Carta de Fígaro a don Pedro Pascual de Oliver, gobernador civil interino de la provincia de Zamora
Muy señor mío: En la Revista del 20 del que expira he leído un comunicado de usted fecho en Zamora, en que trata de la «real orden, relativa a correos, tan amargamente criticada por mí en mi reciente carta, titulada Buenas noches».
¿Conque es usted, señor don Pedro Pascual Oliver, el responsable de los defectos de aquel corto escrito? ¿Conque usted era oficial de la secretaría de la Gobernación del Reino y encargado en ella del negociado de correos? Doy a usted, señor don Pedro, doyme a mí, y doy a la Secretaría de la Gobernación del Reino la más completa enhorabuena.
Dice usted que no puedo «menos de conocer que es imposible que el señor secretario del Despacho se pare a corregir el estilo del crecido número de reales órdenes que firma cada día».
Así es la verdad, señor don Pedro. Ya se me alcanza que es «imposible que el señor secretario del Despacho se pare», ni a corregir ni a nada, y más con ese «crecido número» de reales órdenes, y de reformas, y de disposiciones luminosas que nos está dando todos los días, y que han de ser la base de la futura felicidad de la patria. Y por eso decía yo en mi folleto: «¿No sería bueno que se comenzasen a emplear en los Ministerios gentes que supiesen ya leer por lo menos y escribir?».
Y cierto que esto, señor don Pedro, nunca lo pude decir por usted, de quien es notorio que sabe por lo menos escribir; de cuya existencia confieso que no tuve jamás, hasta la publicación de su carta, la menor sospecha, y de quien por lo tanto difícil me hubiera sido hablar en ninguna de mis cartas.
¡Así supiera usted leer, señor don Pedro, como sabe usted escribir!, que en ese caso hubiera leído como debía mi folleto, porque quiero mejor pensar que no sabe leer que no que tiene mala fe. Vea usted si me inclino a todo lo que es favorecer a usted, o más bien a hacerle justicia.
Dice usted hablando de mí: «Fígaro hace anónimos los sustantivos “riesgo” y “peligro”». Entendámonos, si podemos, señor don Pedro Pascual de Oliver. Esa palabra «anónimos» que veo estampada en la Revista, ¿es usted también el solo responsable de ella, o es cosa de la imprenta de don Emilio Fernández de Angulo, a cargo de don M. Macías? Soy tan su amigo de usted, que doy de barato que es yerro de imprenta, y que usted quiso decir «sinónimos». De acuerdo sobre esto, le responderé francamente que yo no necesitaba, como usted, recurrir al diccionario de la lengua para no hacer «sinónimos» los vocablos «riesgo» y «peligro», y esto es tan cierto que, precisamente porque no lo son, critiqué en esta parte la real orden de que «es usted autor o escritor, o como quieran llamarle a usted los señores redactores de la Revista-Mensajero», según dice en su carta; a propósito de lo cual, puedo asegurar a usted que los señores redactores de la Revista-Mensajero no querrán llamarle a usted ni «autor» ni «escritor»; porque el autor es el que inventa, y seguramente, sea dicho en honor de usted, usted no ha inventado la real orden, ni ninguna otra cosa, la pólvora inclusive; por tanto no es tal autor de la dicha orden; y eso, lo repito, le hace a usted mucho honor; el «escritor» es el que escribe ideas suyas, y como usted no escribió en la tal real orden ninguna idea suya, dirán los señores redactores de la Revista que usted no hizo más que «redactarla», y si tal dicen, como presumo, por mi vida que aciertan.
Y aquí no vendría mal advertir a usted de paso que en punto a responsabilidad es sólo responsable de toda cosa escrita quien la firma; y por eso habrá usted oído decir tal vez, «no bebas agua que no veas ni firmes carta que no leas»; lo cual digo ahora, no para usted, señor de Oliver, que no ha firmado nada, sino para el señor secretario del Despacho, que lo firma todo. Esto prueba que la supuesta responsabilidad con que tan caballerescamente sale a defender a su jefe hace honor al carácter de usted, si no a su estilo, pero de ninguna manera a dicho señor secretario del Despacho. Más claro: de la redacción de la real orden, usted era responsable al Ministro, y éste lo es al público. ¡Buena excusa estaría la de un señor secretario del Despacho que se nos viniese contando los disparates que hubiese firmado, dado caso que un Ministro los pudiese firmar, y se excusase después con sus subalternos!
Pero volvamos, si usted gusta, a nuestro «riesgo» y «peligro». Decía, señor don Pedro mi amigo, que ya se me alcanzaba a mí, antes de leer su apreciable carta, que no son sinónimas esas voces: la diferencia, que tengo ha tiempo establecida para mi uso particular en un trabajo inédito, que sobre sinónimos de la lengua castellana en ratos perdidos me ha ocupado, consiste en esto: que el peligro es inminente; en el riesgo hay más contingencia. Y aclarando las definiciones, no muy buenas, del diccionario (permítanme él y usted esta proposición) con un ejemplo, diremos perfectamente: «Un general corre riesgo de perder la batalla si sus soldados le abandonan en el peligro». El riesgo es dudoso; el peligro es cierto; éste es más próximo; aquél más lejano. El jugador arriesga su dinero, cuando juega, sin que por eso haya proximidad de perderlo. Se puede decir, y estará muy bien dicho, que el soldado arriesga o pone a riesgo su vida. Sin embargo, según la definición de la Academia (que me perdone y a quien Dios perdone), no estaría esa frase bien dicha si «el riesgo fuera la proximidad de algún daño leve», pues que ni el perder la vida es daño leve, ni hay proximidad de perderla en arriesgarla, sino sólo posibilidad; por donde puede usted inferir que no siempre es juez suficiente el diccionario de nuestra lengua, por más que usted y que todos le debamos respetar, cuando acierta; es decir, que el diccionario de la lengua tiene la misma autoridad que todo el que tiene razón, cuando él la tiene. Y de la diferencia de «riesgo» y «peligro», para que no le quede duda de que tengo hecho algún estudio sobre estas cosas, pondré a usted ejemplos que dan peso a lo que llevo dicho.
Dice Solís en el capítulo XVIII, libro V, de la Conquista de Méjico, hablando de Hernán Cortés: «Mantúvose peleando valerosamente hasta que se le rindió el caballo; y dejándose caer en tierra le puso en evidente peligro de perderse, etc.».
Y Mariana en el capítulo XIII del libro XVII de la Historia de España:
«Don Pedro ... se resolvió de aventurarse y ponerlo todo en el trance y riesgo de una batalla ... teníale con gran cuidado el peligro de la ciudad de Toledo».
Ya ve usted que aquí don Pedro iba a ponerlo todo en el trance y riesgo de una batalla, la cual podía ganar, y en cuyo hecho no había «proximidad de un leve daño», como dice la Academia.
Y Cervantes en Persiles y Segismunda: «Este peligro sobrepuja y se adelanta a los infinitos en que de perder la vida me he visto, etc.».
Queda, pues, probado que con tan buenas razones no pude nunca tener por sinónimas esas voces; y por lo mismo, y aun adoptando la base de la real orden, usted, señor don Pedro, debía haber conocido que si había cesado el riesgo en la carretera de Aragón, no podía haber peligro. De suerte que si alguno de nosotros dos no ha dado a esas voces su verdadero valor, seguramente, señor don Pedro, no he sido yo.
Esto con respecto al uso de las voces «riesgo» y «peligro». Porque con respecto al resto de la redacción de la real orden, usted asegura en su carta a la Revista que «podía haberse extendido con mayor claridad y mejor gusto»; estoy perfectamente de acuerdo con usted. Añade usted que «no está enamorado de su obra»; efectivamente, no hay motivo. No quiero contradecir a usted; soy enteramente de su opinión, y es lástima que nos pongamos en trance y riesgo de reñir dos personas entre quienes existe tan rara simpatía y tal acuerdo de pareceres.
Con respecto a la voz «temporal», no quise criticar su uso, sino que, como usted dice muy bien, «cediendo a la pasión que me domina», traté de jugar del vocablo para disparar al redactor de la real orden una saetilla más, no sospechando que fuese usted; pues a haberlo sabido, mucho me hubiera guardado de hacer tal cosa, y de «criticarlo» a usted «a toda costa», como suelo, cediendo a aquella maldita pasión que me domina, y que ha de ser, por fin, mi perdición.
Convengo también con usted en que es más fácil «buscar» y aun hallar «defectos», donde hay tantos sobre todo, que poner reales órdenes, y más si éstas son, como usted dice, «sobre asuntos dados», porque si no son «sobre asuntos dados» ya es otra cosa. Y la prueba de la proposición de usted está en lo raro que es ver reales órdenes que tengan sentido común; argumento grande en apoyo de su dificultad, a cuyo propósito citaré a usted lo que escribía cierto crítico francés hablando de un antagonista suyo: «El señor es un necio», decía; «yo soy quien lo digo, y él es quien lo prueba».
Es pues visto, señor don Pascual, usando de una locución de usted, que convenimos en todo, y que más nacimos para amigo uno de otro que para andarnos tiroteando en papeles públicos y folletos. Y esto es tanto más cierto cuanto que no ha mucho vi cierta alocución de usted al pueblo zamorano, y animada como está de sentimientos patrióticos de que yo participo en gran manera, parece mal que personas de iguales opiniones den que decir a los mismos de su partido con desavenencias gramaticales; ni el que usted haya podido redactar mal una real orden prueba nada contra su aptitud para cargos públicos; pues ni yo consideré aquello nunca sino como un descuido, ni yo lo llamé delito ni traición, ni cosa que se le parezca; soy además tan enemigo de cuestiones personales que critiqué la real orden en cuanto a real orden, es decir, en cuanto a acto público del Gobierno, de donde infiero que usted anduvo ligero en descubrirse, pues ninguna importancia tiene a los ojos del público el redactor de una real orden, sino únicamente el Gobierno que la adopta, firma y publica.
Añadiré sólo antes de concluir esta carta que mucho tiempo pensé en no darle contestación, pero cuando supe que desempeñaba usted, señor don Pascual, un cargo público, uno de los primeros destinos del orden civil, pareciome ya que la categoría de usted merecía siquiera por cortesanía una respuesta, no se dijera que yo había podido despreciar a una persona tan condecorada.
Por lo demás y dejando a un lado disputas filológicas de poco momento, tengo el honor, señor don Pedro Pascual de Oliver, de repetirme su muy afecto q.s.m.b.