico por su política terca, mezquina y exclusiva.

No pretendo deprimir a los míos. Destituido de ambición, hablo la verdad útil y entera, que lastima las ilusiones, con el mismo desinterés con que la escribí siempre. Conozco los halagos que procuran a la ambición fáciles simpatías; pero nunca seré el cortesano de las preocupaciones que dan empleos que no pretendo, ni de una popularidad efímera como el error en que descansa.

Quiero suponer que la República Argentina se compusiese de hombres como yo, es decir, de ochocientos mil abogados que saben hacer libros. Esa sería la peor población que pudiera tener. Los abogados no servimos para hacer caminos de fierro, para hacer navegables y navegar los ríos, para explotar las minas, para labrar los campos, para colonizar los desiertos; es decir, que no servimos para dar a la América del Sud lo que necesita. Pues bien, la población actual de nuestro país sirve para estos fines, más o menos, como si se compusiese de abogados. Es un error infelicísimo el creer que la instrucción primaria o universitaria sean lo que pueda dar a nuestro pueblo la aptitud del progreso material y de las prácticas de libertad.

En Chile y en el Paraguay saben leer todos los hombres del pueblo; y sin embargo son incultos y selváticos al lado de un obrero inglés o francés que muchas veces no conoce la o.

No es el alfabeto, es el martillo, es la barreta, el arado, lo que debe, poseer el hombre del desierto, es decir, el hombre del pueblo sudamericano.

¿Creéis que un araucano sea incapaz de aprender a leer y escribir castellano? ¿Y pensáis que con eso sólo deje de ser salvaje?

No soy tan modesto como ciudadano argentino para pretender que sólo a mi país se aplique la verdad de lo que acabo de escribir. Hablando de él, describo la situación de la América del Sud, que está en ese caso toda ella, como es constante para todos los que saben ver la realidad. Es un desierto a medio poblar y a medio civilizar.

La cuestión argentina de hoy es la cuestión de la América del Sud, a saber: buscar un sistema de organización conveniente para obtener la población de sus desiertos, con pobladores capaces de industria y libertad, para educar sus pueblos, no en las ciencias, no en la astronomía -eso es ridículo por anticipado y prematuro-, sino en la industria y en la libertad práctica.

Este problema está por resolverse. Ninguna República de América lo ha resuelto todavía. Todas han acertado a sacudir la dominación militar y política de España; pero ninguna ha sabido escapar de la soledad, del atraso, de la pobreza, del despotismo, más radicado en los usos que en los gobiernos. Esos son los verdaderos enemigos de América; y por cierto que no les venceremos como vencimos a la metrópoli española, echando a Europa de este suelo, sino trayéndola para llevar a cabo, en nombre de América, la población empezada hace tres siglos por España. Ninguna República sirve a esta necesidad nueva y palpitante por su constitución.

Chile ha escapado del desorden, pero no del atraso y de la soledad. Apenas posee un quinto de lo que necesita en bienestar y progreso. Su dicha es negativa; se reduce a estar exento de los males generales de América en su situación. No está como las otras Repúblicas, pero la ventaja no es gran cosa; tampoco está como California, que apenas cuenta cuatro años. Está en orden, pero despoblado; está en paz, pero estacionario. No debe perder, ni sacrificar el orden por nada; pero no debe contentarse con sólo tener orden.

Hablando así de Chile, no salgo de mi objeto; sobre el terreno hacia el cual se dirigen todas las miradas de los que buscan ejemplos de imitación en la América del Sud, quiero hacer el proceso al derecho constitucional sudamericano ensayado hasta aquí, para que mi país lo juzgue a ciencia cierta en el instante de darse la constitución en que se ocupa.

Pero si el desierto, si la soledad, si la falta de población es el mal que en América representa y resume todos los demás, ¿cuál es la política que conviene para concluir con el desierto?

Para poblar el desierto son necesarias dos cosas capitales: abrir las puertas de él para que todos entren, y asegurar el bienestar de los que en él penetran; la libertad a la puerta y la libertad dentro.

Si abrís las puertas y hostilizáis dentro, armáis una trampa en lugar de organizar un Estado. Tendréis prisioneros, no pobladores; cazaréis unos cuantos incautos, pero huirán los demás. El desierto quedará vencedor en lugar de vencido.

Hoy es harto abundante el mundo en lugares propicios, para que nadie quiera encarcelarse por necesidad y mucho menos por gusto.

Si, por el contrario, creáis garantías dentro, pero al mismo tiempo cerráis los puertos del país, no hacéis más que garantizar la soledad y el desierto; no constituís un pueblo, sino un territorio sin pueblo, o cuando más un municipio, una aldea pésimamente establecida; es decir, una aldea de ochocientas mil almas, desterradas las unas de las otras, a centenares de leguas. Tal país no es un Estado; es el limbo político, y sus habitantes son almas errantes en la soledad, es decir, americanos del Sud.

Los colores de que me valgo serán fuertes, podrán ser exagerados, pero no mentirosos. Quitad algunos grados al color amarillo, siempre será pálido el color que quede. Algunos quilates de menos no alteran la fuerza de la verdad, como no alteran la naturaleza del oro. Es necesario dar formas exageradas a las verdades que se escapan a vista de los ojos comunes.