Cancionero (Petrarca)/Callar no puedo, y temo que ahora cante

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Callar no puedo, y temo que ahora cante
contraria al corazón la lengua mía
que hacer honor querría
a su señora que en el cielo atiende.
¿Come podré pintar, si Amor no guía,
con voz obra divina semejante,
si soy mortal amante,
y dentro de sí ella tal aprehende?
En la bella prisión, que ya no esplende,
poco llevaba el alma retenida,
cuando fue el tiempo en que la vi primero;
y así corrí ligero
(que era el abril del año y de mi vida)
a recoger las flores que allí hubiese,
pensando que a sus ojos tal pluguiese.

El muro era alabastro, oro el tejado,
marfil puerta, y ventana era zafiro,
por que el primer suspiro
me entró en el pecho, como hará el postrero.
De allí salió de Amor certero tiro
de flecha y fuego; por que aún cuitado,
de laurel coronado,
tiemblo, como si fuese ahora, y me altero.
Como un diamante firme, siempre entero,
se veía en mitad soberbio asiento,
donde era mi señora peregrina;
ante una cristalina
columna que mostraba el pensamiento
dentro escrito y que tal lo traslucía,
que a un tiempo alegre y triste me volvía.

Vine ante al arco hiriente a tropezarme,
ante aquel victorïoso pendón verde
contra el que en campo pierde
Jove y Apolo y Polifemo y Marte,
donde es el llanto siempre fresco y verde,
y, no pudiendo entonces ampararme,
preso dejé llevarme
donde no sé para salir el arte.
Mas como aquel, que cuando llora y parte,
ve cosa que alma y ojos acapara,
así a ella, por quien soy yo prisionero,
sobre un balcón frontero,
que fue en sus días cosa única y rara,
vi mirar con afán tan encendido,
que a mí mismo y mi mal puse en olvido.

En tierra yo, y al cielo el pecho puesto,
dulcemente olvidado de otra cura,
mi animada figura
sentía hacerse mármol de perpleja,
cuando presta mujer, de sí segura,
vieja en la edad y joven en el gesto,
viéndome atenta en esto,
con gesto de la frente y de la ceja
me dijo: «Que te dé consejo deja,
que tengo más poder del que tú crees;
y a un punto sé dar pena y dar contento,
más ligera que el viento,
y rijo y muevo cuanto al mundo vees.
Ten a aquel sol como águila la vista;
la oreja ten a mis palabras lista.

»El día que nació, las dos estrellas
que inducen más feliz y buen efecto,
en su alto trayecto,
convergieron en plácida armonía;
Venus y Jove con benigno aspecto
ocupaban las regiones más bellas;
y las fieras centellas
de sí el cielo desterrado había.
Jamás el sol os dio más bello día;
todo el aire y la tierra se alegraba,
llevaba el agua paz desde las cumbres.
Entre propicias lumbres
sólo lejana nube disgustaba;
la cual temo que en llanto se resuelva,
si no es que la piedad el cielo vuelva.

»Cuando ella vino hasta esta baja tierra,
que no fue digna nunca de tenerla,
novedad era verla,
ya santísima y dulce, aunque aún acerba,
engaste de oro fino en blanca perla;
y a gatas o con torpe pie que aún yerra
leño, agua, piedra o tierra
hacía verde, clara o suave, y hierba
con las palmas y pies fresca reserva;
y florecer sus ojos las arenas,
y sosegar el viento y el torrente
su voz aún balbuciente,
con lengua que la leche dejó apenas;
mostrando al mundo sordo y ciego en claro
de cuánta luz del cielo era ella faro.

»Después que, de virtud y edad madura,
llegó a la mocedad que flores presta,
tanta belleza apuesta
jamás vio el corazón como en aquella:
los ojos llenos de alegría honesta
y el habla de consuelo y de dulzura.
Que no hay lengua que augura
cuanto tú sólo conociste de ella.
Tanta luz celestial su faz destella,
que ciega vista que la vio de frente;
y aquella su prisión bella terrena
de tal fuego te llena
que nunca ardió otro tal más dulcemente.
Mas creo que su súbita partida
causa te sea al fin de amarga vida.»

Dicho lo cual, a su voluble rueda
volvió, donde ella hila nuestro estambre,
triste y cierta adivina de mis daños;
pues, tras no muchos años,
esa, por quien del fin hoy tengo hambre,
mató acerba la Muerte, canción mía,
que acabar más belleza no podía.